Durante 17 años, fue tratado por diez psiquiatras para que dejaran de gustarle los hombres. Aquilino Polaino llegó a aplicarle corrientes eléctricas durante un año, dos sesiones a la semana. «Me decía que tuviera paciencia»
PEDRO SIMÓN / PAPEL
Lo mismo que a un diabético hay que inyectarle insulina o a un alérgico hay que recetarle antihistamínicos, también a él le hablaron de un tratamiento que curaría su enfermedad.
Hace décadas este reportaje habría ido en la sección de Salud. Hoy bien podría ir en las páginas de tribunales.
Porque la patología diagnosticada era la homosexualidad.
Porque la medicina que recibió fueron centenares de descargas eléctricas.
«Aquel primer día, el psiquiatra me preguntó: ‘¿Cuál es tu problema?’. Yo le conté: ‘Que me gustan los hombres y no quiero que me gusten’. ‘Eso tiene solución, es una patología que tiene solución’… Yo me quedé muy contento porque era el único médico que me decía que lo mío tenía remedio. ‘Es muy fácil’, continuó. ‘Lo que tienes que hacer es recopilar imágenes de revistas porno masculinas que te gusten, las metes en una carpeta y me las traes».
«Así lo hice. Fue fácil porque en 1988 ya vivía solo y en casa tenía mucho material. A la siguiente consulta fui con la carpeta llena de recortes. Él me explicó lo que iba a hacer: ‘Te voy a poner descargas eléctricas cada vez que veas algo que te excite’. Y así fue. Me sentaba, me ponía unos cables, me iba enseñando los recortes y me zumbaba una descarga con cada uno de ellos».
Un año entero. A dos sesiones por semana. De una hora de duración. Los electrodos en la cabeza. Unos cien voltios de corriente una y otra vez. Un mantra: te vas a curar, te vas a curar, te vas a curar. Como quien te saca un demonio del cuerpo.
Lo normal es que no hubiera vivido para contarlo, pero aquí está Eme hoy: 68 años, arquitecto jubilado, presidente de una organización que ayuda a menores en situación de exclusión, un hombre adinerado que sigue yendo a terapia por todo aquello. Pero vivo.
Después del autodesprecio y del opresivo ambiente familiar en su juventud, después de los intentos de suicidio y de diez psiquiatras en la adultez, tenía que toparse precisamente con aquel catedrático de Psicopatología que casi lo mató.
Le citas el nombre de Aquilino Polaino y hoy -35 años después de conocerlo- sigue necesitando hablar de aquello.
Cambia hasta el tono de voz.
-¿Te hicieron una putada?
-La gente habla de putadas sin saber qué es eso… Hablan de putadas banales y cotidianas. Pero no saben lo que realmente es. Yo te voy a contar lo que es una putada.
(En un meditado correo posterior: «Putada es crecer no queriendo ser lo que eres y encima darte asco… Putada es vivir escuchando todo tipo de insultos hacia quienes sienten como tú. Y sentirte un anormal… Putada es que tus supuestos amigos te lleven a la estación del tren a meterte una potera por el culo por maricón». Búsquese potera en Google. Siga leyendo).
El caso es que nada en aquella infancia parecía indicar que Eme acabaría arrastrando un trauma que todavía le cubre de marcas.
Hijo de una familia de la burguesía hispano-alemana de herederos y constructores afines al régimen franquista, el mediano de tres hermanos se crio en un entorno tan deslumbrante en lo económico como asfixiante en lo moral.
Mansiones solariegas de mil metros cuadrados por el norte de España, sí; viajes por toda Europa, sí; fiestas infantiles de película, sí; una nanny inglesa y una fräulein germana, sí; clases de piano y de equitación, sí. Pero también una casa bernardalbesca con una madre ultracatólica y un padre intolerante con los diferentes, un padre y una madre que, cada vez que ven a Raphael o a los Beatles en un programa, apagan el televisor porque todos son unos «pervertidos».
Lo primero que recuerda de su sexualidad tiene que ver con la gran pantalla: se ponía a ver la película de Tarzán y a él no le gustaba Jane, como a los otros niños, sino aquel hombre en taparrabos, cuenta no sin humor.
Recuerda aquellos primeros escarceos inocentes de la pubertad: acudía junto a su mejor amigo al cine y, en la oscuridad, se cogían de la mano.
