Para evitar estigmas y cualquier tipo de discriminación, las nuevas enfermedades y virus que aparezcan no pueden incluir en sus nombres referencias a lugares geográficos, animales o personas
CRISTINA G. LUCIO / EL MUNDO
Empezamos a hablar de ella hace justo tres años, aunque al principio ni siquiera tenía nombre. La llamábamos la extraña neumonía china, la misteriosa enfermedad de Wuhan. No imaginábamos entonces que apenas unos meses después no habría nadie en el mundo que no la conociera.
El 11 de febrero de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció que el nombre oficial de aquella nueva enfermedad que estaba a punto de ponerlo todo patas arriba sería COVID-19, acrónimo de «coronavirus disease» (enfermermedad por coronavirus, en inglés) y el año en que apareció.
No fue una decisión baladí. Sabían que el nombre importaba y que una decisión incorrecta podía acarrear consecuencias indeseadas, como estigma o discriminación. También sabían que debían actuar rápido, antes de que una denominación popular alternativa se impusiera. Lo consiguieron. Eligieron la denominación siguiendo las directrices previas sobre la nomenclatura de nuevas enfermedades y tras mantener conversaciones con el Comité Internacional de Taxonomía de los Virus (ICTV, por sus siglas en inglés), que en la misma fecha anunció que el nombre del patógeno sería SARS-CoV-2. Isabel Sola, codirectora del laboratorio de Coronavirus del Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC) tuvo mucho que ver con ese bautismo viral.
Como miembro del Grupo de Estudio de Coronavirus del ICTV participó en las deliberaciones para ponerle nombre al nuevo conoravirus que hasta el momento se había denominado 2019-nCoV. «En aquel momento todavía no se sabía si iba a ser o no pandémico, pero ya estaba dando problemas, así que vimos que era necesario darle un nombre oficial. La referencia nCoV hacía referencia a nuevo coronavirus, así que no podía ser el nombre definitivo. Por un lado, la OMS determinó cuál iba a ser el nombre oficial de la enfermedad y desde el ICTV decidimos la nomenclatura del virus. Un mismo virus puede causar distintas enfermedades, por lo que la distinción debía estar clara», explica la investigadora quien recuerda que «hubo bastante polémica» en el seno del grupo para denominar al patógeno.
«Hoy en día, los virus no se nombran de forma arbitraria, sino que tienen que dar información sobre el género al que pertenecen, datos sobre la familia con la que están emparentados», apunta. Al ver la secuencia genética, los expertos de este comité internacional enseguida comprobaron que el nuevo coronavirus estaba genéticamente relacionado con el coronavirus SARS-CoV-1 que en 2003 había provocado un brote en varios países asiáticos , por lo que su nombre debía reflejar este parentesco. «Así lo considerábamos la mayoría, pero varios miembros del comité, oriundos de Hong Kong, no eran partidarios por la memoria que todavía prevalecía en esos países asiáticos de lo que pasó con el primer SARS. Pensaban que iba a causar preocupación y alarma en un momento en el que, recordemos, todavía no se conocía el alcance que iba a tener el nuevo patógeno», señala la investigadora desde su laboratorio de Madrid.
Finalmente el criterio general prevaleció y el virus recibió el nombre que todos conocemos, SARS-CoV-2, una denominación que de un primer vistazo permite a quien tiene ciertos conocimientos de virología saber que se trata de un coronavirus del género sarbecovirus, primo del SARS-CoV-1 y que provoca un síndrome respiratorio agudo y severo.
Según explica Sola, tradicionalmente los nombres de los virus se han decidido siguiendo criterios menos científicos, como el lugar donde se aislaba el patógeno (virus de Marburg) o el nombre de su descubridor (virus de Epstein-Barr), pero desde hace unos años esas denominaciones en general ya no se aceptan en la nomenclatura de virus. Tampoco en las enfermedades.
En 2015, la OMS elaboró junto con la FAO y la Organización Mundial de Salud Animal (OIE) un código de buenas prácticas para la nomenclatura de las nuevas enfermedades que permitiera denominar nuevos trastornos minimizando el posible impacto de estos nombres sobre el comercio o el turismo así como el daño a cualquier entidad cultural, social, nacional, profesional o étnica. Entre otras recomendaciones, el documento señala expresamente que en los nuevos nombres no se deben incluir referencias a localizaciones geográficas (como ciudades o países), nombres de personas, especies animales, términos culturales, profesionales, ocupacionales y tampoco palabras que inciten un miedo indebido. Si se descubrieran hoy, enfermedades como Zika, Hendra o Newcastle no se llamarían así. Y, en teoría, el agente que vaya a provocar la próxima pandemia tampoco nos recordará ningún nombre, especie o lugar que conozcamos.
