Pese al descrédito generalizado, Ben Ansell reivindica la labor de los líderes electos y alerta de los riesgos relacionados con la democracia, la igualdad, la solidaridad, la prosperidad y la seguridad
JOSÉ MARÍA ROBLES / PAPEL
La última década no ha sido fácil para la democracia: polarización, caos, auge del populismo, presión por parte de las esferas de influencia de los regímenes autoritarios… Un desgaste que se ha traducido sucesivamente en las calles de Occidente en desencanto, frustración y alejamiento respecto a los representantes electos.
Ben Ansell (Palo Alto, California, 46 años) toma nota de la magnitud del estropicio en Por qué fracasa la política (Ed. Península). No es el enésimo ensayo llorica por culpa de la leche derramada, sino un lúcido y muy documentado análisis de los motivos de la desconexión popular y su impacto en cuestiones como la igualdad, la solidaridad, la seguridad, la prosperidad y el propio entramado basado en el principio una persona, un voto. El profesor de la Universidad de Oxford, politólogo con formación de historiador al que reclutaron como bombero en el Brexit, palpa los principales puntos de dolor del sistema. E incluso ofrece su idea como botiquín.
«Debemos esforzarnos por resistir los cantos de sirena de los demagogos que exigen derribar nuestras instituciones y limpiar las cloacas, que piden hacer borrón y cuenta nueva pero no reconocen que la política los estará esperando al final de cada revolución. Vivimos en un mundo imperfecto, pero esas imperfecciones suelen ser la fuerza que lo mantiene unido», escribe Ansell. «Las promesas contingentes de la política son preferibles a las falsas promesas de los tecnólogos y los populistas».
Una curiosidad: ¿qué aprendió trabajando como asesor en el enredo del Brexit? ¿Cuántos años, o vidas, perdió intentando deshacer semejante madeja?
He trabajado en dos ocasiones para el Gobierno británico. La primera vez fue para el Ministerio de Hacienda, hace casi 20 años. Me contrataron a propósito de la planificación educativa. Redacté en 2004 un documento titulado Education 2020 -cuando 2020 estaba muy lejos- sobre cómo deberían ser las escuelas británicas en el futuro. No se sorprenderá si le digo que mis consejos no se materializaron. Pero me sirvió para pensar en algo de lo que hablo mucho en el libro: la dificultad de la política para tomar decisiones a largo plazo. La segunda vez fue en 2019, cuando Theresa May era primera ministra. Los asesores de dos políticos -uno conservador y otro laborista, miembros destacados del Parlamento que no formaban parte del Gobierno- me invitaron a participar en las conversaciones posteriores al Brexit. Nos pidieron a Iain McLean [el mayor experto en normas electorales de Reino Unido] y a mí que viéramos si podíamos ayudar a decidir qué hacer y si podíamos llegar a un acuerdo para salir de la Unión Europea. En ese momento habíamos dicho que nos íbamos, pero no sabíamos cómo. Sus señorías tenían opiniones divergentes. Algunas querían que Gran Bretaña mantuviera un estatus similar al de Noruega, otras querían que se pareciera a Turquía y otras que fuera como Rusia… o tal vez como la Unión Soviética. El problema no era sólo la disparidad de criterio, sino que había diferentes opiniones en el seno de cada partido, y por ese motivo no se podía avanzar. Hicimos balance de todo lo que se podía hacer en lo relativo a sistemas de votación y encontramos aspectos positivos y negativos. Pero el problema con todo lo que sugerimos -y creo que esto es aplicable a todos los sistemas electorales- es que privilegia a algunos grupos y perjudica a otros. En resumen, no podíamos decidir sobre el Brexit porque no había acuerdo sobre el sistema electoral que debía usar el Parlamento para decidir sobre el Brexit. Y eso condujo al caos.
Quien lea/oiga el título de su ensayo puede pensar que el fracaso es atribuible sobre todo a los políticos y criticar lo egoístas, incapaces y confabuladores que son o lo desconectados de la realidad que están. ¿Reducir a nuestros representantes públicos a su peor versión nos ayuda o nos perjudica?
El título remite a la percepción que la mayoría de la opinión pública tiene de los políticos. Lo que argumento en el libro es que la política es un arma de doble filo: promete resolver nuestros problemas, pero también crea otros nuevos. A menudo la detestamos, pero la necesitamos. No podemos vivir sin ella ni sin políticos. No podemos esperar que Elon Musk diseñe una tecnología que la haga desaparecer por arte de magia, ni creo que la mayoría de nosotros confiásemos más en Musk que en los políticos. Tampoco podemos esperar que aparezca un hombre fuerte que decida cómo hacer las cosas. Así que debemos tener en cuenta un par de cuestiones. La primera es que la mayoría de los políticos que usted o yo conocemos son personas bastante decentes. Por lo general, tienen una marcada vocación pública. Seguramente podrían ganar más dinero haciendo otra cosa, pero eligieron dedicarse a la política. La segunda cosa que me gustaría destacar es lo difícil que es ser político con las redes sociales. Reciben amenazas de muerte todo el tiempo. En la última década, dos diputados británicos han sido asesinados, por lo que siento cierta simpatía por ellos. No creo que sean diferentes del resto de nosotros… salvo más ambiciosos. Así que supongo que lo que me gustaría es que la gente que leyera el libro se diera cuenta de que todos vivimos dentro del sistema político. Como suele decirse, puede que a ti no te interese la política, pero la política sí está interesada en ti. También me gustaría que ese lector redescubriera que la propia existencia humana es compleja. Todos perseguimos metas a nivel individual y colectivo. En ocasiones, las alcanzamos; la mayoría de las veces, no. Y eso vale para nosotros y para los políticos. Ellos intentan alcanzar esas metas por nosotros, y cuando no lo consiguen nos frustramos con ellos. La mayoría de nosotros también tendríamos dificultades para lograrlo, porque tomar decisiones es difícil.
Algunos de los mayores éxitos de la política como motor de cambio en relación a los servicios públicos se han producido, paradójicamente, en momentos difíciles. El New Deal estadounidense se puso en marcha como respuesta a la Gran Depresión. Y el Servicio Nacional de Salud británico (NHS) se creó justo después de la Segunda Guerra Mundial. Ahora mismo nos enfrentamos a desafíos tan serios para la supervivencia de la democracia y del propio planeta como la polarización política o la emergencia climática. ¿Cómo de optimistas podemos ser de cara al futuro de la política?
A pesar del título del libro, soy optimista sobre la política. En Europa occidental vivimos en sociedades mucho más ricas, más amables y más funcionales que aquellas en las que vivieron nuestros abuelos o bisabuelos. Que los tiempos difíciles generen grandes políticas se debe a un par de razones. En primer lugar, que cuando las cosas van mal hay que hacer algo. De la Gran Depresión surgió el New Deal. La Segunda Guerra Mundial no exigió que Gran Bretaña creara un Servicio Nacional de Salud, al menos para la población civil, aunque la experiencia del terrible sufrimiento ajeno nos ayudó a ver que tenemos más cosas en común con los demás de las que pensamos. De la crisis surge la solidaridad. Es algo que se observa a veces con los derechos políticos: al final de las dos guerras mundiales, muchos países establecieron el sufragio universal. Tal vez fuera para desmarcarse de los regímenes comunistas, pero personalmente pienso que fue como muestra de reconocimiento y gratitud por los sacrificios que había hecho la ciudadanía durante ambas contiendas. ¿Dónde estamos ahora mismo? El calentamiento global es un desafío realmente complejo, porque se ha producido gradualmente. Tal vez dé lugar a una reacción, pero hemos visto que después del devastador paso de un huracán vuelve a salir el sol y al cabo de tres o cuatro meses nos hemos olvidado de él… En cambio, la pandemia es un claro ejemplo de respuesta directa. Los gobiernos exigieron mucho a sus ciudadanos y estos respondieron. El Covid permitió movilizar importantes partidas económicas durante la post pandemia y firmar nuevos acuerdos en materia ecológica. Ucrania es otro buen ejemplo. La invasión rusa provocó una reacción coordinada inmediata por parte de la Unión Europea y Estados Unidos y sus aliados, que derivó en una movilización considerable de fondos. Para mí es evidente que, si se produce un gran shock, nuestros gobiernos son capaces de actuar y de contar con el respaldo de la mayor parte de la población. Esa es la buena noticia. La mala es que eso no se observa en relación a la emergencia climática, a menos que ocurra algo horrible.
