En ‘Los diarios del opio’ (Ariel), el periodista David Jiménez sigue las huellas de grandes escritores por Oriente. Publicamos el capítulo donde revela la salvaje búsqueda de inspiración del Nobel británico
DAVID JIMÉNEZ / EL CONFIDENCIAL
Hay que reconocer a los fundadores de Pakistán claridad sobre lo que esperaban de su país cuando le pusieron el nombre. «Tierra de los Puros». Para los que no creemos en la pureza, ni en la de las personas ni en la de los lugares, ni siquiera en la propia, es inevitable viajar cargados de escepticismo a un destino que se presenta inmaculado desde el nombre. Quizá por eso, cada vez que me tocó viajar a Pakistán no iba con el entusiasmo típico de una excursión del colegio. Además, siempre iba persiguiendo malas noticias. O quizá eran las malas noticias las que me perseguían a mí. La guerra. Un terremoto en Cachemira. La voladura del Marriott de Islamabad, apenas unos días después de hospedarme en él. Yihadistas enfurecidos prendiendo fuego a escuelas donde se permitía estudiar a las niñas, no fueran a convertirse en mujeres libres y dueñas de su destino. Otro magnicidio.
En diciembre de 2007 estaba presentando en Santander mi primer libro, Hijos del monzón , cuando recibí una llamada del periódico para informarme del asesinato de Benazir Bhutto, que había sido dos veces primera ministra y estaba en campaña para su tercer ascenso al poder. Mujer, laica y odiada por los islamistas y los militares, tenía pocas posibilidades de escapar a la maldición del clan de los Bhutto. Su padre, el cuarto presidente de Pakistán, Zulfikar Ali Bhutto, había sido depuesto en un golpe de Estado y enviado a prisión, donde escribió Si soy asesinado, unas memorias con un título visionario sobre lo que lo esperaba. Era un hombre terco, como él mismo reconoce en su testamento literario: «No estoy hecho de madera que se quema con facilidad». El dictador que tomó el poder y sentó las bases de la radicalización religiosa de Pakistán, el general Zia, ofreció al líder depuesto marcharse al exilio: le perdonaría la vida si renunciaba a la política durante diez años. Bhutto se negó y fue ahorcado el 4 de abril de 1979, una cita a la que acudió después de haberse afeitado cuidadosamente en su celda. Los cementerios están llenos de personas sin miedo o que, si lo tienen, encuentran la fórmula para que no gobierne sus vidas.
Nada más saltar la noticia del asesinato de Benazir Bhutto tomé un vuelo de Santander a Madrid, desde allí hasta Londres, luego a Dubái y finalmente a Islamabad, tratando de llegar a tiempo para cubrir los funerales y la reacción en la calle. No hay cliente más fiel para una agencia de viajes que el reportero. Reserva en hoteles de los que todos los huéspedes se han marchado y ocupa la única plaza en aviones que vuelan a lugares de donde la gente trata de huir. Bilal, a quien en mis viajes a Pakistán pluriempleaba como conductor y traductor, me esperaba en el aeropuerto. Estaba triste porque había albergado grandes esperanzas de que Benazir Bhutto mejorara las cosas, a pesar de las sospechas de corrupción que pesaban sobre ella. Bromeamos sobre la remota posibilidad de que, entre todas aquellas desgracias que me traían de vuelta cada poco tiempo, un día pudiéramos trabajar en una historia pakistaní con final feliz.
—Insha’Allah —dijo—. Insha’Allah.
Unos años después surgió la oportunidad de cumplir mi promesa. Había estado en Afganistán, cubriendo la guerra y visitando a los soldados españoles destinados en Herat, y mi avión de regreso a casa, desde Islamabad, no partía hasta unos días después. Bilal me propuso que fuéramos a su ciudad natal de Lahore, donde me aseguró que conocería «el otro Pakistán». Mi guía era un punyabí joven y divertido que estaba harto de la hipocresía de los mulás y generales que se pasaban todo el día predicando una vida piadosa, pero guardaban whisky en despensas secretas y rara vez se conformaban con las cuatro esposas que les permitía el Corán. La virtud, en lugares como Pakistán, era algo que se exigía a los pobres.
—Lahore es el único sitio donde se puede ser libre —me dijo Bilal. Y luego puntualizó—: A ratos.
¿Un Pakistán no tan puro? Me pareció una oferta irresistible.
A la mañana siguiente se presentó en mi hotel con dos amigos, sin decirme todavía que el plan consistía en que el periodista extranjero sufragara su fin de semana de fiesta en Lahore. Me pareció un trato justo, a cambio de que me enseñaran los secretos de la ciudad que, en palabras de Rudyard Kipling, tiene el «desorden asiático que, con un poco de tiempo, le dará a un hombre todo lo que necesita».