Recuerda que luego, en el instituto, terminó acorralado por varios compañeros. Que en esa época en que no se había inventado el sintagma nominal acoso escolar y mucho menos el término bullying, le decían «my lady» y otros insultos. «No era afeminado, pero sí muy frágil, y terminaba llorando».
Putada es peregrinar de psiquiatra en psiquiatra durante 17 años y que ninguno te diga que lo tuyo es normal
Pero más que lo que recuerda, es lo que no olvida: solo tenía 13 años cuando sufrió abusos sexuales de un adulto. «Me fui a clase sin el diccionario de Latín y el profesor me mandó a casa a por él. Al regresar con él, un individuo me abordó en la calle y me metió en un portal. Era mayor, me hizo todo tipo de tocamientos, me dio besos… A mí se me hizo eterno. Cuando pude, me escapé… Mis padres se enteraron, pero no supieron manejarlo. Lo único que hicieron fue lograr que echaran al profesor de Latín».
«Entonces todo cambió», prosigue Eme. «Empezó a repugnarme mi sexualidad. Y comencé a vivir con tres estigmas. 1) Era un degenerado. A ojos de mi familia, alguien gay lo era. 2) Era un enfermo. Porque, hasta mayo del 90, la OMS consideró la homosexualidad como una enfermedad. 3) Y, además, era un pecador: nunca fui muy religioso, pero iba a las iglesias y decía ‘dios mío, cúrame, dios mío, cúrame’, de forma obsesiva, hasta más allá de los 30 años…».
(«Putada es ser guapo y exitoso con las mujeres, tener novias espectaculares, pero siempre fracasar en tus relaciones por empeñarte en ser lo que no eres… Putada es que a los 18 años te tengan un lustro, dos veces por semana, en una terapia de psicoanálisis haciéndote creer que aquello te cura… Putada es peregrinar de psiquiatra en psiquiatra, durante 17 años, semana tras semana, y que ninguno te diga que lo tuyo es normal y que por eso no tiene cura»).
Después del turbio episodio de los abusos, Eme se hundió en lo más profundo. Y comenzó su periplo por los divanes más caros de los especialistas en salud mental de España.
Ya había tenido un intento de suicidio con 20 años, ya se había marchado de casa a los 21 años, ya estaba trabajando junto a sus socios con 22, ya había intentado quitarse la vida a esa edad por segunda vez, ya soplaban a favor los contactos del padre y de la madre en las velas del negocio del hijo. Ese subir y ese bajar.
Como siempre, hizo un poco lo que la burguesía familiar esperaba de él: salir con mujeres distinguidas y hermosas. Pero al meterse en la cama (cuenta) «se jodía todo». «Igual que cuando entraba en una iglesia a pedir, yo les estaba pidiendo a ellas de un modo inconsciente que me curaran». Y no. Aquella impostura no funcionaba: cualquier relación con un hombre le generaba una culpa insondable, algo viscoso y secreto. E incluso azuzaba más las ascuas de lo prohibido.
«En esa época salía con un grupo de amigos fantásticos. Ellos no sabían nada de lo mío. Tenía unos 24 años, íbamos al cine y luego a comer una hamburguesa al lado de la calle Almirante [Madrid]. Yo detectaba que allí había chaperos y aquello me ponía a 100. Así que decidí unirme a ellos. Al llegar a casa a las dos o así de la madrugada después de estar con mis amigos, me cambiaba y volvía allí. Me fascinaba ese morbo, veía los clientes en los coches, subí a alguno y tenía sexo, pero nunca pagué por ello«.
El hombre que quería curarse de una enfermedad que no existía lo intenta todo. Consultas con reputados catedráticos de psiquiatría, tratamientos psicoanalítico-freudianos, terapias con especialistas electroencefalográficos, dosis prescritas a mansalva de Rohypnol y Tranxilium, fármacos que ni sabe, «curanderos», concluye.
Un psiquiatra le cree enfermo de homosexualidad. Y otro. Y otro. Hasta una decena de ellos. Muchos sin hacerle ni una sola pregunta, solo esperando escucharle, al más puro estilo de la vieja terapia. Un caso pertinaz el suyo. Les falta clavarlo en una corchera con un alfiler como si fuera un insecto.
Hasta que llegamos a aquella consulta de Aquilino Polaino.
-Eso tiene solución, es una patología que tiene solución.
Una imagen de un hombre desnudo. Bzzz.
La escena de un apuesto bañista. Bzzz.
Un recorte de Tarzán. Bzzz.
(«Putada es nacer gay en los 50 y que la vida te torture por ello… Putada es creer que puedes llegar a ser normal y te lo hagan creer… Putada es un nuevo intento de sanación, un tratamiento con descargas eléctricas que destroza tu conducta y tu mente…»).
«Sentía lo mismo que cuando metes unos dedos en el enchufe» sigue contando. «Cuando me enseñaba imágenes de hombres desnudos, me aplicaba la corriente. Cuando las intercalaba con imágenes femeninas placenteras, no… Yo pensaba que aquella terapia iba a ser milagrosa, que así me iban a dejar de gustar los hombres».
«Cuando me iba de allí, salía con una perturbación absoluta y con descontrol mental. Me empezó a resultar denigrante. No sé ni el dinero que me gasté… Como no mejoraba, pensaba que era otro fracaso mío. Él me repetía que tuviera paciencia. Al final lo dejé gracias al entorno, porque una amiga se dio cuenta de que me estaban arrancando la vida».
Volvió a saber de aquel psiquiatra cuando éste fue invitado por el PP al Senado para hablar del matrimonio entre personas del mismo sexo.
«Aquel hombre llegó a asegurar en público que los gays son hijos de padres hostiles y alcohólicos. Que había invertido 20.000 horas tratando a homosexuales para curarlos y que había atendido a unos 200… Pues bien, yo soy uno de esos 200″.
Eme cuenta que -después de todo- se quitó los grilletes mentales allá por finales de los ochenta y principios de los noventa. Que fue cuando se dio cuenta de que los enfermos eran ellos y no él, de que no había cura, lo mismo que no hay cura para un río que fluye o el paso de las horas.
Pero el gran disimulador siguió con su vida impostada.
«Cada vez tenía más éxito profesional, dinero y prestigio. Mi éxito social lo amortiguaba todo. Me decía: ‘Yo todo esto no lo puedo perder por ser gay…’. Tenía una relación extraordinaria con una amiga con la que me casé, vivíamos muy bien, fuimos muy felices a pesar de que algo faltaba… Fue mi momento cumbre en todo. Nos queríamos mucho. De hecho hoy en día soy el padrino de su hijo… Hasta que conocí al que acabaría siendo mi esposo».
Nuestro protagonista acaba de venir de un viaje a Montecarlo y prueba una bebida rica en polifenoles que nunca había probado. Luego tiene cita con el fisioterapeuta, cena con amigos, una inquietud dentro que no se le quita.
Bzzz. Bzzz.
-¿Cómo es tu vida hoy?
-Vivo un periodo de estabilidad emocional, de paz interna… Creo que me lo he ganado, a pesar de mucha gente que no pudo conmigo.
Bzzz. Bzzz.
-¿Por qué contar todo esto?
-Para que no vuelva a ocurrir. Porque, de alguna manera, sigue ocurriendo: ya no hay descargas eléctricas, pero sí homofobia, sí gente que se horroriza pensando que acaso tiene un hijo homosexual y que puede reconducirlo…
Si Eme nos hubiese dejado revelar su identidad, primero habrían tecleado su nombre completo en internet y luego habrían conocido su vida pública en periódicos, eventos de acolchadas alfombras, actos benéficos y photocalls.
Si hubiese accedido a un primer plano en estas páginas, habrían visto cómo a estas alturas le brillan esos ojos gastados y hermosos.
Pero hay algo antiguo que le impide mostrarse.
(«Putada es que, tras la muerte de tus padres, ya mayor, aceptes tu realidad, salgas del armario, te separes, encuentres el amor verdadero y, tras ocho años, él fallezca de manera fulminante en 2018… Putada es ver cómo pasa la vida, todo ha cambiado y tú ya llegas tarde… Putada es no saber lo que es ver una película en tu sofá de la mano de alguien que siente como tú… Putada -en fin- es querer morir porque no sabes cómo vivir»).
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2023/04/13/6436c91ffc6c8349278b4580.html