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Los recuerdos de una deportada de 13 años revelan la barbarie nazi

Los recuerdos de una deportada de 13 años revelan la barbarie nazi

DOMINGO MARCHENA / EN SU TINTA / COMER

Hay mil formas de explicar qué supuso el Holocausto. Una es tan aséptica como terrible: las cifras. En 1933 había nueve millones y medio de judíos en Europa. Al final de la Segunda Guerra Mundial dos de cada tres judíos habían sido asesinados. Pensad en vuestros amigos, en todas las personas que conocéis, en todos vuestros seres amados. Y ahora tratad de borrar el recuerdo de dos de cada tres. Eso supuso el Holocausto.

Hay otra forma de explicarlo: a través de la mirada de una niña polaca, Tsila Liberman, que contra todo pronóstico sobrevivió al horror del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Bikernau. Tras la liberación, camino de Suecia, “unos hombres buenos” le dieron a Tselinka, como la llamaba cariñosamente su madre, un manjar exquisito. Mientras comía, cerró los ojos de placer. “¿Qué es esto, mamá?”. “Es pan. Come, hija”.

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Los supervivientes del exterminio (del que fueron víctimas más de un millón de niños) estaban en terribles condiciones tras la liberación de los campos nazis. “Esqueletos andantes”, los calificó el escritor Boris Pahor, él mismo uno de esos “hombres cebra con ramas secas como brazos”. Algunos historiadores sostienen que al menos 20.000 prisioneros judíos murieron en Alemania durante las primeras semanas de la liberación.

Fallecieron a consecuencia de las secuelas de las enfermedades, los trabajos forzados y la desnutrición. O, terrible paradoja, debido a los atracones de comida tras la liberación. Sus estómagos no estaban preparados. La comida, la misericordia, la humanidad… Si para los adultos que volvían a la vida todo era nuevo y milagroso, imaginaos para niñas como Tsila Liberman, que regresó del infierno y pudo vivir para contarlo.

Padres y niños polacos, junto a los trenes que los llevarían a Treblinka
Padres y niños polacos, junto a los trenes que los llevarían a Treblinka  US HMM

En la montaña de memorias, recuerdos y testimonios de supervivientes, debería ocupar un lugar de honor el libro Tselinka, una niña que sobrevivió a Auschwitz, publicado originalmente en hebreo en el 2002. Pero es tan grande este Everest que no todos los relatos se abren un hueco. El de la Tsila Liberman no ha llamado la atención de editoriales españolas, pero puede leerse parcialmente en la web de Yad Vashem.

Además de un museo sobre el Holocausto y del Centro Mundial de Conmemoración de la Shoá, Yad Vashem es sobre todo una pregunta. ¿Por qué? Eso mismo se preguntó en 1941 Tsila Liberman, cuando su plácida vida en Polonia se rompió para siempre y todos los suyos fueron obligados a trasladarse al gueto de Kielce, en el sureste del país. Ella se quedó con su madre. Su hermano mayor y su padre fueron enviados a trabajar.

Zyklon
Bolitas de Zyklon B para las cámaras de gas, en un campo liberado  US HMM

En 1943 los alemanes decidieron “ganar espacio en el gueto y llevarse a los niños”. Tsila, aquella Tselinka que no sabía qué pasaba, vio como su madre le ponía cuñas en los zapatos para que pareciera más alta. La aleccionó para que mintiera y dijera que tenia 15 años (tenía 10 años y seis meses). También la maquilló y le puso carmín en los labios. Eso la salvó. Todos los niños que se fueron del gueto murieron asesinados.

Un año más tarde, toda la familia fue deportada en un tren de ganado al campo de concentración y exterminio de Bikernau, una de las filiales de la muerte de Auschwitz. Hombres y mujeres fueron separados al bajar del convoy. La madre y la niña, que volvió a engañar a los verdugos sobre su edad, realizaron trabajos forzados. La menor logró sobrevivir a todas las selecciones, incluida una del asesino Josef Mengele.