La carretera desde Islamabad era buena para lo que acostumbra Pakistán, doble carril y pocas curvas. El viaje prometía, además, porque es imposible aburrirse en una carretera pakistaní. Sus conductores son incapaces de mantenerse en línea recta en un solo carril, algo que siempre aporta emoción; tampoco sabes qué encontrarás en el cambio de rasante, una vaca o un asceta en peregrinación; y la experiencia incluye la adrenalina de tener que adelantar a camiones que parecen sacados de la película Mad Max. Si los camiones pakistaníes son desesperadamente lentos y pesados, quizá sea para darte tiempo a observar esos adornos que los convierten en piezas de arte en movimiento. Parecen museos sobre ruedas, embellecidos con flores, murales, animales, motivos religiosos, retratos de políticos nacionales o de estrellas de Lollywood, la meca del cine de Lahore que es una versión reducida del Bollywood indio. Tiene sus mismos actores de expresión siempre exagerada, bailes sensualmente folclóricos, canciones pegadizas y coreografía inigualable en su sincronización, salvo para los robóticos militares norcoreanos.
El arte de los camiones pakistaníes, que pasó desapercibido durante décadas, ha sido descubierto y exhibido en galerías de Europa y Norteamérica. Artistas como Haider Ali, uno de los más reconocidos, han mostrado sus pinturas en el Smithsonian Museum, así que mi viaje a Lahore estaba cumpliendo el doble propósito de llevarme a mi destino y alimentar mi alma cultural, con el añadido de la emoción de los adelantamientos temerarios de Bilal. Veías más arte en una carretera pakistaní que en esas galerías vanguardistas por cuyas obras se pagan fortunas y que las limpiadoras confunden a veces con basura, para desconsuelo de los artistas y críticos con capacidad de ver lo que a los demás se nos escapa.
A medio camino, mis guías reiteraron la promesa de que ni siquiera los islamistas habían podido acabar con el oasis de los impuros. Lahore no solo acogía la industria cinematográfica del país, sino las mansiones donde la elite bebía alcohol en la clandestinidad —»Oigan», dije: «Eso pasa también en Karachi e Islamabad»—, locales de alterne innombrables regentados por chinos y parques por donde pasean «las mujeres más fáciles de besar del país», según me confesó Bilal. Después admitió que las probabilidades de conseguirlo seguían siendo mínimas. «Pero en Lahore al menos te dejan soñar con la posibilidad», suspiró.
Llegamos poco antes de la puesta de sol. Una luz dorada caía sobre la ciudad mientras dejábamos atrás mezquitas históricas cuya majestuosidad despertaría la espiritualidad en el más ateo de los viajeros. Nos recibieron fuertes derribados y construidos una y mil veces, monumentos levantados en honor de quienes los habían defendido, prueba de que la historia la esculpen los vencedores, y bazares bulliciosos. Los mercados estaban llenos de personas que sin duda sabían a dónde iban, pero que parecían estar dando vueltas sobre sí mismas y sin destino concreto.
Nos dirigimos a la casa de Bilal, un chalet de una planta sin apenas muebles ni decoración, con muchas alfombras por todos lados. Nos sentamos a cenar dal amarillo con arroz y pollo. Alguien trajo cervezas muy frías y prohibidas. Sabían mejor así. Un profesor que quisiera captar la atención de sus jóvenes alumnos podría describirles la historia de Pakistán a través del consumo de alcohol, que ha sufrido diferentes grados de tolerancia según quien gobernara el país. Tras la partición de la India, en 1947, los primeros líderes del país se mostraron bastante permisivos hasta que el empuje islamista endureció la política. Curiosamente fue Bhutto padre, en un guiño a los mulás que le hacían la vida imposible, quien prohibió en los setenta que los musulmanes consumieran alcohol, bajo castigo de ochenta latigazos. Ni la ley ni la posibilidad de morir envenenado, algo que sucede a menudo por culpa de brebajes tóxicos que se preparan en casa, habían logrado que los pakistaníes dejaran la bebida. Las clínicas de desintoxicación son un buen negocio en las grandes ciudades, aunque no se publicitan y suelen hacerse pasar por centros de adelgazamiento. Los líderes del país, con más o menos disimulo, tienen una larga tradición de empinar el codo. La segunda esposa de Imran Khan, la estrella local del críquet que llegó a primer ministro, cuenta en sus memorias que a su ex le iba de todo, desde el whisky hasta la cocaína. Cuando lo entrevisté, antes de su llegada al poder en 2018, su imagen de playboy de discoteca había dado un giro de ciento ochenta grados para hacerse elegible. Se quitó las Ray-Ban, en lugar de vaqueros vestía el tradicional salwar kameez y renegaba de la vida decadentemente occidental del pasado, en un intento de ganarse el voto conservador. Mientras lo escuchaba, pensé que en cualquier momento abriría el cajón de su escritorio y sacaría una botella de brandi, una tradición entre los generales que se dejaban entrevistar por periodistas extranjeros. «No perdamos las viejas costumbres», habría dicho. En su lugar lanzó un discurso sobre la decadencia occidental, el colonialismo opresor, los males de la cultura libertina y la hipocresía como mal de la política actual. «He aquí una opinión autorizada», pensé.
