#ElRincondeZalacain | El aventurero encuentra un recetario de 1982 donde se alteran recetas haciéndolas pasar por «poblanas» donde las «semitas» se hacen con pambazos y frijoles aguados.
Por Jesús Manuel Hernández*
A lo largo de su vida el aventurero Zalacaín había mostrado algunas debilidades, sustentadas en su gran afición a la gastronomía: coleccionar libros de recetas antiguas y beberse cuanto vino cayera en sus manos.
La segunda, beber vino, había sido muy socorrida por algún tiempo y decantada por la economía en otros años; al fin, Zalacaín se daba por bien servido siempre y cuando el vino en su copa estuviera en un grado organoléptico aceptable y sobre todo en buena compañía.
Pero coleccionar recetas era diferente. Poseer, acariciar, leer los textos antiguos donde se plasmaba el ingenio de las cocineras y cocineros del pasado le permitía hacer volar su imaginación y efectuar tentativas comparaciones sobre lo original, las imitaciones y cómo habían evolucionado los artistas de la cocina.
Pero tener recetas no permite gozar de una buena comida, un suculento y nutritivo desayuno o una amistosa o romántica cena. Tener libros de recetas, leerlas, necesitaba de la práctica, ponerlas en valor suponía meterse a la cocina, eso era el punto, cocinarlas.
Thomas Keller, un famoso cocinero y escritor de gastronomía lo había definido muy bien con una sola frase: “Las recetas no tienen alma, es el cocinero quien debe darles el alma”. Nunca mejor dicho pensaba Zalacaín.
Su madre coleccionaba recortes de recetas de revistas y periódicos y mucha gente después de comer sus guisos le pedía la receta, y nunca la negaba. En cambio la abuela de Zalacaín le repetía siempre una cantaleta “esa receta es de la familia”. Pero la madre de Zalacaín partía de una premisa diferente, para ella compartir la receta no era enseñarle a guisar a la solicitante, era simplemente informar de una lista de ingredientes y algunas líneas genéricas de cómo mezclar todo para obtener un plato con determinado nombre.
La discusión entre ellas era famosa y notable en las reuniones familiares, al final las dos tenían razón, tener un receta no garantiza un buen resultado en los fuegos, depende de otros factores, la sazón por ejemplo, o el amor al momento de elaborar la comida. Jöel Robuchon, famoso cocinero y empresario restaurantero de Francia decía: “Cuando mi madre nos daba el pan, repartía amor”. Esas palabras le retumbaban a Zalacaín ante discusiones inútiles sobre el origen de los platos o cuál era la verdadera o “tradicional” receta de tal o cual platillo poblano. “Infancia es paladar” se repetía y les repetía a quienes le cuestionaban.
Aquella mañana Zalacaín se había animado a destapar una caja de cartón con libros de su madre, misales, libros de oraciones, alguna Biblia Católica y en la parte inferior aparecieron recortes de revistas antiguas con algunas recetas y medio escondido un pequeño y delgado libro, del tamaño de una postal de las de antes cuando la gente se enviaba tarjetas para mostrar donde vacacionaba.
Se trataba de una publicación no muy vieja, 1982, de “Gómez Gómez Hnos. Editores”, ubicada en la Calle de Moneda en el entonces llamado Distrito Federal.
El título le pareció atractivo: “Lo mejor de la cocina poblana”, por desgracia el contenido no se acercaba mucho a las expectativas despertadas.
Algún editor de cocina no muy bien informado o con poca investigación había juntado varias recetas bajo el apellido “poblana”.
Aparecían en primer lugar las Sopas, salvo la de Tortilla las demás eran más comunes en todo el país, como la “pasta blanca al horno”, “caracolitos y crema”, “coditos gruesos” “sopa de cebolla” otra de “hígado de pollo y fideo”, “arroz con frijoles”, “sopa de col”, “calabaza con flores” o “arroz con carne de cerdo”.
