Por Jesús Manuel Hernández
El cuadrúpedo llamado científicamente “Sus scrofa domestica” ha estado relacionado a la vida de la Puebla de los Ángeles desde su mismísima fundación, ni más ni menos, y ha constituido siempre uno de los alimentos de más alta demanda, con fama nacional y alcances impensables en el pasado cuando su producción y beneficio dieron fama a los poblanos.
Coloquialmente llamado cerdo, cochino, marrano, porcino, gorrino, chancho, gochu, este animal ha sido prohibido por los seguidores de la religión judía, pues en el Levítico y el Deuteronomio del Antiguo Testamento aparece su nombre entre los alimentos prohibidos.
También los mahometanos lo hacen a un lado de su comida, el Corán lo clasifica entre los alimentos “haram” por tanto, despreciables.
Pero el resto del mundo lo quiere, lo cuida y lo come.
Zalacaín había encontrado una fotografía en El Burgo de Osma, tomada unas dos décadas antes, quizá más años donde le habían invitado a la tradicional ceremonia de la “Matanza” donde se cumplía con un protocolo muy curioso y lleno de sabores, olores, vinos y música regional para honrar al apreciado cerdo.
La ceremonia tiene lugar cada año, desde hace más de cuatro décadas, entre finales de enero y algunas semanas de febrero, y ha sido declarada como de interés turístico nacional.
Zalacaín había acudido varias veces a degustar los platillos, todo el menú, en el afamado Virrey Palafox de Gil Martínez, nombre tomado precisamente de la veneración al hoy Beato Juan de Palafox y Mendoza y cuyos restos se localizan en la catedral de El Burgo de Osma.
22 platillos componían el menú tradicional. Zalacaín los recordaba, aparecían primero los “entrantes”: Torreznos del Alma -la panceta del cerdo-, chorizo frito, ensalada de oreja con endibias, costillas en aceite, morcilla de arroz, jamón ibérico, pastel de hongos y verduras con cerdo, revuelto mixto con verduras y virutas de jamón, lomo ibérico, albóndigas, rabo estofado, mollejas con setas, manitas de cerdo.
Luego los “entonantes”: alubias de la vega del Río Ucero con chorizo y tocino; caldo de parturienta hecho con carnes de gallina, huesos de cerdo y ternera y verduras cocidos por cinco horas.
Después aparecía el sorbete de limón al cava para refrescar el estómago para dar lugar a los “terceros”: lomo escabechado, jamón asado con pasas, cochinillo asado, jarrete con verduras.
A lo largo de la comida, vino, usualmente el Alidis del Duero y algunos se atrevían a llegar al postre, manzanas cultivadas en La Rasa, un helado de limón y los dulces típicos de El Burgo de Osma.
Zalacaín siempre se había preguntado cómo en Puebla, ciudad donde el cerdo es habitual nunca había existido una iniciativa para hacer “la matanza”, quizá el carácter de sus paisanos, o la falta de gusto. Aquí se privilegia el chicharrón, las carnitas, los tacos de sesos, y quizá las costillas de cerdo.
Pero en los siglos pasados los recetarios sobre comida poblana contemplaban varios guisos además de los embutidos, por ejemplo los lomos adobados en ajo, pimienta, orégano, vino blanco, macerados durante diez días; también había un clemole verde con las ubres de la cerda; los riñones en mantequilla, ajo, perejil y hongos; la chanfaina, esa asadura picada de las partes blandas del cerdo; las tripas de cerdo en leche; las manitas de cerdo en varias formas y hasta un guaxmole colorado o verde con costillas de cerdo.
Muchas de esas recetas eran usuales en la casa de la familia del aventurero, pero la mala calidad de los cerdos, la falta de higiene en su sacrificio, fueron alejando el consumo del animal de manera cotidiana.
Zalacaín se animó y ese día se dispuso a hacer su famoso costillar de cerdo en cerveza con toque angelopolitano, receta guardada con sigilo, pero esa, esa es otra historia.
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