Cuando mis colegas de viaje estuvieron suficientemente entonados, salimos en dirección a la ciudad amurallada, ya de noche, y nos adentramos en el barrio del Bazar de Diamantes o Hira Mandi. Seguí a Bilal hacia una calle oscura y entramos en un edificio que parecía que iba a derrumbarse en cualquier momento. El tipo de la entrada nos dio una pulsera de flores a cada uno y nos señaló la escalera de espiral por donde debíamos subir. Llamamos a la puerta y nos abrió una mujer envuelta en un colorido sari, con largos pendientes y vistosos collares. Fuimos conducidos —empezaba a acostumbrarme a dejarme conducir— por un pasillo hasta una habitación en la que había varios hombres sentados en el suelo con las piernas cruzadas, expectantes. También nosotros nos sentamos en silencio en los huecos que quedaban libres. Al rato apareció una joven con el pelo hasta la cintura y un pendiente en la nariz, enfundada en un salwar de lentejuelas plateadas. Cargaba con un gran radiocasete Sony de los años ochenta, que apoyó en un mueble; le dio al play y empezó a moverse al son de música del Punyab, girando sobre sí misma y danzando entre los invitados. Los hombres se animaron y empezaron a acompañarla dando palmas y lanzando pétalos de flores al aire, mientras la mujer nos regalaba miradas seductoras a todos y a ninguno en particular, en un juego que en Hira Mandi se aprendía de generación en generación. Este no era, efectivamente, el «País de los Puros» que había conocido hasta entonces. En Islamabad, en víspera de la guerra de Afganistán tras los atentados del 11-S en Estados Unidos, visité un tugurio regentado por chinos que también rompía las reglas y duró poco. La presión obligó después a cerrar también el Club de la ONU y un par de burdeles con prostitutas rusas. El distrito rojo de Lahore, sin embargo, lo desafiaba todo para seguir abierto. Un pacto secreto colectivo, inconfesable y oculto, envuelto en un sinfín de ambigüedades, lo mantenía operativo.
Cuenta la leyenda que el emperador Akbar el Grande encontró a su concubina favorita, Anarkali, entre las bailarinas de Hira Mandi. El romance se torció cuando el rey descubrió que su amada tenía una aventura con su hijo Jahangir. Anarkali, «flor de granada», fue emparedada viva en palacio como castigo por su infidelidad. Akbar desheredó a su hijo y este organizó una rebelión para hacerse con el poder que terminó con su ascenso al trono en 1605. Una de las primeras instrucciones del nuevo emperador fue construir para su amada una tumba forjada en oro, rodeada de jardines.
El relato tiene innumerables versiones y ha sido puesto en duda por los historiadores, pero durante mucho tiempo sirvió para extender la creencia de que las mujeres más bellas del subcontinente estaban en el Bazar de Diamantes. La música, el baile y el arte de la seducción se han transmitido desde entonces de madres a hijas, y los hombres, príncipes o plebeyos, no han dejado de adentrarse en su mundo de misterio y decadencia en busca de amor, sexo o entretenimiento. La clientela de príncipes mogoles fue sustituida por oficiales británicos y estos por generales pakistaníes, más tarde por mercaderes adinerados y hoy por cualquiera que tenga veinte dólares en el bolsillo.
La historia de Nadia
Lejos quedan los días en que las jóvenes de Hira Mandi triunfaban como cantantes, y ojeadores profesionales se sentaban entre los cojines tapizados en seda de las salas de baile, en un intento de localizar a la próxima estrella de Lollywood. Hoy es más probable toparse con traficantes árabes del comercio de esposas, empresarios locales y turistas sexuales procedentes de otras partes de Pakistán. Unas pocas kothas, o casas de baile, mantienen el negocio abierto gracias a su ambigüedad: ¿teatro o burdel?, ¿baile o proposición?, ¿tradición o simple intercambio de favores? Hira Mandi ha sido reducido a eso: el secreto peor guardado de Lahore.
Nadia estaba siendo preparada por su madre en una habitación contigua al salón principal donde nos encontrábamos. Los padres suspiran en Pakistán por el nacimiento de un varón, pero la llegada de Nadia fue celebrada con júbilo porque era una garantía de que la tradición y el negocio podrían alargarse una generación más. La niña empezó a ser instruida a los nueve años en el canto, el baile y el poder de la mirada, separada de los hombres de la familia y de posibles pretendientes para no contaminar una pureza destinada a sacar al clan de la miseria. Nadie le preguntó si quería ser otra geisha del Asia meridional, profesora de escuela o médica. Si tenía otros sueños que no fueran entretener a hombres a los que no conocía de nada, y que podrían ser sus padres o abuelos, era un detalle sin importancia para los suyos. En su debut, con catorce años, bailó para un grupo de hombres que pujaron por ella al final de la actuación. Esa noche perdió la virginidad. Me lo contó en la trastienda de la casa, una habitación pequeña y sin ventanas que hacía de camerino:
—Mi madre me entregó al hombre que ofreció más dinero por mí. Fui con él sin protestar, fue un honor ser escogida.
Su madre asintió, mientras la peinaba y maquillaba como una muñeca:
—Le he enseñado todo lo que necesita saber, de la misma forma que mi madre me lo enseñó a mí y mi abuela a mi madre.
Antes de salir a escena, Nadia recibió la misma batería de consejos de otras noches. Su madre lleva suficiente tiempo en Hira Mandi para haber visto cómo se rompen
los corazones de las jóvenes que creen que saldrán de allí en brazos de un galán pasajero. Le dice: «Sé siempre amable con el cliente. Si te quiere tomar de la mano, déjate. Y, sobre todo, nunca te enamores. Ningún hombre de Pakistán se casa con una chica del Bazar de Diamantes».
Ningún hombre que no sea el emperador Akbar, claro.