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Madre e hija también pasaron por los campos de Ravensbrück (el de Neus Català) y Malchow, en Alemania. Cuando por fin fueron liberadas, viajaron hasta Colonia en camiones de la Cruz Roja (esos “hombres buenos” de los que habla una autobiografía que quema como quema el hielo). Más tarde viajaron como refugiadas a Dinamarca y Suecia, donde supieron que el hermano de Tsila murió unos días antes de la liberación.

El padre, sin embargo, también sobrevivió y se pudo reunir con su mujer y su hija. Años después los Liberman emigraron a Israel. Y fin de la historia. ¿Fin de la historia? Una Tsila ya adulta reunió valor para volver a gritar la pregunta de su vida, esta vez por escrito. ¿Por qué? Desde 1945 el mundo (o la parte del mundo que hasta entonces quiso mirar hacia otro lado) se formula la misma cuestión, sin hallar la respuesta. ¿Por qué?

En una parada del camino hasta Dinamarca, cuando se bajaron del camión en el que viajaban junto a Tsila y su madre, las liberadas se ordenaron en filas de cinco. Los “hombres buenos” les dijeron que ya no hacía falta que lo hicieran porque no eran presas y podían ir donde quisieran. Pero ellas no se lo acababan de creer. Cuando le preguntaban la edad, también nuestra niña decía: “Tengo 16 años y puedo trabajar”.

Tenía 13, pero se aferraba por inercia a la respuesta que le había salvado tantas veces la vida. Ya había redescubierto que había una cosa riquísima que se llamaba pan, pero aún no se había acostumbrado a poder comer siempre que tuviera hambre. Cada vez que veía una bandeja con emparedados, por ejemplo, aprovechaba el menor descuido para guardarse dos o tres en los bolsillos, “por si las cosas volvían a ser como antes”.

La harina

Era una niña, pero no era la única que pensaba así. Una mujer hecha y derecha fue sorprendida una noche amasando pan con un poco de harina de la que se había apropiado. Le dijeron que no era necesario que lo hiciera, que aprovechara la noche para descansar porque tendría todo el pan que quisiera cuando se levantara. La mujer aceptó a regañadientes y con la condición de dormir al lado de la masa que había preparado.

Y era verdad. A la mañana siguiente, dice Tsila, “un aroma de pan fresco invadía nuestro dormitorio. Era un olor agradable y excitante, que viajaba por el aire, un olor embriagador. Pan recién horneado”. Todo era una novedad. Viajar en un tren, “pero en un tren de verdad, con asientos ¡y lavabo!, no en un vagón de carga para ganado”. Poder ir de aquí para allá “y que te pidieran las cosas por favor, con una sonrisa”. La vida.

La vida

“¡Qué rico es el pan negro con queso!”. “No es queso, Tselinka. Es pan negro untado con manteca”. “¡Pues qué rico!”. Como en Cien años de soledad, “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Y así, señalando esto y aquello, una niña que vivió horrores inimaginables supo que también existían cosas como el chocolate y el cacao caliente en un vaso de leche.


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Esta crónica debería acabar como acaba Víctor Juan, escritor y maestro de maestros, sus charlas escolares sobre Conchita Monrás y Ramón Acín. Conchita y Ramón eran dos personas buenas y que se amaban por encima de todo. También fueron dos de los primeros fusilados por el franquismo. Tenían dos niñas, Katia y Sol. Siempre hay algún crío que, cuando Víctor termina su conferencia, se le acerca para preguntarle: “¿Y las niñas? ¿Qué pasó con las niñas?”. Y él, que cuenta la historia como nadie y espera la pregunta, le contesta con ternura: “Crecieron y fueron muy felices porque es lo que sus padres querían que fuesen”. Ojalá el cronista pudiera estar tan seguro con Tsila Liberman. ¿Fue feliz? ¿Tuvo hijos? ¿Nietos? ¿Están sus descendientes en Gaza? ¿Son felices?

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Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/20231103/9244234/nina-judia-redescubrio-pan.html

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