La profesión, que vive amenazada por el narco, políticos, policías y empresarios corruptos, ha soportado un 2022 sanguinario
CARMEN MORÁN BREÑA / EL PAÍS
Como un testigo protegido, como un espía doble, como una mujer en riesgo de crimen machista. Así vive Adriana Vázquez, inventándose una vida falsa desde el nombre que figura en este artículo. Para no morir. Para seguir viva salió de su casa de Acapulco una mañana de abril en 2011 con lo puesto, en chancletas. “Ahorita vuelvo”, le dijo a su padre, y se refugió en un hotel. Al día siguiente estaba en Ciudad de México. Todavía sigue ahí. En México a algunos periodistas los matan, a otros los obligan a vivir como fugitivos, con la economía quebrada y la salud resentida. Desarraigados como un migrante sin frontera.
La luz se fue en toda la cuadra aquella noche. Solo se veían los cigarrillos encendidos en la camioneta atravesada en la puerta de la casa. El que invitó al monte a Jesús Medina para documentar con su cámara algo que había ocurrido fue el mismo, lo supo dos años después, que estuvo tratando de conseguir una pistola. Al día siguiente, una camioneta trató de embestirle cuando circulaba con su moto. Aceleró, busco atajos, pasó un pueblo y otro, ya no era cosa de volver a casa, se acercaban peligrosamente para derribarlo, tomó desviaciones y por fin los esquivó en una pista de tierra. Pero él también se había perdido y la moto se quedó parada. Alcanzó a llegar donde sus padres, quién sabe cómo. Se afeitó la barba, se cambió de ropa y al día siguiente llegó a Ciudad de México. Durmió en la estación de autobuses. Solo quería que su esposa y sus hijos se reunieran con él.
Las amenazas en México son disparos que aún no han dado en el blanco. Más vale correr.
Unas fuentes registran 17 muertos, otras 12, depende de las comprobaciones que se hayan hecho, si se trata de un crimen relacionado con el ejercicio de la profesión o de otro tenor. Este 2022 ha sido sanguinario para los periodistas en el país del narco, que es lo mismo que decir políticos y policías corruptos o empresarios sin escrúpulos, no hay quien los distinga. Por un puñado de pesos, los que alcanzan para cenar en un buen restaurante, un par de sicarios apuntan hacia el coche y atraviesan los cristales. Así lo hicieron el pasado 15 de diembre contra el vehículo en que viajaba uno de los periodistas más famosos de México, el locutor de radio y televisión Ciro Gómez Leyva. Nadie está a salvo, ni siquiera en la capital, mencionada siempre como un santuario de tranquilidad. Con las balas se acaban las noticias incómodas. A balazos murió Margarito Martínez y Lourdes Maldonado en Tijuana. Pedro Pablo Kumul y José Luis Gamboa en Veracruz, Fredid Román en Guerrero, Jorge Luis Camero y Juan Arjón en Sonora… Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, Zacatecas, Guanajuato, Chihuahua, Oaxaca, no hay Estado que se libre de la pólvora contra los periodistas. Contra cualquiera, a decir verdad.
La fiesta de Navidad más triste estaba convocada la tarde del martes en Ciudad de México. Cacahuetes, mandarinas, unos tacos de canasta y algunos dulces esperaban a las viudas de los reporteros y los periodistas desplazados de sus lugares de origen. Un día de encuentro para no olvidar que sus causas siguen pendientes de justicia, para arroparse ante la ausencia de ayudas estatales. Y para que los niños puedan darle palos a la piñata y darse un baño de chucherías. También las viudas arrearon golpes ciegos.
No hay mucho más que hacer. La impunidad antes los crímenes y las amenazas es tan alta, alrededor de un 90%, que la justicia se vuelve inexistente. Muchos prefieren no denunciar porque la policía y las fiscalías son integrantes, en ocasiones, de la madeja inextricable que aprieta el gatillo. La organización Artículo 19, especializada en esta violencia contra la prensa, explica que casi la mitad de los agresores o inductores son funcionarios públicos, es decir, alcaldes, concejales, policías, militares. El resto será el crimen organizado. Y unos sicarios pobres al servicio de todos.