Un desliz en la «Tierra de los Puros». Eso es Lahore. La ciudad a la vera del río Ravi fue durante siglos cuna de poetas, artistas, pensadores libres y viajeros libertinos. Sus reyes, desde el sultán Mahmud en el siglo XI hasta los mogoles, se esforzaron por mantenerla abierta a nuevas ideas y permisiva con las debilidades de la naturaleza. Cuentan las crónicas de la época que los trovadores solían recitar en público, a cambio de aplausos y monedas. Artistas de todo Oriente venían buscando inspiración y una forma de ganarse la vida. Lahore fue después la última gran ciudad india conquistada por el Imperio británico y con el Raj desembarcaron aventureros y funcionarios, vividores, emprendedores y mercenarios e intelectuales.
Uno de los que escogieron la ciudad para instalarse fue John Lockwood Kipling, un hombre extremadamente culto, escultor y oficial británico, que previamente había sido profesor en Bombay y que llegaría a dirigir el museo de Lahore. En 1882 se unió a la aventura su hijo, el futuro premio Nobel más joven de la historia, Rudyard (1865- 1936). Aunque nacido en Bombay, el escritor fue enviado primero a un hospicio a los seis años y después a un internado para hijos de oficiales en Devonshire, antes de reunirse con la familia en Lahore. El joven Kipling tenía dieciséis años y nada más llegar encontró un empleo como asistente del director en The Civil and Military Gazette, el periódico local dirigido por Stephen Wheeler. Imprimía seis veces a la semana, todo el año salvo los días de Navidad y Pascua. Fue en aquella pequeña redacción, asumiendo responsabilidades improbables para su edad, donde Kipling forjó su disciplina como escritor y se ganó un nombre como cronista antes de recorrer la India como corresponsal.
Lo deslumbran la vida nocturna, el exceso de humanidad, el bullicio de los mercados, la decadencia de los fumaderos de opio, la adrenalina de las casas de juego y la impudicia del Bazar de Diamantes, con sus mujeres en alquiler y sus promesas de perdición
El joven reportero traslada a los lectores la vida de los clubes, las villas, los jardines y los campos de polo donde se entretienen los hijos del imperio, pero no se queda ahí y busca el contraste con la Ciudad Amurallada —sucia, caótica y maloliente— donde se hacinaban los indios. En aquellos días, los médicos desaconsejaban traspasar la puerta de Delhi que daba acceso al casco viejo, alertando de graves enfermedades. La policía imperial no se hacía cargo de lo que pudiera sucederles a quienes cruzaran esa frontera entre dos mundos que vivían juntos, completamente separados. Lo prohibido: ¿podía haber mayor invitación para un joven nada convencional, con ganas de experimentar y que sufre de insomnio en las calurosas noches de Lahore? Un verano, cuando lleva un par de años en la ciudad, y los expatriados se han marchado a la montaña en busca de un clima más fresco, decide adentrarse en el lado desconocido de la ciudad. Para él será un viaje sin retorno. Lo deslumbran la vida nocturna, el exceso de humanidad, el bullicio de los mercados, la decadencia de los fumaderos de opio, la adrenalina de las casas de juego y la impudicia del Bazar de Diamantes, con sus mujeres en alquiler y sus promesas de perdición. El mismo Kipling que un día escribirá legendarios libros infantiles como El libro de la selva se sumerge en la decadencia oriental, un mundo de posibilidades infinitas, contrastes y colores radicalmente opuesto a la burbuja colonial en la que vive por entonces. No puede contenerse y lo refleja en la Gazette, el diario al que se refiere como su «amante» y donde comenzará a mostrar una escritura temeraria: «Explotada adecuadamente, nuestra ciudad, desde Taksali hasta la puerta de Delhi, y desde el campo de lucha hasta Badami Bagh, produciría una pila de novelas que convertirían La ciudad del sol en ‘agua para vino».
La combinación de juventud, rebeldía y curiosidad, en una Asia en la que Kipling encuentra ese lugar donde «no existen los diez mandamientos y un hombre puede saciar su sed», lo llevan al lado oscuro de los deseos. Experimenta con el opio y no puede resistirse a contarlo en La puerta de las cien penas, un relato breve donde describe su visita a un fumadero situado junto a la mezquita de Wazir Khan:
«Quisiera morir como la mujer del Bazar, en una estera limpia y fresca, con una pipa del bueno entre los dientes. Cuando sienta que me voy se lo pediré a Tsing Ling y podrá seguir retirando mis sesenta rupias por mes, hasta que se harte. Luego me echaré de espaldas, tranquilo y confortable, y veré a los dragones rojos y negros pelear su última batalla, y después…
Después, nada me importa mucho a mí; solo quisiera que Tsing Ling no pusiera afrecho en el Humo Negro».