¿Cuál de las cinco trampas de nuestro sistema político que denuncia sería más fácil de sortear si trabajásemos duro para lograrlo? ¿Cuál es la que, personalmente, más le preocupa?
La más fácil es la de la solidaridad. Construir sistemas que protejan a las personas es algo que se nos da bastante bien, en realidad. En el libro expongo que la solidaridad sólo nos importa cuando la necesitamos. Es cierto, pero la mayoría de la gente contrata un seguro de hogar o de coche para disponer de él si lo necesita. Es una percepción parecida a la que tenemos respecto al gasto social. Obviamente, existen discrepancias sobre quién debe ser el destinatario de ese gasto social, en particular en lo que respecta a la inmigración o la ayuda exterior. Pero por lo general, los países europeos han resuelto ese dilema. Por el contrario, la trampa más difícil de sortear es la de la democracia, porque es el corazón de la toma de decisiones de todo lo demás. Y se enfrenta a un par de amenazas. Una es el atractivo del populismo autoritario. La hipotética reelección de Donald Trump sería un gran desafío para la democracia en Occidente. No es que Trump sea un dictador, pero debilitaría muchas de sus instituciones. Vemos algo parecido con Orbán en Hungría y ya veremos si también con Fico en Eslovaquia… Por cierto, no creo que la llegada de Vox al poder hubiera desestabilizado mucho la democracia española. Fratelli d’Italia no lo ha hecho… La segunda cuestión es el impacto de la inteligencia artificial, tanto en términos de desinformación y manipulación como a la tentación de usarla para tomar decisiones. OpenMind y otras empresas del sector tienen una división democrática desde la que proponen mejorar la toma de decisiones utilizando IA. No creo que ésta pueda desplazar a los humanos, pero surgirá la tentación de hacerlo.
En su libro menciona el descenso de la participación electoral en EEUU, Reino Unido y Francia. También alerta de que una democracia no puede limitarse a decir a sus electores «callaos y escuchad a los expertos» y contempla la posibilidad de mejorar el sistema con asambleas ciudadanas, foros de debate que ahuyenten a los troles e impidan linchamientos… ¿Hay que perder el miedo a afirmar que la democracia liberal necesita un lavado de cara, algo que la rejuvenezca y haga atractiva de nuevo?
Es legítimo advertir que muchas personas se sienten excluidas o infrarrepresentadas en democracia debido al tipo de partidos por los que puede votar, al tipo de candidatos, al tipo de elecciones… Eso explicaría la elección de una figura de compromiso como la mejor opción (caso de Macron en Francia) o el desencanto con el duopolio que domina el sistema (republicanos y demócratas en EEUU y conservadores y laboristas en Reino Unido). A veces los partidos se adaptan a esta situación. Es lo que ha sucedido con Donald Trump y quizá con el Partido Conservador británico ante la ausencia de un partido de extrema derecha. Entonces surge la pregunta: ¿es preferible que surjan partidos como Vox y Podemos y que la gente pueda votarles? En el sistema electoral británico, claramente, hemos excluido esa posibilidad. Pero, ¿por qué la gente no puede votar a un partido de extrema derecha si así lo desea? Quiero decir, personalmente puede que me parezca de mal gusto, pero si ese partido está dispuesto a operar dentro del sistema, adelante. Y lo mismo digo a propósito de un Partido Comunista. Esta podría ser una de las razones por las que la participación electoral ha sido baja en esos países, aunque no explicaría por qué la gente en España, Italia o los Países Bajos está molesta con la democracia. De todos modos, la democracia es un poco aburrida y exige trabajar duro. Oscar Wilde dijo que el problema del socialismo es que te quita muchas tardes… Dentro de un mes daré unas conferencias para la BBC en las que insistiré en que la democracia requiere que alguien haga ese trabajo duro. La mayoría de la gente no lo quiere hacer, por eso tenemos una democracia representativa. En el libro hablo de las asambleas ciudadanas como las que se constituyeron en Irlanda en el referéndum sobre el aborto, sobre los foros de debate a prueba de trols en Taiwan… Son modalidades que permitirían introducir nuevas voces en el sistema. Nuestros parlamentos no están bien preparados para hacerlo. En ellos lo que encontramos es mucha gente que piensa esto o aquello y luego discute entre sí.
Querer que el otro bando pierda en vez de que el tuyo gane conduce a una visión muy destructiva
Simplificando mucho, la política parlamentaria española pivota en torno a tres grandes cuestiones: ETA, Franco/Guerra Civil y Cataluña. ¿Desplazar el eje del debate para alejarlo de cuestiones que promueven la confrontación es, en casos como éste, más que necesario?
Las cuestiones que menciona no difieren mucho de las que protagonizan la vida política británica. En nuestro parlamento se habla de la independencia de Escocia y del legado de Gran Bretaña en Irlanda del Norte (tanto de los crímenes cometido por los terroristas del IRA como por el Estado). A finales de los años 90, en los mandatos de John Major y Tony Blair y tras el Acuerdo del Viernes Santo, y durante los siguientes 15 años, parecía que la situación estaba reconducida. Pero luego resultó que no era así y tuvimos el referéndum para la independencia de Escocia (2014). Por otro lado, en Irlanda del Norte llevan más de año y medio sin gobierno… Se trata de desafíos realmente difíciles de resolver y hay que volver a ellos una y otra vez. A veces simplemente se resuelven, como cuando la República de Irlanda abandonó el Reino Unido en 1922. Curiosamente, las relaciones entre ambos han sido mucho mejores desde entonces. A veces hace falta coger distancia. Así que me temo que no tengo una respuesta rotunda para su pregunta.
Cuatro de los 10 principales problemas denunciados por los españoles en el último barómetro del CIS apuntan directamente a los políticos. Intuyo que en otros países europeos la situación será similar debido al desencanto con la política de la última década. ¿Qué podemos hacer a escala ciudadana para que la política contribuya más eficazmente a la consecución de sus objetivos?
Podemos pedirles cuentas a los políticos. Cuatro de los 10 principales problemas de la gente en España apuntan a los políticos, pero los otros seis seguramente necesitan a los políticos para solucionarlos. Así que lo mejor que podemos hacer es descubrir cómo conseguir a los mejores representantes públicos que podamos o hacer que tenemos alcancen su mejor versión. Eso requiere que ejerzamos nuestra responsabilidad de varias maneras. Una es simplemente votando, relevando a la gente si hace un mal trabajo; esa parte de la democracia funciona bastante bien. La otra cosa que podemos hacer es apoyar a los medios de comunicación para que los políticos rindan cuentas. La ausencia de medios libres e independientes permite a los políticos actuar a su antojo. Lo vemos ahora en Rusia, con las principales canales de televisión emitiendo todas las noches programas con un lenguaje cada vez más extremo sobre Ucrania y aplaudiendo una guerra fallida. Me frustra más que el público se frustre con los medios que con los políticos, porque necesitamos que les apoyen para hacer ese trabajo.
Según una encuesta del Pew Research Center de 2016, casi la mitad de los votantes demócratas y republicanos veían al otro partido como una amenaza para el bienestar de EEUU. La polarización que sufrimos en todo Occidente convierte la política en un tira y afloja permanente y refuerza las identidades partidistas. ¿Qué coste social tiene esta exclusión mutua? Me refiero a ver a quienes discrepan de nosotros no como adversarios, sino como enemigos.
