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¿De qué va la ‘infoxicación’?: cuando el exceso de información produce apatía e indiferencia | El Confidencial

La filósofa Margot Rot reflexiona en ‘Infoxicación’ sobre la relación que hay entre las experiencias emocionales a través de las pantallas y la creación de nuestras identidades. Este es un extracto del libro

La apatía a la que nos llevan las redes sociales (Creative Commons)

MARGOT ROT / EL CONFIDENCIAL

La apatía es el estado en el que nos instalamos cuando la tristeza se prolonga en el tiempo. La apatía es la indiferencia, la suspensión de las pasiones, inclusive aquellas que pueden llegar a sentirse por estar excesivamente tristes. El detenimiento del ánimo es, en último término, la peor de las circunstancias vitales para un individuo de deseo.

La apatía es la prolongación de la melancolía. La melancolía reclama al tiempo, la apatía lo suspende. La melancolía aún echa la vista atrás y siente una pena tremenda de ese tiempo pasado, de esos otros pasados que fuimos y que a veces deseamos, necesitamos que pudiesen volver. A la melancolía aún le queda un resquicio de pasión. La apatía, sin embargo, arrastra nuestros cuerpos desprovistos de corazón del trabajo-a-la-casa-a-la-cama. A veces, nos impide salir de nuestras camas.

La apatía es la prolongación del cansancio extremo, ese que propicia que, sin vergüenza, nos durmamos unos sobre otros en el metro. La apatía camina sin rumbo y no alcanza a atisbar ni tan siquiera el límite, ese horizonte de imposibilidad contra el que mi cuerpo aún se rebela.

‘Infoxicación’, de Margot Rot

La apatía tiene un reverso oculto: la compulsión. La apatía deja de contestar mensajes de WhatsApp, pero puede ver infinidad de tiktoks. Ve todas las series habidas y por haber. La apatía se deja llevar por el cúmulo de información a la que no le es posible vincularse y, en el atracón desmedido de estímulos a los que se somete en busca de desconexión o distracción, dinamita la atención que el mismo ejercicio le exige. La apatía no recuerda todo lo que sucedió. La apatía pierde el apetito, pero engulle. La apatía es indiferencia y compulsión. La apatía detiene el deseo y, en ocasiones, lo colma en un objeto de satisfacción sin horizonte.

La apatía es el límite afectivo en el que se impone la suspensión del tiempo. No hay futuro en la apatía, tan solo un presente continuo, desvinculado, suspendido en la infinidad y en la densidad de un gran océano de información. Es uno de esos estados en donde no hay demanda ni apelación, una forma elevada de indiferencia frente al mundo. La apatía consume compulsivamente al mundo. En la apatía no hay pasiones, ni tan siquiera de esas que se sienten cuando la tristeza se nos lleva al lado oscuro.

Este ensayo, a diferencia de otros, pretende hacer entender al lector que la responsabilidad de esta situación de extrema vulnerabilidad y urgencia política no está solo en el sujeto. Son múltiples y variadas las circunstancias a las que atender para comprender por qué estamos tan tristes. La apatía, la indiferencia, la pérdida de todo atisbo de entusiasmo son fruto de las situaciones anímicas a las que nos empujan las condiciones sistémicas, que deben ser expuestas y comprendidas de forma transversal y holística.

La apatía es el resultado de una tensión irresoluble entre la impotencia y el agotamiento. Porque insistir es agotador. Más aún cuando los movimientos tectónicos que se generan en el territorio geológico que es el cuerpo de lo social son tan lentos.

El nuestro es un tiempo que se hunde en la contradicción, la de la búsqueda de las formaciones familiares disidentes, la de la búsqueda de hogares allá donde las fluctuaciones de la economía nos impiden hipotecarnos y apenas pagar el alquiler. Buscamos casas como desarraigados. Desarraigados del espacio, del tiempo, de una historia carente de fundamento y, para muchos, carente de interés.

Una de las hipótesis que plantearé a lo largo de esta investigación tiene que ver con la desaparición de la posibilidad de un mito fundacional a causa del deterioro de la memoria. Rosi Braidotti nos dirá que, como hijas de la contemporaneidad, de la emigración y de la globalización, carecemos de lengua madre y de tierra de origen. Fukuyama anunció el fin de la historia, pero hemos comprobado que la historia continúa.

Nos entregamos a trabajos culturales precarios por amor al sostenimiento de una industria que nos explota cognitivamente

El nuestro es un tiempo de carencia y de búsqueda. Un vagar por el desierto. Un tiempo de falta fundamental y, en muchas ocasiones, de deseo despojado de objeto en el que realizar la consecución. Estamos perdidos, desorientados. Y aun así, insistimos. Volcamos nuestros afectos, nuestro tiempo, nuestro dinero, en trabajos universitarios sin rédito, por los que, en el mejor de los casos, habremos de pagar para compartir con los demás. Nos entregamos a trabajos culturales precarios por amor al sostenimiento de una industria que nos explota cognitivamente; a veces, tan solo bajo la promesa — incierta— de unas puertas que la explotación a la que sucumbimos nos abrirá.