El gran escritor que empieza a emerger, sin haber cumplido los diecinueve, se muestra insaciable en la búsqueda de más y más sensaciones. Como tantos occidentales que hicieron el viaje antes y después que él, juega con ventaja: ha encontrado un lugar donde todo lo prohibido, lo moralmente inaceptable en Europa, puede realizarse bajo la cobertura de la distancia y el pretexto del Este. Kipling se perdió en la noche oriental como se siguen perdiendo tantos expatriados, de Saigón a Ulán Bator y de Pattaya a Manila. En Bangkok las empresas de mudanzas internacionales tienen un servicio de asesoría destinado a las esposas de los extranjeros recién llegados, donde se las informa de las tentaciones a las que se van a enfrentar sus maridos y de la mejor forma de combatirlas. No hay nada parecido para ellos, porque el de los expatriados sigue siendo un mundo donde se espera que las mujeres sean meras acompañantes de la aventura profesional de sus parejas. En África o el Caribe existen versiones reducidas del turismo sexual para mujeres occidentales. En Asia, es un club exclusivo de hombres. En mi apartamento de Bangkok, en la avenida de Sukhumvit, las rupturas matrimoniales de familias recién llegadas eran la norma. Banqueros, financieros o profesionales que descubrían la noche local y terminaban enredándose con jóvenes a las que doblaban la edad.
Kipling añade a su adicción a las drogas noches de sexo con las prostitutas de Lahore y confiesa a un amigo que abandonar su nueva vida le sería tan difícil como renunciar a la escritura. Experimenta para escribir. Escribe para experimentar. Deja para la posteridad una definición de la prostitución que se universalizaría y que sigue siendo utilizada en las crónicas de prensa de los reporteros poco originales: «La profesión más antigua del mundo».
Kipling no vive Lahore; la consume. Donde al otro lado de la muralla unos solo ven miseria, él asiste a una celebración de la humanidad; donde todo parece clase y riqueza, él distingue falsedad y autocomplacencia
Rudyard encuentra en Lahore la manera de vivir lo mejor de ambos mundos, Oriente y Occidente, la India nativa y la colonial, las convenciones y el libertinaje. Un día escribe una crónica sobre un partido de polo y otro sobre los fumadores de opio; se burla de la vida de sus compatriotas en las colonias y defiende el imperio sin complejos; es conservador y no tiene problema en frecuentar los lupanares. Kipling no vive Lahore; la consume. Donde al otro lado de la muralla unos solo ven miseria, él asiste a una celebración de la humanidad; donde todo parece clase y riqueza, él distingue falsedad y autocomplacencia. Las drogas, la prostitución, el adulterio o el alcoholismo también fueron parte de la vida colonial, por mucho que se disfrazaran de convencionalidades y tardes de té. Kipling no puede resistirse y afila su prosa contra los suyos con la publicación de Cuentos de las colinas, un ácido retrato de la vida del Raj y una burla de sus contemporáneos en el gueto blanco. Es repudiado por ello. ¿Acaso no eres tú uno más en nuestra mentira? Instalado en la mansión de sus padres y rodeado de siervos, el joven reportero disfruta de los privilegios y añade algunos que se escapan a sus paisanos, más temerosos de adentrarse en las tinieblas de la Ciudad Amurallada. No hay culpa o arrepentimiento. Al contrario que Conrad, Kipling carece de sensibilidad para despegarse de las injusticias de su época. Defiende el imperio y lo que significa, convencido de que gobernar a los pueblos menos desarrollados es una obligación del supuesto mundo civilizado. En su poema La carga del hombre blanco escribe:
Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros;
vamos, atad a vuestros hijos al exilio
para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
para servir, con equipo de combate,
a naciones tumultuosas y salvajes;
vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
mitad demonios y mitad niños.
Reputación en caída libre
Kipling escribió cosas que han envejecido tal mal que su reputación lleva décadas en caída libre. A los críticos les cuesta hablar bien de sus libros, a pesar de su evidente grandeza literaria, y en muchas universidades se evita recomendar sus textos a los alumnos. Cuando se hace, se acompaña el título de avisos parecidos a los que se añaden en los medicamentos tóxicos y se recuerda que el autor era racista, colonialista, misógino, ultraderechista, antisemita y más. Estudiantes de la Universidad de Mánchester arrojaron pintura sobre un mural con su poema If y lo reemplazaron por otro de la poeta y activista negra Maya Angelou. Pocos hacen el ejercicio de separar la persona de su obra. O conceden al autor del Kim los atenuantes que podrían llevar a un juicio menos simplista de su persona. No es que Kipling fuera racista o misógino, que lo era, sino que ese fue el mundo donde le tocó vivir. En sus textos queda reflejado su amor por India y sus gentes, aunque estuviera convencido de que su destino fuera ser dominadas por una estirpe superior. Y, por supuesto, están las circunstancias, esos pequeños detalles biográficos que nos hacen quienes somos. Cuando Kipling da vida a Mowgli, un niño abandonado en la jungla que debe enfrentarse a los peligros de la infancia sin adultos, está recreando su propia infancia traumática y a la vez escapando de ella. El autor inglés creció en la India entre privilegios inimaginables en nuestros días, rodeado de un ejército de siervos que abrían las puertas a su paso y sostenían las ropas con las que debía vestirse al salir del baño. A los seis años, cuando es enviado a formarse a Inglaterra, ese mundo de confort fue sustituido por el terror de la señora Holloway, una cristiana fundamentalista que lo maltrató en un ambiente de crueldad y abandono que describiría en sus memorias como «una tortura calculada». Kipling se refiere a su maltratadora como «la Mujer» y al hospicio como «la Casa de la Desolación», donde es golpeado casi a diario por las faltas más leves. En una ocasión, la señora Holloway lo obliga a caminar por las calles de Portsmouth llevando un cartel en la espalda con la palabra «mentiroso». Las humillaciones eran constantes. Las siguieron años de castigos físicos y acoso escolar por parte de sus compañeros en el United Services College, el internado para hijos de oficiales británicos donde recibió una estricta formación victoriana. Lo extraño es que saliera alguien de provecho de aquella mezcla de disciplina sádica, adoctrinamiento en los corsés del establishment británico y exaltación del imperio, que vivía sus días de mayor gloria. El resultado, según el diagnóstico del propio Kipling, es una persona insegura y en constante estado de alerta, observador de los temperamentos y cambios de carácter de las personas que lo rodean, convencido desde pequeño de que hay una gran distancia entre lo que las personas dicen y lo que hacen. La lectura primero y la escritura después se convertirán en vías de escape de ese mundo de máscaras, contradicciones y maltratos. Con esa infancia, Rud podría haberse convertido en un asesino en serie: se conformó con vengarse de la imperfección humana, de la que se sabía un ejemplo más, con las palabras.
