La falta de información sobre el impacto de la pandemia en la salud mental de la niñez en México limita las herramientas para ayudarles.
ALEJANDRA DEL CASTILLO / LA-LISTA
Natalia iba en tercero de kínder cuando empezó la pandemia, tenía 5 años. Terminó de aprender a escribir escuchando a su maestra a través de internet. En casa, sus padres y sus dos hermanos estuvieron en el confinamiento y cuando regresó a la escuela, fue para cursar el segundo año de primaria.
Volver a la escuela fue un reto y era común escuchar que se enfermaba un compañero y luego el otro. Asumir la enfermedad de algo desconocido a tan corta edad la llenaba de estrés.
Un día en el recreo Natalia vomitó frente a sus compañeros. Era el cubrebocas, era el calor, pero también podía ser la reacción de un estado de estrés y ansiedad. No la miraron bien ese día y se escucharon algunos “guácala”. Ella se sintió totalmente observada y exhibida, vivió el rechazo y después, no quiso ir a la escuela.
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Un ataque de pánico la dominaba a su corta edad. “No quiero ir, por favor”, le decía a su mamá. Aquello parecía esa escena de la primera vez que van a la escuela y no quieren entrar entre llanto y aferrarse. Su mamá le recordaba que ya había ido a la escuela y que iba a estar bien.
En casa y la escuela las personas adultas la apoyaron en la contención. Su mamá se quedó todo mayo de 2022 a hacer guardias en la escuela para que, si Natalia tenía una crisis, pudiera salir de su salón y encontrarse con ella.
“Estás aquí”, le decía a su mamá. “Traes tu tapabocas”, revisaba a su mamá. “Contigo me lo puedo quitar tantito”, le expresaba con un poco de alivio, luego le volvía el alma al cuerpo y podía regresar a su salón.
Natalia y su mamá tomaban el lunch juntas, ella sentía pánico de volverse a sentir mal y que pasara de nuevo esa escena en la que se había sentido tan rechazada.
En casa y por la noche las cosas tampoco fueron sencillas. Natalia comenzó a hacer pipí en la cama, tenía terrores nocturnos y despertaba llorando. Amanecía y un día lo lograban y otro no.
Se suscitó una ola de covid muy fuerte en su escuela para junio de ese año, un colegio privado en la colonia Nápoles de la CDMX, y toda la familia enfermó. Cuando fue hora de volver a la escuela, volvieron los temores y la súplica de no ir más a la escuela.
“No me quiero separar de ti porque siento que te vas a morir. Es que te vas a morir”, le decía a su mamá. La pequeña la estaba pasando realmente mal.
Con esa dinámica, en la que cada día parecía imposible, terminó segundo de primaria.
En casa, los abuelos estaban mal de salud –de otros temas que no eran covid– y uno de ellos falleció en agosto. Para Natalia, la fantasía de que alguien se muere, sí se cumplía porque su abuelo se murió.
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Las maestras le dijeron a la mamá de Natalia que los niños empezaron a desarrollar hipersensibilidad a cualquier suceso que no estaba en sus manos.
La mamá de Natalia ha leído mucho, se la pasa investigando como un compromiso con sus hijos, pero lo primordial ha sido la experiencia en casa, entonces reflexiona: “El digerir esto de que la vida es muy frágil, les ha costado mucho trabajo porque, como todo el tiempo estuvieron contenidos por los papás en la casa en un ambiente cerrado, el salir al mundo les creó mucho miedo la separación de los papás. En el caso de Natalia le creaba mucho miedo”.
El personal de la escuela apoyó en su situación y Natalia tuvo que tomar terapia en un consultorio privado. El terapeuta les dijo que tenía secuelas emocionales por las condiciones de confinamiento y alerta que había generado la pandemia y que muchos niños lo tienen a diferentes edades: niños, preadolescentes y adolescentes, les dijo que la situación se determina por la personalidad y la forma en la que manejan sus emociones.