Comparto con usted un dato al que haré referencia cuando pronuncie mi charla sobre la democracia: sólo el 4% de los matrimonios actuales de Estados Unidos está formado por una pareja mixta (demócrata y republicano). Es un porcentaje ínfimo. Evidentemente hay personas que son apolíticas, pero el dato confirma que existe total coincidencia: los demócratas se casan con demócratas y los republicanos se casan con republicanos. Eso quiere decir que no tienen a nadie en su familia más cercana con puntos de vista diferentes. Tal vez este fenómeno se diera antes a propósito de la religión, pero es una desgracia que se reproduzca ahora en relación a la política. O quizá es que la política es la nueva religión y por eso hemos llegado a lo que los politólogos llaman partidismo negativo: querer que el otro bando pierda en vez de que el tuyo gane. El problema es que eso conduce a una visión muy destructiva de la política. Es realmente difícil de revertir porque una de las causas por las que se produce es la polarización política de los lugares de trabajo y residencia. Los demócratas viven con demócratas y se casan con demócratas porque trabajan en el mismo tipo de empresas. Este gran entramado hace que sea muy difícil conocer gente con puntos de vista diferentes a los tuyos. En EEUU todas las ciudades se han vuelto demócratas y las áreas rurales, republicanas. En Europa la situación es más compleja. En Estocolmo, por ejemplo, mucha gente adinerada con profesiones liberales vota a los moderados, no a los socialdemócratas. En la política española hay un lenguaje antipartidista muy extremo. Particularmente desde y hacia Vox, pero también en el PP y en el PSOE. No creo que en su país nadie quiera terminar como en EEUU…
Eso nos conduce a la segunda trampa: la de la igualdad. Es muy interesante lo que escribe sobre el apareamiento asortativo. ¿Qué implicaciones sociales puede tener el hecho de que las abogadas se casen más con maestros que con fontaneros, por ejemplo?
Es un fenómeno socioeconómico importante del que no se habla tanto y que ayuda a explicar en parte este entramado. La mayoría de los abogados son demócratas y se casan con otros abogados que también son demócratas. Ahora tenemos más parejas formadas en la universidad y en el lugar de trabajo de las que antes se formaban en el colegio o en el barrio. Son parejas compuestas por personas que piensan de manera similar, hacen trabajos parecidos y cobran sueldos no muy diferentes. Y eso se traduce en que dos cónyuges de clase media-alta tienen mucho más poder adquisitivo que dos cónyuges de clase trabajadora. En los años 50 había más mezcla, sobre todo porque hombres con grandes ingresos se casaban con mujeres con ingresos modestos o que no trabajaban. No quiero dar a entender de ninguna manera que eso fuese algo bueno, sólo que estamos ante un efecto colateral quizá imprevisto.
Permítame que le cite: «Si queremos igualdad y eficacia, tenemos que desarrollar sistemas educativos que no se limiten a enviar a la universidad a la mitad de los estudiantes y a abandonar al resto a su suerte». La tasa de paro juvenil de España en junio de 2023 era del 27,4%, la más alta entre los 27 miembros de la UE. Casi medio millón de los 2,79 millones de personas sin empleo en España son menores de 25 años. ¿Alguna sugerencia sobre qué hacer con estos jóvenes desempleados y cómo evitar que sean más?
Es un dato que no me sorprende: hace 15 años impartí una clase en EEUU sobre la crisis de la eurozona y la tasa de desempleo juvenil en España era parecida. Es un problema que arrastra su país. Antes del Brexit, una de las cosas que podían hacer los jóvenes españoles sin trabajo era venir a Reino Unido, y me entristece mucho que eso ahora sea más difícil de conseguir. Tradicionalmente, los españoles desempleados han migrado a Alemania, al suroeste de Francia, a Suiza… Estoy seguro de que mucha gente todavía se va allí, pero esa no es gran solución si lo que se pretende es retener a los jóvenes brillantes en el país. Sobre todo porque, como cualquier otro país europeo con una población envejecida, necesita mano de obra joven que permita mantener el sistema. Cuando trabajé para el Gobierno británico en asuntos de educación, los planes apuntaban al fomento de habilidades de nivel medio porque Reino Unido tenía y todavía muchos graduados universitarios y en cambio carecía de trabajadores cualificados en empleos que no requieren pasar por un campus. Esa política no logró su objetivo. España está en una situación similar. No se puede hablar de fracaso, porque su país ha producido muchos graduados universitarios, pero a estos les resulta más difícil encontrar trabajo que en Reino Unido. Eso genera problemas políticos. Mi mujer y yo hemos investigado tales desajustes. Cuando consigues un título, pero tu trabajo no requiere un título, ¿cómo te sientes? Hemos descubierto que las personas con este perfil suelen apoyar mucho menos la democracia que otros graduados. Se sienten mucho peor en relación al mundo y es más probable que voten a la extrema derecha. Es un problema real. Tal vez haya aspectos de las empresas familiares españolas que dificultan la contratación de graduados. La mayoría de los países tienen una estructura empresarial que ha cambiado poco desde la Segunda Guerra Mundial, y eso hace que sea realmente difícil absorber a estos nuevos trabajadores.
