La corriente contra la militarización dentro del partido ha quedado atrapada entre dos decisiones, el silencio cómplice dentro de la comodidad del presupuesto o el exilio político
SANTIAGO RODRÍGUEZ / EL PAÍS
La oposición no es la única víctima del monopolio presidencial de la agenda política. Partidarios y simpatizantes del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) han sido silenciados frente al actual proceso de militarización. La creciente entrega de poder civil a la jerarquía militar es el ejemplo más claro y relevante de como la agenda fue arrebatada de las manos de aquellos que aspiraban a que Morena fuera un movimiento social plural para ponerla al servicio de la estructura militar.
Entre las múltiples razones para ser votante o adherente del movimiento encabezado por López Obrador estaba la valoración de que la política de seguridad de sus antecesores era un desastre. En específico, un gran número de adherentes al movimiento expresaba airadamente su preocupación por el proceso de militarización de la seguridad pública que había sido desatado de forma violenta por el entonces presidente Felipe Calderón y profundizado por Peña Nieto. Razones no les faltaban y los líderes del movimiento hicieron suyas estas consignas y se volvieron, junto con la corrupción y la desigualdad, en los discursos estratégicos para movilizar a los votantes.
Como es normal en cualquier democracia, el grupo vencedor ocupa sus puestos de representación popular y tiene derecho a armar su propia administración pública. Así, muchas de estas figuras de Morena ocuparon sus encargos con el entusiasmo de echar a andar la agenda. Hizo falta poco tiempo para descubrir que dicha agenda no iba a ser construida colectivamente por el movimiento y un poco más para descubrir que no habría espacio ni siquiera para el debate, mucho menos para el desacuerdo; vamos, ni siquiera para la atenta notificación. El deber de los funcionarios es, muchas veces, entender lo mejor posible lo dicho en la mañanera y con base en ello tomar decisiones y esperar a que no venga el culatazo desde arriba.
Esta forma de operar se replica en la estructura social del partido, la cual es cada vez más amplia y profunda. A diferencia de la de los otros partidos, Morena tiene la capacidad de llegar hasta los estratos y rincones de mayor exclusión en México. Sin embargo, la estrategia del partido está diseñada para que dicha estructura haga llegar mensajes hacia las bases y movilice el voto, pero no para ser un instrumento de participación política. A pesar de su talante popular, no es un instituto que haga política de abajo para arriba; se reparten puestos y posiciones, pero no se comparte el poder.
La relación con el Ejército, así como las decisiones que se toman respecto a su creciente participación en la vida pública es decisión exclusiva del presidente, dislocada totalmente del partido y de sus funcionarios de gobierno. Muchos de estos funcionarios han marchado y sudado la gota durante la larga carrera de López Obrador a la presidencia y ahora se ven obligados a “cederle” espacios y poder a la estructura militar. Los uniformados no juegan el mismo juego político que los adherentes civiles de Morena, ellos tienen sus propias reglas que, por diseño, no responden a incentivos democráticos.
La corriente antimilitarista dentro del movimiento —la cual al inicio del sexenio era una mayoría aplastante— ha quedado atrapada entre dos decisiones, el silencio cómplice dentro de la comodidad del presupuesto o el exilio político. Por si fuera poco, ser disidente en un instituto político civil puede no ser tan grave, pero ser disidente en un contexto de militarización de la política tiene una profundidad totalmente distinta.
Santiago Rodríguez es analista político y consultor del PNUD y el Banco Mundial para América Latina.
Suscríbase aquía la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país