- El director demuestra a sus 87 años que, cuando quiere, aún puede y deja para la posteridad no tanto una filmografía entera como a sí mismo con cada una de sus muchas contradicciones
LUIS MARTÍNEZ / Venecia / EL MUNDO
Hace ya tiempo que Woody Allen dejó de ser un director de cine, escritor ocasional y ya olvidado humorista, para convertirse en casi una ceremonia. En Woody Allen, antes que creer, se militaba y a ver su cine se acudía a cumplir con un rito anual. Por entonces, hablamos de un pasado escandalosamente cercano, Woody Allen era la personificación de todo a lo que aspiraba una persona (más bien hombre) de bien: neurótico, maniático, hipocondríaco, brillante e inteligente hasta la desesperación.
Pero en algún momento, todo cambió. Su hija, su hijo y su ex insistieron en la vieja acusación de abusos sexuales, la sociedad entera (o casi) tomó conciencia de sus muchos errores con respecto a éste y otros asuntos relacionados con su machismo… y el universo se partió en dos (o tres). Woody Allen siguió siendo una ceremonia, pero de la confusión. De un lado, los incondicionales; del otro, los desengañados y, en medio, los separatistas (a un lado la obra; al otro, el autor). Pero nadie ajeno.
Y así, él siempre estuvo y está ahí, película tras película, hasta juntar orgulloso su medio centenar. ‘Golpe de suerte’ es la que hace la número 50, quizá la última. En cualquier caso, la primera en un idioma que no es el inglés. «Siempre deseé ser un cineasta francés», dice. Hay motivos suficientes, por tanto, para cobrar consciencia de su importancia. Los en contra, porque quizá, sólo quizá, le pierdan por fin de vista; los a favor, porque llevan toda una vida esperando algo así, y los otros, porque en algún momento hay que romper la racha, la racha mala. Desde ‘Blue Jasmine’ en 2013, no ha habido grandes alegrías en una filmografía más bien mortecina que, reconocido por él, ha servido más al propósito de hacer turismo por el mundo que a ninguna otra cosa.
Pues bien, buenas noticias, ‘Golpe de suerte’ no está quizás en esa lista de 10 películas incontestables que el director se reconoce a sí mismo («Es un 20%. No está mal», dice), pero tampoco anda tan lejos. Digamos que el último trabajo (tomese en sentido no riguroso) de Allen luce la mirada turbia de ‘Match point’, pero, sobre todo, gasta la certeza inmoral y muy inquietante de una de sus obras mayores: ‘Delitos y faltas’. Y sea por un lado u otro, uno cae en la cuenta rápidamente que esta película ya es otra cosa. Y mucho mejor.
La cinta cuenta lo que ocurre en la vida de una pareja (Lou de Laâge y Melvil Poupaud) rica y parisina (es decir, extremadamente rica) cuando un recuerdo del pasado (Niels Schneider) surge de la nada para amenazar se felicidad de galerías de arte, cenas en la brasserie y fin de semana en el campo. Entonces, puede pasar de todo. La capacidad del ser humano para hacerse fuerte en sus privilegios es infinita. Pero más allá, de lo que pasa está el hecho mismo de por qué pasan las cosas. Nos pasamos la vida buscándole explicación al discurrir de los acontecimientos y, quién sabe, quizá las cosas suceden porque sí. La suerte o la fortuna como el lado más siniestro de eso que llamamos destino. Este es Woody Alen en posición de hacer daño.
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Lo que siempre le ha funcionado al director, muy por encima incluso de su facilidad para la ocurrencia deslumbrante, es la mezcla de tonos, la sorpresa trágica. Buena parte de sus mejores trabajos (el siniestro derroche de Martin Landau en la citada ‘Delitos y faltas‘ a la cabeza) se aprovechan de la disposición digamos relajada del espectador ante la sola mención de su nombre. De hecho, la película entra en escena como lo haría una comedia costumbrista. Feliz, simpática, ocurrente… Hasta que, no necesariamente poco o poco, deja de lucir el sol. Entonces, llueve. Y de qué manera. La DANA cae a plomo y sin aviso en el móvil.
El resultado es Woody Allen de nuevo. Y está bien que Woody Allen sea Woody Allen (que no un señor con sombrero de paseo por Europa) en la última película de Woody Allen. El creyente podrá volver contento a su ceremonia; el descreído curioso tendrá más motivos aún para seguir pensando mal de Woody Allen y hasta verá ratificadas algunas de sus teorías (también las inquinas necesitan de alimento), y el separatista, bueno ése, nunca se enteró de nada. 50 veces Woody Allen.
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/cine/2023/09/04/64f603b1e85ece705f8b4593.html