Solo Bilal me acompañó en mi tour por Lahore la mañana después de nuestra noche en el Bazar de Diamantes, donde no pude dejar de pensar en que quizá Kipling había ocupado el mismo lugar que nosotros un siglo y pico antes. La cerveza sienta mejor cuando se toma en los lugares prohibidos y peor a la mañana siguiente, por falta de costumbre. Supuse que los amigos de mi guía estarían de resaca o siendo azotados por los guardias de la virtud. Quería visitar la mezquita de los Emperadores, que fue la más grande del mundo entre 1673 y 1986, año en que fue reemplazada por la mezquita Faisal de Islamabad, también en Pakistán. Sus cuatro inmensos minaretes se alzan imponentes sobre el banco del río Ravi. La combinación del blanco de su mármol y el rojizo de su piedra de arena, sus ornamentos con influencias persas, indias y asiáticas, legado del Imperio mogol, y sobre todo su grandiosidad dan cuenta del poder inconmensurable de la religión. La mezquita Badshahi reúne los viernes hasta cien mil fieles que previamente han dejado sus zapatos en la explanada de la entrada. Yo llevaba unos que me gustaban, por los motivos por los que a los hombres nos gustan unos zapatos más que otros: eran cómodos. ¿Cómo dejarlos allí, entre aquel océano infinito de alpargatas, mocasines, zapatillas, botas, zuecos y abarcas? No me veía capaz de dar con ellos a la salida y, aunque entre todo aquel stock podría encontrar otros de mi agrado, mi fe no alcanzaba a imaginar que pudiera robar unos igual de cómodos. Bilal me tranquilizó:
—Los tuyos son muy grandes —me dijo, sorprendido de que calzara un cuarenta y siete—, seguro que los encuentras.
Al entrar en la mezquita de los Emperadores me sentí empequeñecer de la misma forma que ante los templos de Angkor, las pagodas de Bagan o la catedral de Burgos. Mi ateísmo no me priva de emocionarme ante construcciones que fueron levantadas con una determinación arquitectónica para la que es necesario creer en algo sobrenatural e inexistente. El objetivo, en todas esas construcciones, parece ser la eternidad. En terremotos y tsunamis he visto como mezquitas, templos e iglesias eran las únicas edificaciones que quedaban en pie. Los vecinos lo veían como la confirmación de la existencia de su dios, que protegía los templos sagrados de los demonios disfrazados de embestidas de la naturaleza. La realidad era que se habían construido con los mejores materiales, justo al contrario que las viviendas, las escuelas y los edificios públicos. En cualquier caso, tenían un enorme mérito como obras de ingeniería y yo admiraba el trabajo que había detrás. ¿Cómo no temer el poder de creencias que empujaban a la gente a semejante ingenio, esfuerzo y tenacidad? ¿No era una pena que esos mismos sentimientos se utilizaran también para destruir las creencias y templos de los otros?
En las masacres entre hindúes y musulmanes, tras la partición de la India, Lahore se llevó una de las peores partes. La sangre bañó las calles de la Ciudad Amurallada mientras los últimos ingleses abandonaban los clubes y mansiones en el lado noble de la ciudad, sin remordimiento por el caos que dejaban detrás. Los incendios y saqueos dañaron muchos de los monumentos de la ciudad, y el casco histórico tuvo que ser reconstruido. Todo fue muy innecesario, porque la India había vivido tiempos bajo una gran tolerancia religiosa, incluso en momentos en los que lo normal era resolver las diferencias con la guerra. Akbar, que llegó a emperador con trece años, tuvo que gestionar las tensiones entre una población mayoritariamente hindú y las elites musulmanas que la dominaban. Para mantener la paz utilizó grandes dosis de tolerancia, permitió la construcción de templos hindúes, fomentó matrimonios entre fieles de diferentes religiones e incluso peregrinó a los lugares santos de la religión supuestamente rival. Estaba convencido de que ambas creencias tenían más similitudes que divergencias y llegó a inventarse un híbrido, el Din-i-Ilahi, que mezclaba lo mejor de cada una. El resultado fue que la India, y Lahore en particular, vivió una de sus épocas de mayor esplendor y desarrollo.
