#ElRinconDeZalacain El aventurero recuerda a su amigo el escultor Santiago de Santiago Hernández y Hernández, sus costumbres, sus hábitos gastronómicos, sus gustillos y el invento de su postre.
Por Jesús Manuel Hernández*
La noticia era esperada desde hacía unos años, pero no por eso dejó de causar asombro entre los amigos vivos; el deterioro físico del escultor Santiago de Santiago Hernández y Hernández, conocido simplemente como “Santiago de Santiago” pronosticaba su decadencia final en cualquier momento. Aun así las últimas visitas, los últimos encuentros, poco se diferenciaron entre su gusto por la comida y la bebida. La última visita al estudio Zalacaín fue recibido como siempre con un plato de jabugo, una botella de Manzanilla y unos boquerones.
Zalacaín le había tratado las últimas 4 décadas entre sus visitas a México, a Puebla y a España; en Madrid era donde el escultor tenía su residencia habitual en la calle Eduardo Aunós, en Fuentes del Berro, un chalet, casa habitación de tres pisos convertida en estudio, taller de arte y museo, adquirido en la antes periferia de Madrid, el sitio fue visitado por personajes de todas las épocas, incluida la realeza completa y muchos, muchos políticos y empresarios, quienes posaron para un “busto” o asistieron a una de sus “fiestas” donde recibía diplomáticos y seguidores para la develación de alguna obra o simplemente para ser admitido en la Orden del Torsón de Santiago, un simbolismo relacionado a las buenas costumbres, el bien ser, el bien hacer, de quien lo recibía.
Zalacaín convivió con Santiago de Santiago en cada visita a Madrid, la amistad no se centró exclusivamente en los temas de filosofía y cultura, una buena parte de sus charlas fueron en torno de la comida, las infaltables lentejas al menos una vez a la semana en Casa Lucio, su amigo de toda la vida, “paisano” le decía, los dos abulenses, y quien le compró una de las pocas esculturas sin haber sido replicada nunca, se trata de unos “pastores”.
Las cenas dominicales, 9 de la noche en punto, la misma mesa, viendo al “túnel” como le llamaba, para ser visto y ver a todos los clientes cuando entraban.
La cita era toda una tradición rodeada de un protocolo infaltable, la puntualidad ante todo, el aperitivo, los boquerones y algunas olivas rellenas, el Jerez, seco, a veces un tequila o un mezcal, escondidos en la buhardilla de Javi a un lado de la escalera.
Después vendrían los Huevos Lucio, huevos rotos a la manera antigua donde Santiago instruía sobre cómo revolverlos, luego la acción de “partir” el pan redondo y con agujero, entre dos manos, la suya y la del invitado a la derecha, el vino de la casa, el plato del día “media de lentejas con codorniz” pedía Santiago, el orujo de Martín Codax o el Cardhú y los infaltables chocolatines y profiteroles caseros, rellenos de crema.
La Merluza a la plancha y el Arroz con Bogavante en El Barril de Goya 86, la inolvidable, entrañable gallina en pepitoria de Tere, la esposa de Miguel de Frutos en la Fuencisla, desaparecida hace unos 20 años.
Los entrantes de boquerón con anchoas, el “matrimonio” decía, o los torreznos de Goya, muy cerca de su casa.
Santiago tenía una inclinación por la comida casera, la tradicional, aun así se aventuró a acompañar a Zalacaín a degustar algún menú en La Terraza del Casino de Madrid, de la calle de Alcalá, donde Paco Roncero se sentía alagado de tan distinguido visitante. Probaba de todo, pero al final, a veces, decía, se quedaba con hambre.
Había un plato emblemático para él, las “Patatas revolconas”, una especie de puré de papas hervidas, cocidas y aplastadas y mezcladas con pimentón y a veces torreznos; Zalacaín le había acompañado algunas veces hasta Piedrahita, cerca de su pueblo, Navaescurial, a comerlas y otras en la carretera de Ávila, un sitio para los conocedores, donde se comían las mejores.
Sólo había un “pero” en las comidas, Santiago no probaba, no comía nunca “Arroz con Leche”, uno de los postres preferidos por Zalacaín y siempre había una especie de provocación para tomar un bocado. Alguna vez, con dos orujos y un puro Santiago le confesó al aventurero la razón de no comer “arroz con leche”, “mi madre hacía el mejor y no hay quien la supere”, le dijo.
A cambio de eso se inventó su propio postre, el “Santiago de Santiago”. En un vaso largo ponía dos o tres bolas de helado de vainilla, puro, fino, y las bañaba con Vodka Stolichnaya, con un tenedor las agitaba hasta conseguir hacer una especie de crema, muy socorrida, acompañado siempre con alguna teja de almendra… A veces la última parte del vaso servía para darle un toque al exprés.
Muchos recuerdos de Santiago de Santiago, muchos viajes, muchas charlas, enseñanzas, una gran muestra de amor por México y por sus amigos y por sus “hijos”.
Sus hijos no eran de carne y hueso, no se casó nunca, bueno sí, se casó con el arte; pero sus “hijos” eran todas las esculturas hechas, algunas eran sus favoritas, como la de Carmen Sevilla, o La Violetera, vecina por muchos años del cruce de Gran Vía y Alcalá, movida luego a Las Vistillas donde hoy contempla la vida de Madrid.
Zalacaín alguna vez le preguntó sobre quién había posado para esa escultura… El secreto se lo llevó a Sirio, la estrella donde se inspiraba siempre el querido amigo.
Zalacaín salió de su tristeza y se dirigió al refrigerador, sacó el helado de vainilla casero, de Pepetzontle de Pepín Argüelles, y lo mezcló con el Stolichnaya, agitó y recordó cuántos momentos de felicidad disfrutó haciendo eso mismo con el escultor Santiago de Santiago… Pero esa, esa es otra historia.
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*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta