Nuestra vida pública ha devenido un obsceno escenario por donde se pasean actorzuelos que encarnan un papel cuando se dirigen a sus públicos y, una vez en la penumbra, se quitan las máscaras para ser otros
JORGE VOLPI / EL PAÍS
El expresidente que lanzó la guerra contra el narcotráfico —causa directa de cientos de miles de muertes y desapariciones— celebra las protestas contra los feminicidios. El vocero del actual presidente llama “muro de la paz” a las vallas metálicas colocadas en torno a Palacio Nacional para enfrentar a las protestas feministas. El responsable de enfrentar la pandemia de covid-19 se pasea sin cubrebocas, sabiéndose contagioso, por un parque público y luego se lanza, furibundo, contra los medios que invaden su privacidad. Antiguos militantes de izquierda justifican la represión policial contra las manifestantes feministas. El principal partido de oposición, ferozmente opuesto a la despenalización del aborto, ensalza las protestas del 8-M. El presidente no dice una sola palabra sobre la violencia contra las mujeres y, en vez de ello, alaba la resistencia del muro construido para proteger Palacio Nacional. El partido que convirtió la corrupción en una política de Estado señala, flamígero, el informe de la Auditoría que señala múltiples irregularidades en la gestión de este Gobierno. Altas funcionarias y dirigentes partidistas de Morena, que se presentan como feministas, no dicen una sola palabra sobre la intención de su partido de postular a un político acusado reiteradamente de violación. Activistas de derechos humanos, reconvertidos en funcionarios públicos, solapan los abusos policíacos. Activistas de derechos humanos callan ante los manifestantes que quemaron a un grupo de mujeres policías. Un presidente que se dice progresista —y no hay día que no fustigue a sus rivales de conservadores— pide que tanto la despenalización del aborto como la candidatura del político acusado de violación sean sometidos a consulta pública. La excandidata a la presidencia que abandonó el partido conservador regresa a él para luchar por una diputación en una zona en la que nunca ha vivido. El partido que se presenta como ciudadano postula a un político abiertamente clasista y machista. El antiguo partido emblemático de izquierda se alía con los dos partidos que combatió a lo largo de toda su historia. Un periodista que avaló un montaje policíaco arremete a diario contra el presidente. El candidato que prometió la desmilitarización del país le entrega todo el poder al Ejército. Decenas de periodistas e intelectuales que se enriquecieron con los regímenes anteriores acusan de censura a este Gobierno.
Y los ejemplos podrían seguir y seguir. Si algo caracteriza al México de hoy, aunque habría ejemplos similares en otras partes del mundo, no es tanto la mentira —o lo que hemos llamado posverdad— como la incongruencia. La absoluta incongruencia de nuestros actores públicos. Los ciudadanos padecemos, día tras día, de una brutal y cegadora disonancia cognitiva: escuchamos estos discursos, repetidos hasta la saciedad en las chirriantes conferencias mañaneras del presidente, las exaltadas declaraciones de líderes partidistas, los sibilinos comentarios de periodistas, comunicadores e influencers y, sobre todo, el hediondo batiburrillo de las redes sociales, y apenas cuesta constatar que quienes las profieren, con toda su labia y toda su convicción, suelen haber hecho justo lo contrario de lo que proclaman.
Vivimos en el reino de la incongruencia. Y del cinismo.
¿Cómo podemos tolerar que Felipe Calderón diga que nada supo de los vínculos con el narcotráfico de su brazo derecho, Genaro García Luna? ¿O que Andrés Manuel López Obrador sostenga la candidatura de Félix Salgado Macedonio? ¿O que los panistas hayan compartido todas las imágenes proyectadas sobre la fachada de Palacio Nacional excepto aquella que llamaba a legalizar el aborto? ¿O que Morena no haya usado sus minorías para lograr esa despenalización? ¿Cómo podemos soportar cotidianamente a todos estos políticos, empresarios, activistas, periodistas e intelectuales que dicen una cosa y hacen justo la opuesta? ¿Cómo es que la distancia entre el mensajero y el mensaje se ha vuelto tan abismal?
Nuestra vida pública ha devenido, de pronto, un obsceno escenario por donde se pasean actorzuelos que encarnan un papel cuando se dirigen a sus públicos y, una vez en la penumbra de sus hogares, se quitan las máscaras para ser otros. A ninguno parece ocasionarle un mínimo de vergüenza: en la arena todo se vale, las trampas retóricas, las mentiras, las falsedades redobladas, con tal de enlodar al enemigo. Aunque yo y los míos hicimos cosas mucho peores que tú y los tuyos —pensemos en priistas y panistas—, ahora te las echamos en cara, airados e indignados. O, ahora que llegamos al poder —los morenistas—, hacemos aquello que más criticábamos en la oposición. O, ahora que tomo medidas ultraconservadoras —como militarizar al extremo al país o desoír a las víctimas—, acuso a todos los demás de conservadores. O, ahora que estoy de vuelta en la oposición, te critico por repetir mis propias medidas anteriores.
Por eso se aplauden tanto las pruebas de coherencia, como Estefanía Veloz, militante feminista de Morena, quien dijo que renunciaría a su partido si seguía protegiendo a Salgado Macedonio… y, en efecto, renunció. Que un acto así nos sorprenda es un síntoma claro de cuánto nos hemos acostumbrado al reverso: las maniobras verbales para justificar lo injustificable.
Vivimos en el reino de la indecencia.
Si algo nos urge, en este panorama desolador, es el auténtico periodismo de investigación. Aquel que nos sirva como ayuda de memoria para desenmascarar la incongruencia y, como espejos de Dorian Gray, nos recuerden quiénes se ocultan detrás de los pulcros rostros de quienes, con tanto orgullo y convicción, acusan a los otros de lo que ellos mismos son.
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Fuente: https://elpais.com/mexico/opinion/2021-03-14/la-indecencia.html