La relación se enrareció durante el dominio británico y estalló con el final de este, después de trescientos años en los que los europeos no resolvieron el futuro político o civil de su colonia. El resultado, que Kipling no vería — murió en 1936—, fue el más absurdo, brutal y desestabilizador de los acontecimientos poscoloniales del siglo xx. La partición de la India degeneró en una de las grandes masacres de la historia al anunciarse la creación de los dos Estados en 1947. Vecinos que hasta entonces se pedían la sal se degollaron y millones abandonaron sus casas. Mientras hindúes y sijs huían hacia la India, los musulmanes buscaban empezar una nueva vida en Pakistán. Los trenes en una y otra dirección llegaban a las estaciones con todos sus pasajeros muertos y los padres mataban a sus hijas en un intento de evitarles el sufrimiento de las violaciones grupales. Periodistas de la época, que unos años antes habían sido testigos del horror de la II Guerra Mundial, escribieron crónicas en las que decían no haber visto nada igual.
Lahore quedó en el lado pakistaní del Punyab y hoy es un lugar privilegiado para comprobar la estupidez que supuso la partición por motivos religiosos. La frontera dividió comunidades que tienen las mismas tradiciones, comen los mismos curris, comparten modelo económico y forma de vida. Lo que quedó fue un país dividido en dos —más tarde en tres, con la creación de Bangladés— que desde entonces ha vivido en el resentimiento. La India y Pakistán se han armado con bombas nucleares y, cuando no están en guerra, se preparan para cuando lo estén.
En el puesto fronterizo de la Línea Cero, en la localidad de Wagah, se han instalado gradas para que nadie se pierda detalle de una de las ceremonias que ensalzan el absurdo. La gente asiste al duelo de banderas que se organiza por las tardes como si fuera un partido de fútbol. «¡Larga vida a Pakistán!», corean a un lado. «¡Hasta la última gota de sangre por la India!», prometen en el otro. Cada país escoge a soldados altos y apuestos para arriar sus banderas: avanzan cada uno desde su territorio hacia la verja que los separa, haciendo sonar sus botas y moviéndose robóticamente entre el alborozo de los fans. Los soldados abren entonces sus respectivas puertas y arrían las banderas de sus países, mirando desafiantes a su oponente y sacando pecho mientras comienzan a bajar las insignias con lentitud, asegurándose de que la suya nunca esté más baja que la del rival. La tela con los colores nacionales es doblada con mimo y la frontera queda así oficialmente cerrada hasta el amanecer.
A la India y Pakistán les habría ido mejor si hubieran permanecido juntos, una idea que no comparto con amigos de la India o Pakistán para no enfadarlos. Como la religión fue el único motivo de la separación, y el nacionalismo el veneno que después alimentó la fractura, hoy tenemos dos enemigos con capacidad de destruirse mutuamente y un legado de violencia que los mantiene estancados en 1947. Los dirigentes de ambos países suelen ser populistas que no pierden ninguna oportunidad de explotar los sentimientos más bajos en beneficio propio. Y así no hay manera de dejar de perseguir malas noticias, a uno y otro lado de la frontera. Golpe de Estado en Pakistán. Matanza religiosa en Guyarat. Enfrentamiento en lo alto de Kargil, donde desde hace años mueren más soldados por el frío o despeñándose por barrancos que por las balas. Un odio inútil y exhibicionista entre hermanos. Kipling, que no llevaba una vida victoriana y menos aún piadosa, compartía algo de la ambigüedad religiosa del emperador mogol que trató de crear una sociedad multirreligiosa. Su literatura transmite un gran respeto por todas las religiones y algo de indecisión para escoger una sola. Dice no creer ni en el castigo ni en la recompensa eternos y se declara diplomáticamente «un cristiano ateo temeroso de Dios». Kim, su gran personaje literario de Lahore —que da título a su mejor novela—, comparte las dudas de su padre literario: «¿Quién es Kim? […] ¿Quién soy yo? […] ¿Qué soy? ¿Musulmán, hindú, jaina o budista? —se pregunta. Y él mismo se responde—: Soy Kim. Soy Kim».
A la India y Pakistán les habría ido mejor si hubieran permanecido juntos. Como la religión fue el único motivo de la separación, y el nacionalismo el veneno que después alimentó la fractura, hoy tenemos dos enemigos con capacidad de destruirse mutuamente y un legado de violencia que los mantiene estancados en 1947
La novela de Kipling arranca en los alrededores del museo de Lahore, que su padre dirigió, y cuenta la historia de Kimball O’Hara, el hijo huérfano de un soldado irlandés que se convierte en discípulo de un viejo lama con el que emprenderá un viaje místico en busca del río de la Flecha. Kipling arranca con una escena en la que Kim, desafiando las ordenanzas municipales, «estaba sentado a horcajadas sobre el cañón Zam-Zammah en su plataforma de ladrillo, frente a la vieja Ajaib-Gher, la Casa de las Maravillas». El cañón sigue en su sitio y los locales lo conocen como «el cañón de Kim», prueba de que la ciudad y el autor han quedado unidos para siempre. La Casa de las Maravillas, el gran museo de la ciudad donde Kim y el lama rezan ante los dioses, sigue siendo de obligada visita incluso para los no aficionados. Entre sus salones se mezclan colecciones únicas de las religiones, reinos e imperios que dejaron huella a su paso por Lahore.