Adriana Vázquez, de 49 años, recibió amenazas verbales en 2017, con la clásica dialéctica de los criminales: “Pinche vieja, qué andas metiéndote con el gobierno, te va a cargar la verga [una amenaza de muerte sin paliativos]”. Dejaban animales muertos en la puerta de su casa. “Acapulco se había puesto imposible. Mi novio decía que eran cosas mías, que estaba loca, ay, mujer, tú y tus ideas. Pero sonaban balazos frente a mi casa. Un día me fui donde el fiscal y me recomendó que abandonara: ‘Si denuncias, aceleras tu muerte y la de tus padres, mejor que te vayas”. Y salió con lo puesto. Los halcones [chivatos y acosadores] bromeaban aquel martes en su puerta: “¿Ya te vas?”, decía uno. Y el otro le seguía el juego: “No, hombre, ¿no ves que va en chancletas?”. Era eso o cortarle “la lengua y los dedos”. Así se rompe a un periodista. Pasaron tres años hasta que volvió a su casa en Acapulco. Seis meses antes lo intentó, pero el miedo la retuvo en un hotel, no llegó a ver a sus padres en aquella ocasión.
Y todo porque había escrito un artículo titulado Las Favelas de Acapulco, donde narraba la suciedad, la falta de servicios, la inseguridad, las drogas. ¿Era eso lo que tenían para mostrar a los turistas las autoridades locales? Resultó que el aspirante a diputado local era compadre del político de turno, que a su vez tenía relación con el vecino de ella… “Los vecinos dieron el pitazo”.
Vázquez no tiene protección estatal. El mecanismo diseñado para eso está rebasado, sin recursos ni capacitación, denuncian las organizaciones civiles. “Si ya no eres periodista no cumples los requisitos, pero cómo vamos a serlo, si nos silenciaron”, se queja Jesús Medina, de 42 años, presidente de la asociación Periodistas Desplazados México. Y menciona otros muchos obstáculos para acceder a ayudas y protección. A veces todo se arregla con un botón de pánico en el país donde matar sale prácticamente gratis.
La familia Pacheco pelea cada año para que continúen las medidas de protección en la casa que rentaron en un Estado distinto de Guerrero, donde asesinaron a su padre, el periodista Francisco Pacheco. Hace siete años que viven rodeados de chapas metálicas de seguridad y concertinas, con cámaras de vigilancia. Hace siete años y siguen molestándolos. Dejaron el periodismo político y de crimen, como hacen casi todos, y siguieron con noticias culturales, lejos de casa. Pero han continuado la investigación por el asesinato y eso tienen consecuencias. Ya van por el cuarto fiscal que se ocupa del caso. “Al primero lo quitaron, el segundo renunció, al tercero lo cambiaron de puesto. Todavía guardamos la caja intacta que nos devolvió el primero con la ropa de mi papá y ahora nos la han pedido para peritajes, siete años después”, se queja su hija Priscila, de 30 años. En Guerrero, donde todavía guardan sus cosas bajo vigilancia, les cortan la luz, les apagan las cámaras, pero el mecanismo de protección no lo entiende como amenazas directas de muerte, como aquellas primeras que obligaron a su destierro. “Cada año tenemos con ellos los mismos pleitos para renovar la protección. Esto no se acabó con la muerte de mi padre, aunque siempre seremos la familia del periodista asesinado. Tuvimos que cortar el teléfono en casa, claro que llamaban, y quitaban las pancartas en las que pedimos justicia, incluso aunque estamos en otro Estado. Sí notamos la amenaza, pero no sabemos de quién defendernos, ni por qué”. Estas familias acaban siendo expertos en ciencias jurídicas de tener que defenderse casi por sí solos. Investigan, logran pruebas, y eso tiene consecuencias. Dos relámpagos al alba, del colectivo Ojos de perro versus impunidad, es una miniserie con la que los Pacheco luchan contra el olvido y reclaman justicia.