Una de ellas le despertó curiosidad en la página 14 del recetario: “Sopa ranchera”. Se hacía con chiles poblanos, mantequilla, cebolla, ajo, elotes desgranados, epazote, calabacitas, flores de calabaza y “cucharaditas de consomé en polvo”, con lo cual se demostraba la influencia ya asentada de los sustitutos del consomé natural en ¡1982!
Más adelante aparecía el “Pollo en Mole”, elaborado con pollo cortado en piezas, almendras, pasas sin semillas, chiles anchos y chilpotles, un trozo de pan, vinagre, ¡jugo de naranja!, azúcar, canela, orégano, clavo y pimienta.
Vaya sorpresa un mole poblano con jugo de naranja, se dijo el aventurero.
Zalacaín se saltó otras tantas recetas de pollo incluyendo alguna de chilaquiles.
Apareció una bajo el nombre “Guajolote en Mole”, curiosamente más apegada a la tradición angelopolitana, con chiles pasilla, mulato, ancho, chocolate, manteca, especias, tortilla frita y además “cacahuate”.
Otra receta causó sorpresa en Zalacaín “Chiles rellenos de camarones”, poco documentada en los recetarios del siglo XIX y en las tradiciones familiares del aventurero. Se trataba de chiles poblanos rellenos de camarones cocidos en un salsa de jitomate y chile serrano. Esta receta estaba seguida de otra más cercana a la cocina veracruzana “chilpachole con jaibas”.
Un apartado de varias recetas estaba dedicado al uso del cerdo, sobre todo del lomo del cerdo preparado en varias formas poco habituales en la cocina poblana de su familia, una le causó curiosidad “lomo de cerdo con frutas” donde la carne estaba condimentada con ciruelas deshuesadas, naranja “sin semilla y sin pellejos”, jugo de naranja, azúcar…
Pero más asombro causó leer la receta de los “peneques”, elaborados con tortilla preparada en soya, jitomates cocidos, cebolla, queso, harina, huevos para rebozar y chile serrano cortado en tiras.
Zalacaín recordó la receta de los peneques de 1831 hecha con clacloyos a los cuales se les sacaba el relleno tradicional y se les ponía queso o algún otro ingrediente y se capeaban y metían en un caldillo de jitomate.
Las sorpresas siguieron, aquel recetario guardado por su madre se notaba intacto, es decir nunca fue consultado. Y en la página 53 decía: “Chiles poblanos con guacamole” donde los chiles se rellenaban de guacamole elaborado con vinagre, aceite, cebollas, ajos, queso añejo, lechuga, … y se adornaban con rábanos.
Y seguía una más “semitas poblanas” , con “s”, decía así: 4 pambazos llamados semitas, media taza de frijoles negros cocidos con epazote, media taza de crema, un queso fresco, dos cucharaditas de aceite, un chile ancho, sal, cebolla. Y seguía el “procedimiento” de elaborar las “semitas”:
Se tuestan, desvenan y remojan en un poco de caldo de frijol en chile, muela la cebolla y el chile, y fría en aceite caliente, sazone con sal, por separado se muelen los frijoles, se cuelan y se agrega un poco de agua para que estén un poco caldosos, cuando hiervan se vacía el chile. Parta a la mitad el pan vaciando la miga, bañe cada mitad de pan con caldo hirviendo, rellene con queso y ponga más caldo encima y crema. Sirva inmediatamente para que no se deshaga el pan”.
Vaya ridícula y contradictoria receta más parecida a una chancla o una torta ahogada, si ya en 1982 se distorsionaban las recetas poblanas, poco puede esperarse hoy día de la puesta en valor de la gastronomía angelopolitana, y eso, con todo y la parafernalia de la declaratoria de la ciudad como presunta “capital iberoamericana de cultura gastronómica”. Mucho ruido y pocas nueces, pero esa, esa es otra historia.
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta