Un repaso a los platos de la Biblia en vísperas de la Semana Santa
DOMINGO MARCHENA / Barcelona / COMER
Estamos a las puertas de la Semana Santa, que comenzará el 2 de abril, domingo de Ramos. Estas fechas, en las que los católicos recuerdan la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, son una ocasión pintiparada no solo para volver a ver Ben-Hur o recuperar las recetas de las torrijas, sino para recordar el protagonismo que la comida tiene de principio a fin en el libro más vendido en la historia del mundo, la Biblia.
Es imposible saber cuántos ejemplares de las Sagradas Escrituras se han comercializado desde la popularización de la imprenta de Gutenberg, pero las estimaciones más repetidas insisten en que más de 5.000 millones de ejemplares. Lo que sí se puede determinar sin duda alguna es la importancia de los alimentos en este libro de libros (el Génesis, el Pentateuco, el libro de Josué, el Cantar de los Cantares, los Evangelios…).
De la fruta prohibida y la manzana de Adán y Eva a la última cena, la comida preside estos textos sin excepción. Muchas personas, incluso las no creyentes o las agnósticas, utilizan sin saberlo los simbolismos sobre la comida de la Biblia. Pensad en esa frase tan repetida por los políticos tránsfugas: “Yo no me vendo por un plato de lentejas”. Por eso, por unas lentejas, cedió Esaú los derechos de su primogenitura a su hermano Jacob.
Esaú, que era muy hiperbólico e impaciente, había regresado derrengado del campo. Su hermano preparaba un apetitoso “guiso rojizo” (sí, eran lentejas) y le pidió que le diera algo porque se moría de hambre. Y Jacob, que era un aprovechado, le propuso que primero él le entregara su primogenitura. “¿De qué me servirá ese derecho si me muero?”, se preguntó Esaú, que aceptó y se vendió por un plato de lentejas (Éxodo 25: 27-34).
El cultivo de las lentejas es antiquísimo. Ya se conocían hace 9.000 años en lo que hoy es Irak, desde donde se extendió su consumo hacia el Mediterráneo a través de Grecia. En la Biblia se las cita en muchas ocasiones, a veces con sentido metafórico: “Mejor es comida de legumbres donde hay amor que de buey cebado donde hay odio” (Proverbios 15: 17). Estos y otros productos hoy humildes eran manjares en la época de Jesús.
El pan, por ejemplo, era digno de reyes y el plato principal en las mesas más afortunadas. Los pobres lo comían de cebada; los ricos, de trigo. El grano se molía entre grandes piedras, una labor que casi siempre recaía en las mujeres, aunque luego el pan pasara de largo en su mesa. Por ello, en Proverbios 31: 27 se elogia a las amas de casa hacendosas, siempre ocupadas, “y que no comen el pan de la ociosidad”.
El aceite de oliva y el vino son otros ingredientes con un notable protagonismo. No destapamos ningún notición: “Tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi sangre”, se dice en la liturgia. Olivas, miel, higos, dátiles, uvas, almendras, leche y quesos (sobre todo, de cabra y oveja) también tienen gran relevancia, junto al pescado. ¿Quién no ha oído hablar del milagro de la multiplicación de los panes y los peces?
Hay que comer para vivir, y no vivir para comer. El Evangelio según san Lucas no lo dice exactamente así, pero lo da a entender con afirmaciones como esta: “La vida es más que la comida; y el cuerpo, más que el vestido”. Apaciguar el estómago es imprescindible para estar a gusto con uno mismo, aunque no a cualquier precio, no hagamos “como Esaú, que por una sola comida vendió su primogenitura” (Hebreos 12:16).
Un gran menú bíblico
De entrante, puré de berenjenas; de plato principal, pescado asado; y de postre, higos
El Antiguo y el Nuevo Testamento, la primera y la segunda parte de la Biblia, no escapan a la omnipresencia de la comida, aunque si uno de sus libros destaca por presentar a Jesús en los más variados banquetes ese es el Evangelio según san Lucas, el tercero de los cuatro evangelios canónicos del Nuevo Testamento (junto a los de san Mateo, san Marcos y san Juan). Con Lucas vemos a un hijo de Dios muy humano en la mesa.
Resulta especialmente conmovedora la escena en la que una prostituta descubre que Jesús almuerza en casa del fariseo Simón y va allí a lavarle los pies, que mojaba con sus lágrimas y secaba con sus cabellos. Su anfitrión se llegó a preguntar si su invitado era un profeta de verdad, pues en tal caso debería saber que le estaba tocando una mujer impura. Esa duda propicia que Jesús formule una de las preguntas más hermosas de la Biblia…
“Un acreedor tenía dos deudores. Uno le debía 50 denarios. Otro, 500. Como no tenían dinero, les perdonó el pago. ¿Quién de los dos se lo agradeció más?”. El de la mayor deuda, contestó Simón, que supo qué le querían decir. La Biblia se puede leer en sentido literal, como un manual de instrucciones para negar a Darwin. Y es terrible. O por puro placer literario, al margen de cualquier creencia, por escenas como esta. Y es maravillosa.
Si sabemos separar el grano de la paja, estamos ante un documento de incalculable valor, que explica con minucioso detalle hasta los hábitos alimenticios de la época. Un menú típico de las mejores ocasiones en un hogar formado por un carpintero y su mujer podía componerse de un entrante de puré de berenjenas, un plato de pescados asados y de postre dátiles (o higos y melocotones deshidratados) con almendras y miel.Lee también
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En Ezequiel 4: 9-12 aparece incluso una receta de Yavé: “En un recipiente mezclarás trigo, cebada, habas, lentejas, mijo y avena para hacer una masa. Encenderás un fuego y prepararás un pan con la mezcla. Todos los días, a la misma hora, comerás un cuarto de kilo de ese pan, y beberás medio litro de agua”. Eso sí, para no destruir la magia no especificaremos la escatológica manera en que se tenían que mantener vivas las llamas.
La carne no estaba al alcance de todo el mundo. La dieta normal se componía de verduras y frutas. Sacrificar un buey o un cordero implicaba tener mucha carne fresca que se echaría a perder rápidamente, por lo que los privilegiados con acceso a esos productos debían reservarlos para días muy señalados, como cuando regresa el hijo pródigo y su padre pide a los criados: “Matad el becerro gordo, comamos y hagamos fiesta”.
El otro hijo, el que permaneció junto a su padre, no se lo tomó a bien: él siempre le obedeció y nunca le agasajaron ni siquiera con un simple cabrito. ¿Recordáis la pregunta sobre los dos deudores que Jesús formuló a Simón, el fariseo? Pues eso. La deuda más grande merece el mayor perdón y el mayor agradecimiento. Además, un alimento humilde puede ser maravilloso: “Pan de nobles comió el hombre” (Salmos 78:25).
La mística santa Teresa de Jesús no siempre se explicaba con mucha claridad (“Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”). Pero también dijo cosas que todos entendemos con facilidad, como que no hay que buscar a Dios únicamente entre pilas bautismales y confesionarios porque el Señor también “camina entre las ollas y las sartenes”. La Biblia es la mejor prueba de cuánta razón atesora esa frase.