Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Escribir es como una caminata, en parte conozco el camino, en parte encuentro cosas curiosas, raras o, en el extremo, un instante que cambia mi vida. Me centro en México, este país en el que he vivido toda mi vida: veo su complejidad —más en este momento de polarización social y política, de violencia imparable, inseguridad a la vuelta de la esquina, de impunidad campante y corrupción permanente en los asuntos públicos— y, al mismo tiempo, su simplicidad. Es el país que realmente conozco y en el que, de muchas maneras, me reconozco. Aunque esto también es paradójico: de repente en algún asunto que debería yo conocer a cabalidad, descubro que un extranjero conoce mejor esa realidad, esa situación o ese pueblo —su historia, desarrollo y proyección futura— mejor que yo.
Por un momento, parece que lo que me circunscribe —el lugar donde vivo, las personas con quienes convivo, las instituciones a las que pertenezco, la historia de esa estructura social— lo conozco. Hago un repaso de mi historia y voy mirando mi vida personal y, como en un carrusel o en una rueda de la fortuna, voy viendo lo que acaece en la vida de la ciudad y del país: todo es movimiento. El tiempo pasa y, en un abrir y cerrar de ojos, parece que ya no comprendo lo que miro. Mejor dicho, lo que en un momento algo me parecía comprensible, en otro momento —ahora— se me hace incomprensible.
Yo crecí de un ambiente oficialista, de régimen de partido hegemónico, mejor dicho, en una época oficialista: en los setenta cursé la primaria (1972 a 1978); fines de esa década e inicios de los ochenta, la secundaria (1978 a 1981); el bachillerato hasta antes de la mitad de esa década (1981-1984). Estos tres espacios de educación en instituciones oficiales; primero en mi pueblo natal, luego en un municipio que entonces ya era absorbido por la mancha urbana de la capital del país (Tlalnepantla) y luego en la ahora alcaldía de Azcapotzalco (el CCH de la UNAM).
Eran años en que gobernaron Echeverría, luego López Portillo, más tarde De la Madrid. El poderío de un sistema que parecía invencible, al que muchos le temían no someterse a él y, desde luego, muchos se beneficiaban de sus mieles, mientras sectores eran excluidos, ignorados o proscritos. Las elecciones eran una suerte de ritual en la que, por anticipado, se sabía quién iba a ganar. Varias veces acompañé a mi papá a votar y me tocó ver cómo, por la tarde del día comicial, pasaban los militares en sus camiones verde-olivo por las urnas de la casilla, a veces sin aspavientos, a veces con desplantes al modo militar. Nadie hacía mayor cosa; a veces uno que otro representante de algún partido opositor, tímidamente, anunciaba que iba a meter un escrito de inconformidad. Aprendí que los militares sustraían los votos y servían a aquel régimen. Además, la historia oficial que escuchaba en la escuela era contradicha en mi casa. Fueron años de sensibilidad directa. Mi familia, por ambos lados, estaba dividida. Yo siempre seguí la opinión de mi papá: “Este régimen corrupto y corruptor algún día caerá”.
La secundaria se me pasó muy rápido. Descubrir amigos y amigas me envolvieron en una suerte de sustracción de mi espacio familiar. El descubrimiento de otras personas, de conocimientos y de algunas habilidades prácticas (talleres de dibujo y electrónica), el enamoramiento idealista y las amistades incipientes, ocuparon casi la totalidad de esos años. Un par de peleas a cuerpo limpio en medio de un círculo multitudinario, bastaron para hacerme respetar y decidir no andar de peleonero. Las bandas hacían sus destrozos comenzando con sus propias leyendas. Nunca padecí un asalto, aunque sólo una vez un intento en el que —discretos como eran algunos de los asaltantes— lo más que recibí fue un codazo en el camión, al momento en que resguardé mi cartera con mi mano.https://a55c07951ada90e9b244afa9532fc4a4.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-40/html/container.html
En el bachillerato se intensificó la amistad, la guitarra, el baile y el amor. Pero también el conocimiento: las matemáticas me fascinaron, especialmente el cálculo. La filosofía la disfruté tanto por el profesor como por mis primeras lecturas ordenadas. Dos novedades: el latín y la psicología. Me arrepentí después de no haber tomado griego: hubiese aprendido, como lo hice con el latín, la morfología. Y estaba de moda ahí el Frente Nacional de Organizaciones Bolcheviques (FNOB). Los veía como parte del oficialismo universitario. Seguí la perspectiva anticomunista por oposición a ese oficialismo. Además, mi inclinación religiosa parroquial —de la que alguna vez platicaré— no me hizo sensible a seguir la revolución social. Sí, en cambio, a las protestas contra el régimen hegemónico o acompañando a mis amigos para “botear” en favor de algún estudiante caído en necesidad.
Cuando estaba por irme a la UNAM a estudiar Actuaría, un retiro —o dos, no lo recuerdo bien— cambió mi mirada sobre la vida. Tuve inquietudes religiosas. Luego de una charla con un conocido que más tarde llegó a ser un amigo dejé familia, novia y carrera por iniciar. Salí hacia Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, a un periodo de prueba. Por entonces, ese estado estaba en la lucha democrática. La prensa decía en ese tiempo (1984-1985) que el secretario de la defensa estaba coludido con el narco. Me tocó ver cómo soldados del ejército custodiaban un sembradío de amapola. El entonces poderoso secretario de Gobernación, hoy titular de la CFE, también tenía vela en el entierro, según las notas y columnas periodísticas del momento.
Treinta y ocho años después, el dinosaurio sigue vivo, genéticamente modificado; hoy es más feroz, más temible, más inteligente y más corrupto. Lo es porque en ese entonces era cínico. Ahora es hipócrita, se disfraza de una moralidad de la que carece. Bien dice el dicho: Dime de qué presumes y te diré de lo que careces. Esa película ya la sabemos. Sabemos su argumento. El ejército sigue siendo esa arma intimidatoria. Quizá esa es la parte simple.
La parte compleja es que al mirar en conjunto no comprendo por qué una sociedad como la nuestra no aprende de su experiencia, de esos años arduos de construcción de un sistema electoral confiable y eficaz, ciudadanizado, autónomo, constitucional. Todavía por mejorar, sin duda, pero no para hacerlo a un lado y colonizarlo. Leo el informe del Latinobarómetro 2023 y México llama mi atención. Sólo un 35% está en favor de la democracia, cuando hace tres años era el 43%. La democracia le es indiferente —es decir le da lo mismo un régimen democrático que uno no-democrático— al 28%, mientras hace tres años era el 16%. El autoritarismo, por su parte, despierta simpatías; pasó del 22% (2020) al 33% (2023).
México está dividido prácticamente en tres tercios y sólo uno de ellos simpatiza con la democracia. Esa es la parte compleja. ¿Por qué no aprendemos, no digo ya de la historia, sino del pasado reciente? El informe citado plantea que en América Latina —como en nuestro país— la democracia está en retroceso o se encuentra débil. ¿De veras seremos testigos de su muerte y sepultura? ¿O tendremos el talante y el talento de nuestros años juveniles para remontar las circunstancias? No tendremos la energía, pero sí la madurez.