Tras dormir en la terminal de autobuses aquella noche de octubre de 2017, Jesús Medina buscó la ayuda de otros colegas y un periodista del diario Proceso contó su caso. Las redes sociales se movieron, los apoyos llegaron y en cuatro días pudo reunir a su familia en la capital. Hoy siguen todos desplazados en otro pueblo que no es el suyo de Morelos, de donde salió huyendo en moto. Continúa en el periodismo, tratando de consolidar radios en varias zonas y ayudando a otros desplazados desde la asociación. Pero lo primeros meses abandonó la pluma y la cámara para vender aguacates en la calle. No quedaba otra. Su delito fue defender con su oficio y con sus conocimientos a los campesinos para que no les despojaran de sus manantiales con malas mañas. En estas aldeas, los periodistas son en ocasiones también activistas, portavoces y defensores de una población sin muchos recursos. Medina había estudiado en la UNAM y “cuestionaba a las autoridades por las medidas sociales, medioambientales, obras mal hechas”. El avispero perfecto. Quienes se reparten los presupuestos públicos no quieren que ningún sabiondo les ande molestando. Y mucho menos que lo cuente en la radio. Entonces corría 2017 y México había vivido un terremoto de consecuencias funestas. Las ayudas humanitarias muchas veces acababan en manos corruptas, lo mismo botas para el rescate, que pañales o medicinas. Medina lo sabía y lo contaba.
Los desplazamientos forzados de los periodistas crecen en México. El acumulado de los últimos años habla de decenas, entre 30 y 60, o más, es difícil ajustar el recuento. Los que pueden se van del país, otros abandonan el oficio y viven como pueden. En muchas ciudades, zonas de silencio las llaman, la prensa local apenas cuenta los muertos de esa semana y si ocurrieron aquí o allá, pero no profundiza. Hay Estados enteros en silencio. “La protección es muy pobre para los desplazados. Ante la impunidad judicial, muchas veces se opta por sacar a los periodistas a otras ciudades o a sus familias, pocas veces, pero no se ofrecen becas para los hijos, no se dan nuevas oportunidades de trabajo y aumenta la precariedad económica que ya arrastra la profesión en México”, dice Paula Saucedo, oficial del programa de Protección y Defensa de la organización Artículo 19. “Tampoco se ofrecen condiciones dignas para el retorno. Pablo Morrugares volvió a Guerrero en 2020 y en un par de días lo mataron”, cuenta Saucedo.
El impacto psicoemocional de los desplazados va limando su salud en ocasiones hasta la muerte. Ni dinero para medicamentos tienen algunos. “He conocido a diabéticos que anteponen la comida a las medicinas, lógicamente”, dice Saucedo. “Y rupturas familiares, planes de vida rotos”. Cuando se le pregunta a Jesús Medina sobre esto dice que la palabra que ha tenido que aprender a hierro y fuego es resiliencia. “Familias, esposas, viudas, hijos, son víctimas indirectas y el Estado no visualiza el problema. En mi caso, en cinco años tuvimos que vender todo lo que teníamos para subsistir. Sufrimos el desarraigo de la familia, los amigos, el entorno social. Esa es la mayor pérdida”.
“Soledad, silencio y aislamiento”. Así vive Adriana Vázquez. A su familia de Acapulco le dice que está bien. A sus vecinos de Ciudad de México les cuenta: “Que estoy casada, que soy ama de casa y que mi marido no me deja hacer nada. Es mi forma de decir que he dejado de ser peligrosa para quienes quieren matarme”. Y el novio que tenía allá, el que la ayudó a salir de casa aquel martes frente a los soplones… “Él bromea con que es mi marido… Al principio venía a verme, ahora ya solo somos amigos. Se acabaron los proyectos que teníamos en común. Mi sistema inmunológico se ha visto perjudicado y tengo artritis reumatoide polideformante”. Sus manos muestran ya signos de agarrotamiento. Un día ya no podrán sostener la pluma.
En el centro donde esta semana se reunieron las viudas frente a los platos de cacahuetes y mandarinas han montado un memorial para Javier Valdez. Sobrecogen sus plumas sobre los estantes, calladas. Las notas en sus cuadernos. Dos meses antes de morir a balazos en Culiacán dejó escrito una nota de condena por el asesinato de la reportera Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada en Chihuahua, donde se quejaba de que nadie acudía a las protestas convocadas. “Esa sociedad que reclama un periodismo valiente y digno, ¿dónde está?, que critica la corrupción de los reporteros y la complicidad, ¿dónde se escondió? Esos que desde el anonimato nos llaman chayoteros, vendidos, corruptos, hipócritas, oficialistas, ¿dónde andan? […] Van a venir a por nosotros, a disponer de nosotros. Quédense así, inmutables, escondidos, ausentes, hasta que nos lleve a todos la chingada”.
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