Los Periodistas

El camarote 15,218 (1) |

Una semana a bordo del megacrucero Seashore, una ciudad flotante de 339 metros de eslora y 7.000 habitantes

Nos embarcamos en el ‘MSC Seashore’ para contar desde dentro cómo funciona este barco gigante de recreo… y los extraños rituales de la fauna que lo habita: «Cuando te empiezas a orientar es cuando tienes que marcharte»

FOTOGRAFÍAS DE SANTIAGO SAIZU

JORGE BENÍTEZ / PAPEL

En la terminal del puerto de Valencia destinada a cruceros, la azafata que comprobaba nuestros billetes para embarcar tuvo un pequeño desliz:-¿Van entonces ustedes juntos? -, preguntó. -Sí, pero nos alojamos en habitaciones separadas. Ella puso cara de extrañeza y sonrió. Se hizo un silencio de tres segundos hasta que su compañera de mostrador salió en su auxilio: «Claro, serán amigos». Ellas rieron. Yo reí. Todos reímos.

No me había embarcado y ya había sido catalogado por esa chica como un sugar daddy con objetivos homoeróticos.

La culpa de esa percepción errónea era más bien administrativa: mi DNI registra 43 años de edad, mientras que el de Santi -el fotógrafo que me acompañaba en esta aventura- refrenda sus 20 años de insultante juventud.

Un crucero de una semana de duración supone tal bombardeo de malentendidos, de estímulos y actividades, de comidas, cócteles y quemazones cutáneos, que recogerlos exige un proceso de rumiado una vez atracado en puerto seco. A lo largo de esta semana voy a intentar poner todo en orden y contar lo mejor posible cómo ha sido la travesía en uno de ellos surcando el Mediterráneo con escalas en Marsella, Génova, Civitavecchia, Palermo e Ibiza.

Sepan antes que nada que durante este viaje he ido a clase de kizomba, un baile sensual de Angola que dicen que está muy de modaHe intentado entender por qué los ingleses madrugan para ocupar con sus toallas las tumbonas de cubierta. He dejado de intentar entender por qué nunca sonrío cuando me hacen una foto.

He detectado más chancletas que en las 11 temporadas de Los vigilantes de la playa. He fichado tatuajes de amor, de lenguas de la Tierra Media y de ofidios. He visto uñas de príncipe, redondas, cuadradas, redondas cuadradas, ovaladas, en forma de almendra, estiletes y con psoriasis.

He aprendido a bordo a decir «cubierta» en vez de «planta» y «cabina» o «camarote» en lugar de «habitación». He conducido en un simulador de Fórmula 1. He resistido con dignidad una hora en una mesa de blackjack con 20 euros en fichas ante unos eslavos forrados tan ebrios que creían que yo era ruso parlante.

He escuchado a centenares de italianos cantar Gloria de Umberto Tozzi con la excitación de un coro evangélico. Me he tirado por un tobogán de tubo translúcido con forma de intestino grueso. Un cocinero prestidigitador me ha lanzado en una exhibición culinaria un trozo de tortilla a la boca para que lo cazara al vuelo como una foca.

He constatado que necesito una crema solar superior al factor 50. He desafiado al menos tres normas de tráfico en un taxi en Marsella. He sudado en una sauna y he revitalizado mi circulación sanguínea en una cámara frigorífica con nieve.

He aprendido de un camarero filipino que la vida es corta y de un jubilado español que nunca es demasiado larga. He sabido que el karaoke fue inventado para rebajar la autoestima de quienes la tienen alta.

Y he comprobado que David Foster Wallace no era, como creía, cien veces mejor corresponsal de crucero que yo, sino mil.

Todo eso por haber aceptado este encargo de mis jefes. Por enrolarme con un bloc de notas y ser un objeto de deseo estadístico: cumplía a rajatabla la edad media del crucerista nacional (43,6 años) y había elegido el destino más demandado por los españoles (84%): el Mediterráneo.

Con estas credenciales, el 22 de junio embarqué en el MSC Seashore, un barco de 339 metros de eslora que es un palmo más alto que el Palacio de Cibeles (74 metros), la sede del Ayuntamiento de Madrid. Blanco como la sal, este castillo flotante cuenta con 33 ascensores, cinco piscinas, joyerías, teatro, una galería de arte, 12 bares, una barbería, 11 restaurantes y hasta una cancha de baloncesto.

Todo en esa nave era superlativo. Las escaleras del vestíbulo tenían cristales de Swarovski y su galería central desembocaba en una reproducción gigante de Times Square, cuyo calendario cambiaba de década en función de la música que interpretaba el pianista-cantante de la noche. Eso no era todo, el decorado neoyorquino se completaba con una Estatua de la Libertad de tres metros de altura que escoltaba al casino.

El líder moral y técnico de esta expedición colorista de más de 7.000 personas, entre pasajeros y tripulación, era el capitán Giuseppe Galano. Por su nombre me esperaba un Juan Luis Galiardo de comedia italiana de los años 70, pero cuando lo vi me pareció más bien un señor formal con un cierto aire a Aldo Moro.

Debo reconocer que nuestra relación fue muy limitada. El primer contacto fue visual y se produjo cuando dio su discurso de bienvenida al pasaje durante la presentación de los miembros más destacados de la tripulación. Lo hizo en una ceremonia de un cuarto de hora liderada por el director del crucero con música y luces muy del estilo de la elección del draft de la NBA.

El segundo fue más íntimo y literario: una carta firmada por él que recibí en mi camarote me recriminaba no haber acudido a una charla sobre seguridad naval destinada a los pasajeros recién embarcados. Confío, capitán Galano, en que acepte mis disculpas retroactivas. Cumplí su requerimiento y me tragué el vídeo correspondiente.

Me tocó el camarote 15.218, en la planta, perdón, puente 15, bautizado como Cabo Byron en honor al punto más oriental de Australia.

Disponía de una cama grande y cómoda, un baño estrecho pero aprovechado, un televisor (cuyos primeros 20 canales retransmitían información sobre el crucero como un Ministerio de la Verdad), un sofá y un balcón con vistas al mar en el que uno encontraba sosiego cuando cesaba el trasiego yeyé.

Una vista privilegiada que compartía con los huéspedes de mi lado del pasillo, mientras que los de enfrente dormían en cabinas interiores y carecían de ventana. Lo sé porque cuando abría mi puerta y me cruzaba con un vecino frontal, notaba que estiraba el cuello para chequear mis aposentos a la vez que yo hacía lo mismo con los suyos. Era algo un poco ridículo: durante unos instantes parecíamos dos jirafas en un intento absurdo de apareamiento que se daban los buenos días.

El camarote era muy agradable, de una clase media acomodada dentro de la oferta inmobiliaria del crucero. Supongo que mi vecino frontal sentía por mí lo que yo por la clase aristocrática del barco, la hospedada en el Yatch Club: un cierto odio de clase. No sabía nada de ella, salvo por un vídeo de MSC Cruceros que encontré en YouTube en el que se mostraba el tamaño envidiable de sus suites, una piscina privada y el acceso privilegiado en los embarques.

Durante el viaje me pregunté a menudo si los VIP tendrían cancha de tenis, porque me intrigaba que se pudiera practicar este deporte en el mar. En una encuesta improvisada que realicé: unos pasajeros creían que sí, otros que no. Finalmente su existencia fue desmentida cuando planteé celebrar un torneo de Wimbledon septuagenario y ejercer de juez de silla.

Uno de los primeros prodigios que uno contempla en un crucero se produce al llegar por primera vez al camarote asignado y tu maleta facturada te espera en la puerta. Esto se debe a personas como Ary, un indonesio que se encargaba de la limpieza de mi área y representaba como nadie la amabilidad del personal. La discreción de Ary no me impidió averiguar que era natural de Bali y que se sabía unas cuantas palabras en español con un acento muy logrado.

Lo más fascinante era que salvo que se le buscara no se mostraba a la vista. Para mí era como un fantasma. Cada día hacía la cama, doblaba las toallas con elegancia geométrica y me dejaba por las tardes junto a la almohada el programa de actividades del crucero para el día siguiente. Todo sin ser detectado. Cuando descubrí que había un sistema de luces pegado a la puerta que le permitía averiguar mi presencia o ausencia en la cabina, sentí cierta decepción. Me gustaba pensar que hacía su trabajo gracias a sus poderes telequinéticos.

A Ary recurrí en más de una ocasión cuando me perdía por mi pasillo de largas rectas y enmoquetado con círculos y ovoides con un estilo marinero que nunca descifré. Así aprendí que perderse forma parte del encanto de un crucero, porque la exigencia de la puntualidad, salvo en las cenas y los espectáculos, parece haberse abandonado en tierra. «Cuando te empiezas a orientar, es cuando tienes que marcharte», me reconoció Paco, jubilado y más experimentado crucerista.

La orientación es un juego que está relacionado con una tarjeta que te hace entrega la naviera cuando embarcas. Debes llevarla siempre porque sin ella eres como un desaparecido en un accidente en la montaña: se supone que estás vivo pero ándate con ojo. Es la llave de tu camarote, tu pasaporte para salir en cualquier puerto y el medio de pago a bordo.

En una ocasión la perdí en el bufé y acudí al mostrador de atención al cliente a la espera de una reprimenda o una multa por solicitar un duplicado. Sin embargo, allí la tenían custodiada: un alma noble la había encontrado en el suelo y bajado 10 niveles para entregarla.

En los temas de identificación resultaba inquietante cuando un empleado pasaba la tarjeta por su tablet cada vez que se solicitaba un servicio. Operación imprescindible porque en el barco no se aceptaba efectivo, salvo en el casino. Tampoco tarjeta de crédito. No sólo se veían en la pantalla tus datos y las fronteras de tu poder de consumo, sino una foto que el sistema informático tardaba un poco en cargar que había sido tomada durante el check in. Esa imagen no sólo confirmaba mi ya anunciada falta de fotogenia, sino que me mostraba como el retrato robot de un presidiario de Soto del Real.

La sirena anunció la salida del puerto de Valencia justo cuando terminé de deshacer la maleta. Empezaba un viaje en el que me correspondían 6,7 metros cuadrados de las zonas comunes del barco y una fracción aún por determinar de algunos de los golosos víveres acaparados en bodega para la semana: 3,2 toneladas de marisco, 47.300 huevos y 302 kilos de jamón.

Ya era uno de los más de medio millón de españoles que en 2023 harán un crucero y entraba en el club del 19% de la población que lo ha probado al menos una vez.

Pero los números son tanto una virtud como un peligro. Corría el riesgo de creer que lo que no se mide, no existe. Y eso es una trampa estadística. Como polizón de la curiosidad a mi lo que me interesaban eran las variables que no aparecen en estudios y registros.

¿Cuántos orgasmos se producirían la primera noche en alta mar en aquel barco? ¿Cuántos de estos serían fingidos? ¿Cuántos bebés se despertarían de madrugada por el casi indetectable rumor del oleaje? Y no menos importante: ¿Cuántos pasajeros probaríamos por primera vez el Jalisco Sunrise?

Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2023/07/30/64c67a49fdddffff718b457d.html

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