Los Periodistas

El chupito de aceite

#ElRinconDeZalacain | Un poco de aceite de oliva antes de desayunar, costumbre muy antigua

Por Jesús Manuel Hernández*

La comadre Julita tenía algunas aficiones muy antiguas rodeadas de misterios y sincretismo donde lo mismo mezclaba la medicina tradicional con las pastillas nocturnas del Valium, esas combinaciones le dejaban muchas dudas a la familia de Zalacaín.

Tenía una especial afición a comprar el aceite de oliva español, de contrabando, envasado en unos botes azules de Ybarra, pero no lo usaba para condimentar ensaladas o para cocinar el bacalao, lo empleaba para hacer unas infusiones con ruda y ajos; las hojas de la hierba se las colocaba como “chiqueadores” en la “sien” entre el ojo y la oreja y le calmaba los dolores de cabeza, pero la infusión con ajo la tomaba en una cucharadita en ayunas a veces completada con unas gotas de limón, le resultaba benéfica para la digestión y para aclararle las escleróticas de los ojos, afectadas, según se enteraría después el aventurero por alguna enfermedad del hígado.

Estos recuerdos le afloraron cuando un amigo español le envió el enlace de un TikTok de una especialista en estos temas del aceite de oliva, Glowwithella recomendaba beber todas las mañanas un “shot” de aceite de oliva extra virgen con un poco de limón para prevenir enfermedades del hígado, ayudar a las condiciones de la piel, mejorar el apetito y una cantidad de beneficios al organismo, quizá desconocidos por la comadre Julita.

Zalacaín había conocido a un delegado de un partido político en Puebla quien también tenía por costumbre tragarse dos o tres dientes de ajo, pelados, y bajados con un trago de aceite de oliva, el delegado aquel vivió muchos años y no murió de cirrosis, sino de un golpe en la cabeza.

En alguna cata de aceites de oliva, hace algunos años, en una celebración de Madridfusión, Agustín Santolaya le había puesto enfrente varias copas de extravirgen derivados de diversas variedades de olivas donde resaltaban los olores y sabores cítricos, de pasto, herbáceos, incluso salinos y marinos. Toda una experiencia haber degustado tantas pruebas de aceite de oliva.

Las aceitunas son de los frutos más antiguos usados por la humanidad, de ellas deriva el aceite, de los más preciados ingredientes alimenticios y religiosos. Agustin Santolaya le había explicado a Zalacaín hacía unos 20 años cómo reconocer los sabores de almendra, heno, manzana, los afrutados ácidos y dulces, la hierba recién cortada o la alcachofa y con ojo avizor a identificar los colores, desde el verde profundo, al dorado, los colores transparentes, limpios o turbios, algunos con tonalidades de jade o del brillo del sol.

Aquel Dauro de L’Empordá, producto de olivas arbequina, hojiblanca y koroneiki de Girona le había formado el paladar.

El mundo del aceite de oliva es un mundo aparte, tan importante como el de los quesos, los vinos o los vinagres, por desgracia no apreciado en México en todas sus dimensiones.

Recordaba el aventurero aquellas discusiones en la mesa donde algún comensal exigía una bolitas de mantequilla, pan y sal para empezar a comer, contra las preferencias mediterráneas de verter un poco de aceite sobre una tostada de pan y saborear, o aquella práctica italiana donde el vinagre de Módena se sumergía intentando conseguir unidad con el jugo de la oliva.

Y luego vendrían las charlas de las historias del aceite, sus orígenes, para unos más cercanos al Mediterráneo para otros más insertos en Asia; al final, el aceite de oliva se había ganado su lugar en todos los espacios de la gastronomía sin depender de su nacionalidad.

Cuántos recuerdos del aceite de oliva, de las prensas de piedra donde llegaban los canastos de la variedad picual recién recolectadas y depositadas para prensarse y obtener el primer jugo, se le llamaba “Aceite de primera prensa en frío” cuya acidez era ridícula, apenas alcanzaba el 0.1 por ciento, ese, sin duda debía ser el elegido por la tiktokera aquella para meter al organismo el primer shot del día, salvo por el limón.

Zalacaín fue a la alacena y buscó entre los aceites de oliva, aún estaba aquel Dauro, marca desaparecida, obsequiado por su amigo Agustín Santolaya, lo emplearía no para condimentar las ensaladas, menos para regar al gazpacho, se tomaría todos los días un medio caballito de tequila, pero con aceite, quizá con ello podría recuperar, como decían los antiguos, bajar de peso, mejorar la digestión, combatir el estreñimiento, por suerte nunca padecido por el aventurero Zalacaín, proteger el hígado y ayudar al corazón… Pero esa, esa es otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com

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