Para escapar de la tercera trampa, la de la solidaridad, suele hablarse de la renta básica universal (RBU). ¿Le ve a más ventajas o inconvenientes?
El caso de España es interesante, porque de hecho ha flirteado con la fórmula [la Generalitat de Cataluña intentó poner en marcha un proyecto piloto este mismo año, asignando 800 euros al mes a adultos y 300 a menores de edad -5.000 personas en total- durante 24 meses]. Lo cierto es que en ninguna parte del mundo se ha adoptado a gran escala. Si se impulsara como sugiere Sam Altman [el creador de ChatGPT y hombre de moda en Silicon Valley] habría que conceder a cada persona entre 10.000 y 12.000 euros al año. Eso daría para vivir en algunas partes de España, quizá no me gustaría intentar hacerlo en Madrid… El problema, obviamente, es que el dinero tiene que venir de alguna parte. Si eres un gurú de la inteligencia artificial puedes confiar en que la tecnología creará la riqueza. La realidad es que el dinero procede de la recaudación de impuestos y se invierte en gasto social: pensiones, atención sanitaria, becas, ayudas a los menos pudientes… La pregunta que los partidarios de la RBU tienen que responder es: ¿estaría usted conforme privatizando todas estas prestaciones y pidiéndole a la gente que gaste sus 10.000 euros en recomprarlas? Sospecho que la gente se mostraría disconforme y pediría recuperar lo que tenía. Eso es, en última instancia, lo que está en juego. Por supuesto, podría concederse una cantidad más pequeña. Por ejemplo, 1.000 euros por persona al año. Pero luego habría quien se quejaría por dar ese dinero a los ricos… La RBU es una gran idea, pero aplicable en caso de que no tuviéramos los hospitales y las pensiones de los que disfrutamos. Una última cosa que creo que también es importante: la RBU trata a los humanos como sujetos intercambiables. Sin embargo, las políticas sociales exitosas son aquellas que tienen en cuenta con rigor a las personas y el lugar donde viven. Y la RBU no lo hace.
Hablando ahora de la trampa de la seguridad, según la cual no se puede evitar la anarquía sin exponerse a la tiranía. En China, Arabia Saudí y otros muchos países del mundo -democracias o no- hay un amplio porcentaje de ciudadanos que prefieren la seguridad a la libertad. Es decir, prefieren tener un plato de comida en la mesa o un sueldo de por vida que poder criticar al gobierno. ¿Cree que esta tendencia puede ir a más en el futuro? Para responder a su pregunta es necesario pensar en el punto de partida. En Occidente queremos sentirnos seguros ante todo. En un caso muy extremo, si sintiéramos que nuestra vida está en peligro, estaríamos dispuestos a limitar nuestras libertades durante un breve período de tiempo, como sucedió durante el Covid y como pasaría en caso de guerra. Pero después de varios meses de confinamiento quedó claro que la sociedad estaba dispuesta a tolerar índices bastante elevados de mortalidad con tal de recuperar sus libertades. En cambio, quien crezca un entorno donde jamás ha disfrutado de ellas, la atracción por la seguridad es mucho más poderosa, porque en realidad no se trata de un retroceso. El ejemplo de China es interesante, más que el de Arabia Saudita porque allí la libertad de expresión no ha existido nunca. En 2015, durante el mandato de Hu Jintao, fui a China a dar una conferencia. Encontré a muchos académicos chinos dispuestos a hablar sobre la corrupción dentro del Partido Comunista Chino a un nivel bastante alto. Aluciné, literalmente. Había ido allí para hablar de democracia y pensé: ¿puedo decir esto y lo aquello sobre la desigualdad? Me di cuenta de aquellos tipos estaban criticando al régimen y de que podía decir lo que quisiera. Ahora, con Xi Jinping, no hay absolutamente ninguna forma de poder decir eso mismo. Quien ha probado una vez la libertad, y lo vamos a ver con Rusia, ¿está dispuesto a renunciar para siempre a la libertad de expresión y sí, también, a los McDonald’s? Durante un tiempo, tal vez. Pero una vez que el grifo se ha abierto es muy difícil.