DE ‘MONKEY POX’ A MPOX
Por todas estas razones, recientemente la OMS ha decidido cambiar el nombre de la enfermedad hasta ahora conocida como monkey pox (viruela del mono) por el genérico mpox. El antiguo término, acuñado en los años 50 del pasado siglo y que convivirá con el nuevo durante un año, resultaba impreciso -no son los monos sino los roedores el reservorio del virus- y estigmatizante -relaciona la enfermedad con el Sur global-, por lo que numerosos expertos habían solicitado su sustitución.
«Ese tipo de criterios, como el geográfico, que también ha sido muy común para denominar virus, acarrean problemas», apunta Miguel Ángel Jiménez, virólogo e investigador del Centro de Investigación en Sanidad Animal (CISA-INIA-CSIC). Virus como el del Ébola, Crimea-Congo, West Nile o Marburg se bautizaron así por el primer sitio en el que se identificó al patógeno, pero hoy en día nadie quiere que un virus lleve el nombre de su ciudad, su país o su región porque eso lleva aparejadas muchas connotaciones negativas.
«No es aceptable porque está demostrado que tiene un impacto. Que puede estigmatizar y causar perjuicio a una comunidad incluso mucho tiempo después», coincide Sola.
Lo sabemos muy bien en este país, después de lo sucedido con la denominada «gripe española». Aunque no se ha podido demostrar de forma fehaciente el origen de esta pandemia que provocó más de 50 millones de muertes entre 1918 y 1920, todo parece indicar que el virus saltó por primera vez a los humanos en EEUU. La única relación con España es que este fue uno de los pocos países que, en plena I Guerra Mundial, no censuró las noticias sobre la enfermedad. Sin embargo, 100 años después de aquella pandemia seguimos cargando con el sambenito de que fue «española».
EL EXTRAÑO CASO DEL VIRUS SIN NOMBRE
Un ejemplo paradigmático de ese rechazo a asociar un nuevo virus con una localización es lo que ocurrió con el virus Sin Nombre, señala Jiménez.
En 1993, un nuevo patógeno hizo su aparición en un área de Estados Unidos conocida por Four Corners, una región donde coinciden los límites de Utah, Arizona, Nuevo México y Colorado. Los expertos vieron enseguida que se trataba de un brote de una enfermedad no descrita y comenzaron a investigar hasta que descubrieron que el causante era un nuevo tipo de hantavirus que se diseminaba a través de las heces secas de roedores. «En un primer momento, se propuso que el patógeno se denominara virus Four Corners, por la localización, pero tanto los habitantes como las autoridades de la zona se negaron totalmente. Hubo otros intentos infructuosos, hasta que a alguien se le ocurrió una solución que por fin convenció a todo el mundo. En esa área había un pequeño poblado que desde los tiempos de la presencia española se llamaba «Sin Nombre», así en castellano. Y eso fue lo que decidieron ponerle: virus Sin Nombre».
Tradicionalmente, con los virus no se ha empleado la nomenclatura binomial que es habitual en otros campos de la biología. «En un primer momento, los nombres de las especies se decidieron por los científicos que primero las describieron, y los taxones suelen tener un significado. Por ejemplo, la denominación de coronavirus viene de corona, por la forma a través de microscopía electrónica del virión, de la partícula vírica, con esas glicoproteínas que sobresalen de la envuelta lipídica», señala José Antonio López Guerrero, director del grupo de Neurovirología del Departamento de Biología Molecular de la Universidad Autónoma de Madrid, quien subraya que «los virus animales suelen tener nombres bastante más serios que los virus de plantas, que muchas veces tienen nombres hasta casi poéticos, como el virus de la tristeza de los cítricos».
Hoy en día, la voluntad del ICTV es avanzar hacia una taxonomía binomial de los virus similar al método diseñado en el siglo XVIII por Carl von Linneo que describa el género y la especie de ese ente mediante dos palabras en latín, pero la iniciativa todavía está dando sus primeros pasos, señala Sola.
«El mundo de los virus es muy complejo porque son mucho más diversos que otros organismos», apunta Jiménez. Actualmente, la generalización de los análisis genómicos está permitiendo dibujar -y reorganizar- muchas familias y ramas de virus que antes solo se podían clasificar por sus características externas, pero también está permitiendo identificar una ingente cantidad de nuevos virus. «En algunos ambientes, en un solo análisis pueden aparecer decenas de nuevos virus», explica.
Gracias a esta tecnología de última generación, Jiménez ha puesto en marcha un proyecto para detectar, en distintos ambientes, secuencias víricas; un rastreo que permitirá tanto identificar nuevos potenciales patógenos como las zonas geográficas más susceptibles a la emergencia de una nueva amenaza. Hay millones de virus ahí fuera «y todavía conocemos solo a una pequeña parte», recuerda. Todavía quedan muchos nombres por poner.
Fuente: https://www.elmundo.es/ciencia-y-salud/salud/2022/12/27/63a56d1921efa04e028b459e.html