El niño protagonista de la novela es inglés, pero tiene la piel morena de los nativos, habla su idioma y es pobre como la mayoría de los niños de Lahore. Kipling une así Occidente y Oriente en un mismo personaje y sitúa a este en una aventura que es a la vez libro de viajes, novela de espías y ensayo sobre el «Gran Juego» que se tienen entre manos en Asia los imperios ruso y británico. Las andanzas del niño y el lama sirven como guía para visitar la ciudad, que conserva muchos de los escenarios del libro. Los bazares donde parecen juntarse «todas las razas» de la India, la Ciudad Amurallada, hoy más aséptica aunque llena del desorden que tanto gustaba a Kipling, o Naulakha, el pabellón del fuerte de Lahore que dio nombre a otro de los libros del premio Nobel y a su casa de Vermont durante los años que vivió en Estados Unidos. Cuando caminas entre las callejuelas de la parte vieja, esquivando carniceros que pasan a cuchillo a los corderos, no es difícil imaginarte a Kim correteando entre la muchedumbre y buscando comida y hospedaje para su lama. Dentistas callejeros exhiben dentaduras postizas y se ofrecen, alicate en mano, a arrancarte una muela fastidiosa. Los herreros y vendedores de alfombras, las casas de té y los mercados, todo sigue en su sitio. Los mendigos extienden la mano sin entusiasmo y de las carnicerías cuelgan corderos desollados. Han desaparecido los fumaderos de opio, pero no hay que esperar mucho para que alguien te susurre al oído el menú de las tentaciones:
—¿Chicas? Tengo jóvenes. ¿Fumar? ¡Acompáñeme, por aquí!
«La diversión» todavía se concentra en los alrededores del Bazar de Diamantes, donde Kipling se perdía en las noches calurosas de Lahore y Kim acude a escuchar a los
«hombres santos, faquires manchados de ceniza, junto a sus santuarios de ladrillo». El enjambre de la Ciudad Amurallada todavía esconde secretos, aunque en menor
cantidad. Su humanidad, ingobernable, sigue siendo un festín para los ojos viajeros. Aunque solo vivió cinco años aquí, Kipling se llevó gasolina literaria para varias décadas. Cuando decide marcharse, su reputación como escritor empieza a despuntar y regresa a Londres para conquistar el mundo literario. Algunos amigos trataron de ayudarlo en sus comienzos y recomendaron su trabajo al propietario de The Daily Telegraph, Edward Levy-Lawson, que dijo de él que no tenía suficiente nivel. Buen ojo: al joven recién regresado lo esperaba una carrera de éxitos, fama global y eternidad literaria. Abarcó todo en su obra, desde ensayos hasta novelas, desde cuentos breves hasta poemas, y desde memorias hasta narraciones infantiles, que siguen siendo secuelas de Disney décadas después de su muerte. En una última carta a su prima Margaret, antes de abandonar la India en 1889, Rudyard mira atrás sin remordimientos:
«Me he mezclado con soldados y gobernadores, administradores y mujeres que los controlan a todos, y mucho he visto, ciudades y hombres. Fue crudo y vivaz, sombrío y salvaje. He tratado de conocer a las gentes del cuartel y del burdel, del Salón de Baile al Consejo del Virrey, y en alguna medida he tenido éxito».
Mil años de historia
Cuando me llegó la hora de dejar Lahore, mis compañeros de viaje seguían durmiendo. Camino del aeropuerto, conducido una vez más por Bilal, vi las grúas que anunciaban nuevos barrios en el horizonte. Muy pronto los edificios que sobrepasaban la altura de los árboles dejarían de ser una excepción. Una vez oí a un arquitecto decir que había dos tipos de metrópolis: las que mantienen su historia, construyendo lo nuevo alrededor de ellas, y las que la destruyen, levantando su futuro sobre las ruinas del pasado. ¿Qué camino tomaría Lahore? Si regresaba, dentro de unos años, ¿me encontraría la misma ciudad? ¿Seguirían las hijas de Anarkali contoneándose en el Bazar de Diamantes? Aposté con Bilal a que las huellas de los conquistadores y emperadores que pasaron por Lahore, sus jardines, palacios, murallas y mezquitas, construidos con el empeño con el que el escritor busca la inmortalidad en su escritura, se mantendrían en pie. A la codicia de los hombres, que empezaba a hacer sus estragos en el legado histórico de la capital punyabí, le costaría borrar sus mil años de historia. Tampoco creía posible que la vida de la Ciudad Amurallada cayera en el letargo o que pudieran despojarla de sus olores, colores y ruidos. O del vicio, la más pertinaz de las debilidades humanas. Las noticias en los informativos seguramente mantendrían Lahore fuera de las rutas turísticas, destino solo para viajeros curtidos y reporteros, prestos a salir corriendo hacia los lugares de los que todos huyen, con la certeza de que pagarán la mitad por su hotel.
Al despedirnos en el aeropuerto, Bilal me preguntó si escribiría una historia feliz sobre Pakistán. Le dije que sí. Unos meses después le envié un ejemplar de la revista Siete Leguas, ya desaparecida, donde se publicó mi artículo. Llevaba por título: «Lahore, el oasis secreto de los impuros».
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2023-05-30/kipling-y-pakistan_3634319/