Natalia presenta algo que se conoce como un retraso emocional, pide que la acompañen en cosas que podía hacer ella por sí misma antes de la pandemia, cosas como que la ayuden a vestirse y a lavarse los dientes. El apego con su mamá es muy grande.
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Sin datos oficiales sobre la salud mental de la niñez después de la pandemia
No existen indicadores oficiales que permitan conocer el impacto de la pandemia en la niñez en México. De hecho, a partir de la pandemia cayó la atención psiquiátrica a menores.
El Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) proporcionó 83 mil 841 citas psiquiátricas a personas de 17 años o menores en 2019. (SAI Folio 330018022029010). Pero la atención se desplomó a 46 mil 53 consultas a menores en el año de la pandemia, 45% menos que el año anterior, y sólo repuntó ligeramente a 57 mil 300 en 2021.
Los trastornos del comportamiento en la infancia y adolescencia están entre los 10 más frecuentes en los Servicios de Atención Psiquiátrica (SAP) del gobierno federal, que se conforman por tres centros comunitarios y tres hospitales psiquiátricos, uno de ellos especializado en población infantil, todos ubicados en la Ciudad de México y área metropolitana.
En los SAP, las consultas externas por comportamiento en la infancia y adolescencia también cayeron al pasar de 23 mil 374, un año antes de la pandemia, a 12 mil 686 en 2020, y la cifra cayó aún más, a 11 mil 87 en 2021.
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Los abrazos incompletos
Marlene Camacho es profesora en una escuela pública en Iztapalapa, la alcaldía con mayor población de la Ciudad de México. Los niños volvieron a la escuela en 2022 y reencontrase fue un momento emocionante aunque con un importante rezago en conocimientos.
Los pequeños tenían esa ansia de volver a los salones y de ver a los amigos, para ellos fue fácil reincorporarse a la escuela. Sin embargo, Marlene detectaba que había mucho miedo y angustia, el desconocimiento sobre lo que pasaría si hubiera un brote de covid los desestabilizaba, sobre todo cuando tenían que regresar a casa mientras hubieran deseado que su vida en la escuela continuara.
Como maestra pudo ver la forma en que marcaban su espacio y evitaban tocar cualquier cosa. Usaban sus utensilios de limpieza para procurar sus espacios y sus cosas, se dejaba ver en ellos una especie de paranoia.
El miedo que sentían venía también de casa, intuye Marlene. Las situaciones se trasladaban a los mensajes de sus mamás: “No te quites el cubrebocas”, “si comes te lo puedes quitar, pero te alejas”, “revisas el baño o mejor, no vayas al baño”, recuerda.
Marlene pudo ver en los ojos de los pequeños el miedo por mantener el cubrebocas en su lugar. Había niños que tenían “esta sensación de ‘me lo voy a quitar y ya no estoy protegido y entonces me van a regañar en mi casa o algo me va a pasar’”. Como una forma de contener su ansiedad, en la escuela se tomaron medidas que los hicieran sentir seguros, les permitían alejarse del grupo o comer aislados porque así encontraban un espacio de tranquilidad y seguridad.
La profesora de primaria tiene dos grupos, cada uno de treinta alumnos. En los salones se enfrentaron pérdidas de papá y mamá, a veces sólo alguno de los padres. La amenaza del virus SAR-CoV2 les había quitado a una persona esencial en su vida y también a otros familiares.
El Congreso de la Unión lanzó en 2021 un exhorto a la Secretaría de Educación Pública para que de forma coordinada con la Secretaría de Salud y las autoridades educativas en las entidades federativas continúen y profundicen la estrategia integral de salud psicoemocional de los maestros, de las y los estudiantes en todo el sistema educativo nacional, por iniciativa de la senadora del PRI Nuvia Mayorga.
Solo respondió la SEP, informó al Congreso que puso a disposición de docentes y padres y madres de familia unos ficheros sobre salud psicoemocional, una especie de manuales con cuestionarios y actividades para contener la salud de los menores.
Además, habilitó una línea telefónica llamada Educatel 55 36 0175 99 y 800 288 66 88 para ofrecer apoyo psicológico a la gente que lo requiera y que se mantiene con el apoyo de la Universidad Autónoma de Nuevo León y de la Clínica de la Universidad Anáhuac. La Secretaría de Salud no respondió.
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¿Cómo puede expresar un niño o niña miedo o angustia?
Marlene es maestra y estudió como profesión Psicología. Su formación le permite ver cuando los niños y las niñas muestran síntomas de depresión, estrés o ansiedad. Se muerden las uñas, se mueven todo el tiempo, se aíslan, guardan silencio, se tocan mucho las manos para expresarse cuando tienen muchos nervios, les tiembla la voz o rayan sus cuadernos tratando de sacar ese sentimiento que no los deja en paz.
Al día de hoy, Marlene evalúa a sus pequeños y pequeñas. Los niños que tiene a su cargo y que tienen edades entre 6 y 9 años han dejado la pandemia atrás, pero mantienen el uso del cubrebocas en espacios escolares cerrados.
Si piensa en sus alumnos más grandes, los que están entre los 10 y los 12 años, detecta que aunque la tecnología abonó a las clases en línea, también les ha abierto acceso a “cosas que no tendrían que ver”. Se encuentran en un proceso de preadolescencia donde quieren hacer los retos que les presentan las redes sociales, desean ser figuras de Tiktok y detecta temas entre los preadolescentes como el pensamiento suicida, el cutting (autolaceraciones), el bullying o la distorsión de la percepción corporal que generan los filtros en las redes sociales. Ellos quisieran ser como en los filtros.
Las lesiones autoinfligidas son la tercera causa de muerte en menores de 10 a 14 años en México, según cifras del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido que la mitad de los trastornos mentales comienzan a los 14 años o antes, por lo que la población los niños, niñas y adolescentes constituyen una población prioritaria para las acciones de promoción y prevención de la Estrategia Nacional de Salud Mental y Adicciones.
La-Lista consultó a la Secretaría de Salud sobre este tema pero no obtuvo respuesta al momento de publicar este trabajo.
Entre la responsabilidad y calmar la angustia
Para Max, de 11 años su cubrebocas significa seguridad, “una menor probabilidad de llegar a enfermarte”, lo expresa relajado. Se siente cómodo con él y le hace sentirse protegido.
En la escuela han llegado a preguntarle por qué no se lo quita y aunque lo usa religiosamente, se toma sus descansos cuando le cuesta respirar. Sabe que ya no es obligatorio y lo reconoce cuando mira a los compañeros de otros grados que ya ni lo usan.
Actualmente, cuando Max come, se mueve el cubrebocas, se mete el bocado a la boca y se lo ajusta para seguir masticando.
No es influencia de sus papás, Max ya toma, sobre la independencia de sus actos, la decisión de no quitarse el cubrebocas.
Cuando llegó el confinamiento en 2020, sintió que era raro no ir a clases, una dinámica que conocía de toda su vida. “No era lo peor del mundo, pero sí valoraba mucho las clases, sí me gustaba ir”.
Cuando volvió a la escuela, reconoce que le costaba un poco más hablar o relacionarse con sus compañeros, pero cada día lo vuelve a intentar.
Un nuevo inicio cada día
Max dice que todavía siente miedo por enfermar, pero al mismo tiempo reflexiona que no es tan grave, la situación de sentirse así ya es habitual.
Han pasado muchas cosas desde que Natalia volvió a la escuela, le cuesta trabajo hacer amigos y algunas veces se encuentra en situaciones de abuso por parte de sus compañeros porque no pone límites. Le ha afectado que en el encierro no pudo socializar con gente de su edad y no vivió lo que le tocaba a su edad.
Ahora sigue en terapia y toma clases de batería. Lo intenta todos los días y aunque el cubrebocas ya no es obligatorio, lo ha elegido como compañero.