Pienso en algunas de las aplicaciones que utilizamos, y en cómo sus interfaces con scroll infinito alientan a la búsqueda continua de objetos deseables. Pienso en cómo la oferta de posibilidades infinitas da rienda suelta a un deseo incapaz de ser satisfecho. Pienso en cómo, según Lacan, el deseo es el motor de la falta, somos seres faltantes. Me pregunto por la ansiedad que genera la existencia ilimitada de objetos en los que obtener deseo. Pienso en Tinder, en Grindr y en muchas de las aplicaciones que nos animan a desear ilimitadamente. El éxtasis del consumo parece, en estas circunstancias posindustriales de abstracción y virtualización de la experiencia, no tener fin.

Me pregunto por la ansiedad que genera la existencia ilimitada de objetos en los que obtener deseo. Pienso en Tinder, en Grindr

El nuestro es un tiempo difícil, que se contradice, que busca la manera de sobrevivir a la vorágine capitalista, a la apatía hacia la que esta nos precipita. Nos han llamado vagos, han dicho que nuestras sensibilidades son síntoma de debilidad. Han menospreciado nuestras facultades intelectuales, que ya no son las de antes porque el mundo, sorpresa, tampoco es el que fue. En demasiadas ocasiones nos culpan y responsabilizan de unas condiciones que ni tan siquiera fueron capaces de advertir: crisis financiera en 2008, crisis de salud pública en 2020, crisis climática inminente anunciada hace más de treinta años. Nosotros, por contra, no solo somos conscientes de qué lugar ocupamos en la estructura jerárquica que nos asfixia, sino que intentamos sobreponernos incluso cuando no podemos levantarnos de la cama.

En internet encontramos diversas formas de enfrentarnos a nuestras depresiones fluctuantes; negación, asunción, evitación. La virtualidad nos proporciona estrategias variadas y, a veces, tan solo acompañamiento.

No son pocos los movimientos de autocuidados que se han generado en la red. Es curioso que internet genere respuestas a los problemas que el propio espacio nos produce. Pienso en la infinidad de vídeos que se publican para dormir. En experiencias como el ASMR, basadas en la escucha para el placer y la relajación. Las prácticas nocturnas deberían ser analizadas a la luz de estadísticas que nos permitiesen analizar cuántas personas sufren insomnio y cuántas acuden a internet para resolverlo, a expensas de saber que la convivencia con pantallas hasta altas horas de la madrugada es lo que impide que conciliemos el sueño, por culpa de la sobreestimulación fenoménica frente a la que nos encontramos en la virtualización.

Quieren que lo hagas todo por aplicaciones y los resultados no son nada buenos

Con todo, pienso en cómo, en su día, la instauración del trabajo reguló la disposición de la cotidianidad. La noche era el tiempo de descanso, el tiempo de no trabajo. La virtualización de nuestras existencias y la ineludible relación entre habitar internet y producir contenido para las empresas en las que residimos cuando no solo somos usuarias ociosas sino trabajadoras digitales, hace que el trabajo ocupe todo nuestro tiempo. Todo tiempo es tiempo de producción en red.

Hemos sido educadas en la violencia de quienes tampoco han sabido comprender las dificultades de la época que vivimos, la que se ejerce cuando uno desconoce la palabra depresión, sus síntomas y sus consecuencias y toda esa felicidad que, pese a la postulación constante de la misma como imperativo de una cultura liberal, se nos ha arrebatado.

Mi escritura emerge al amparo de esta gran contradicción. Aquella que es consciente de la felicidad expedida de forma fraudulenta por los anuncios de televisión, las comedias románticas y muchas de las canciones que suenan en la radio. Una felicidad que es frágil y que se parece más a la explosión de la experiencia mediatizada, engendrada para el consumo, en esa velocidad esquizofrénica tan característica del capital.

Mi escritura reclama una idea de felicidad pacificada, sosegada, tranquila. Una vida tranquila, en la que puedan amar sin temor y vivir sin prisa. Una vida sin exigencias inalcanzables en donde una encuentre pasión en la tristeza.

Comprender el mundo es comprender cuáles son las variables, los cimientos, los segmentos, las intensidades, los pilares de la estructura en la que nos integramos. Renta, género, raza. Los amigos, la familia, las tecnologías que nos rodean, asisten, soportan. La forma de subjetivarse, es decir, de constituirse como individuo, dentro del cuerpo social se rastrea desde aquí.

Nos enfrentamos a una crisis climática que pone en jaque la continuación de nuestra especie en el medio. Sabemos que esto sucede y, sin embargo, las políticas individuales que deberíamos poner en marcha para la resolución o la ralentización de esta circunstancia no están entre nuestras prioridades cotidianas.

Tinder, Grindr, Dinder y al final más solo/a que la una

La población española manifiesta una insensibilización con respecto a la situación climática que, por supuesto, tiene que ver con la situación económica en la que se encuentra. Podemos leer, a través de esta exposición de argumentos que una usuaria de Twitter comparte cómo para muchas personas no vale la pena emprender acciones individuales contra el cambio climático, pues se sabe que son las grandes multinacionales las que generan grandes cantidades de contaminación.

La usuaria en cuestión dice: «Hay un matiz muy importante. La culpa del cambio climático no es mía ni tuya, es de grandes fortunas que llevan haciendo lo que les da la gana siglos». Y continúa: «Ni tú ni yo disponíamos de información detallada acerca del problema que estaba generando eso y decidimos encubrirla para enriquecernos aún más, a costa de la clase trabajadora de manera tanto directa como indirecta».

Otro usuario apunta — y esto nos lleva a lo que en esta investigación llamamos infoxicación— a que existe una suerte de disonancia cognitiva entre la población que impide dar crédito a la realidad ineludible de nuestras circunstancias climáticas. Dice: «Y sin embargo, pese a los informes y las evidencias, vivimos en una disonancia cognitiva permanente con el cambio climático: sabemos que existe, pero no actuamos como si fuera real. En Estados Unidos esto está más estudiado. Os pongo un ejemplo: 1) más del 70 % de la gente cree que el cambio climático es real; 2) el 55 % cree que la mayoría de los científicos están de acuerdo; 3) más del 70 % cree que afectará a las futuras generaciones; 4) PERO solo el 43 % cree que les afectará a ellos mismos».

Es normal. Cuando uno carece de las condiciones sociales, económicas y psíquicas con las que enfrentar el rutinario paso de los días, ¿cómo va a preocuparse de los recursos de un planeta que también manifiesta su agotamiento?

La sobreexposición a la información nos está volviendo indiferentes hacia lo que ocurre a nuestro alrededor

He aquí otra de las contradicciones en las que me baso: la conciencia plena de las condiciones sistémicas en que nos hallamos y la imposibilidad afectiva de imponernos ante tales condiciones. Mi hipótesis es que esto es resultado directo del fenómeno de la infoxicación. Disponer de la información precisa, tener los medios con los que acceder al conocimiento, no resuelve el problema de la negación o inacción frente a evidencias científicas como la que estamos comentando.

Mi planteamiento tiene que ver, por tanto, con la incapacidad de relacionarnos afectivamente con las circunstancias que acontecen. Estamos sobreinformados. Es posible que una de las estrategias para no caer en la apatía pase por ignorar la información de la que disponemos; ahora bien, ¿hasta qué punto puede demandarse una responsabilidad directa al sujeto infoxicado?

Me gustaría detenerme brevemente en la obra de la filósofa Miranda FrickerInjusticia epistémica, a razón de exponer algunas de sus ideas. Fricker habla de varios tipos de injusticia epistémica: en primer lugar, aquella que se comete al desacreditar los argumentos discursivos de un hablante debido a su pertenencia estructural a puntos de opresión sistémica; ser una mujer racializada, por ejemplo.

En segundo lugar, y aquí hallaríamos el punto de vista antagónico a la hipótesis que pretendo postular, se encontraría la injusticia hermenéutica, en referencia a la imposibilidad de nombrar y, por ende, de reconocer las condiciones en las que se está. Mi pregunta versa acerca de las circunstancias en que conocemos al detalle lo que nos sucede y, sin embargo, somos incapaces de hacernos cargo del conocimiento que poseemos.

Recordemos que la ignorancia epistémica dice no lo sé, mientras que la indiferencia epistémica dice no me importa.

Una de las ideas que sostendré a lo largo de este ensayo guarda relación con esta imposibilidad de interpelación afectiva en contextos de saturación informativa. Lo urgente de nuestra situación no es desconocerla, sino más bien conocerla al detalle y ser incapaces de generar una actitud para con la misma. Esto es la infoxicación. La incapacidad o imposibilidad de que las acuciantes circunstancias en que nos encontramos nos interpelen tanto como para tener una actitud frente a ellas — y recordemos que la actitud, cuerpo de nuestros afectos, es aquello que impulsa nuestro hacer, nuestro ser, nuestro pensar mediante las ideas, los conceptos, las palabras de las que nos servimos, ante el mundo, en el mundo.

Una de las ideas que sostendré guarda relación con la imposibilidad de interpelación afectiva en contextos de saturación informativa

He manifestado que mi contradicción fundamental es la de pertenecer a un mundo que se agota sin encontrar la motivación, la forma de dirigir herramientas cognoscibles hacia un ejercicio que revierta tales condiciones. A este respecto, la pregunta por la infoxicación es la pregunta por el conocimiento. ¿Cómo es posible que perteneciendo a la generación con más posibilidades — y, por ende, estrategias— técnicas, cognitivas y afectivas me resulte imposible enfrentarme al mundo en el que vivo?

La tarea del filósofo, en estas circunstancias, ha de ser la de esforzarse por comprender cuáles son las condiciones en que se erigen los cimientos de esta realidad que nos atraviesa, erosiona y determina. Y la actitud con la que esta tarea se emprende es importante. El miedo al tiempo en que se vive, el desarraigo que supone pertenecer a un tiempo que carece de tiempo (porque todo tiempo es tiempo de producción capital: intelectual, social, económica) puede llevarnos a cometer el error de incurrir en la fantasmagoría de la nostalgia.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2023-10-29/redes-sociales-apatia-e-impotencia_3762970/

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