Trípoli es el nuevo epicentro del descontento, con trescientos heridos y un muerto tras una semana de protestas pese al confinamiento
JORDI JOAN BAÓS / Corresponsal / LA VANGUARDIA
Solo faltaba un fósforo. La inflamable situación de Líbano ha estallado esta vez en Trípoli, la gran ciudad suní del norte. Acogotados por la pandemia y sus consecuencias económicas, algunos alborotadores entre los manifestantes no se han contentado esta vez con denigrar a su incombustible clase política, sino que han intentado prender fuego a sus propiedades.
El estallido social empezó el lunes y llegó al clímax en la medianoche del jueves, cuando la turba logró incendiar el Ayuntamiento con cócteles molotov. Los ánimos estaban caldeados tras el entierro de un manifestante, fallecido el día anterior por heridas de bala, en uno de los enfrentamientos que han dejado más de cuatrocientos heridos. Una treintena de ellos, policías.
La pandemia deja al borde del abismo a un país que ya estaba exánime por la crisis económica y política
La situación seguía siendo ayer tensa, con media docena de inmuebles aún humeantes. La mayoría, dependencias públicas, pero también parte de una universidad privada, propiedad de un magnate y político local.
Este declaró ayer que si la policía no le protege tomará las armas él mismo –léase, su clan–, algo que pone los pelos de punta con la historia reciente de Líbano. Algunos amagos incendiarios contra la mansión de algún diputado o exministro fueron frustrados por un despliegue militar.
El caso es que el 50% de los libaneses ha traspasado el umbral de la pobreza, en la mitad de los casos de forma severa. Pero los politólogos advierten de que, en todo caso, la crisis reforzará el caciquismo como última red de protección. Todo lo contrario de lo que deseaban aquellos jóvenes que salieron a la calle en octubre del 2019 para terminar con el clientelismo sectario que paraliza el país desde hace treinta años.
Desde entonces, la situación económica y social no ha parado de deteriorarse, mientras la política sigue empantanada. Para mayor sarcasmo, el primer ministro cuya salida exigían, Saad Hariri, ha vuelto por la puerta de atrás, después de que el gobierno que le sucedió dimitiera en pleno tras la misteriosa explosión de agosto en el puerto de Beirut.
Hariri, sin embargo, no ha logrado formar gobierno en tres meses y la falta de iniciativa está exasperando a la calle, ante la gravedad y urgencia de la pandemia. Aunque lo de la calle es un decir, puesto que, después del repunte alarmante de casos tras el relajamiento de Navidad y Nochevieja, se ha adoptado uno de los confinamientos más estrictos.
Una nueva prórroga ha hecho perder los nervios a muchos en Trípoli, la ciudad más pobre y con más trabajadores pendientes del salario diario. Aunque el ejército está alerta y vigila a estos manifestantes –más a menudo con máscaras que con mascarillas– esto no ha evitado que muchas tiendas y cafés desoigan en Trípoli la prohibición de abrir.
Asimismo, uno de cada tres libaneses ha perdido el empleo, mientras los precios subían un 150% en un año. Consecuencia de la depreciación galopante de la libra libanesa, que durante veintidós años tuvo un cambio prácticamente fijo con el dólar, que se hundió a finales del 2019. Un dólar ha pasado de costar 1,5 libras a 9 en el mercado negro, mientras el corralito cumple quince meses.
Su fórmula para atraer ahorros árabes dependía de ese cambio fijo, que favorecía la inversión inmobiliaria, pero que asfixió la industria y la exportación.
Sobre el tejado de Líbano han caído también los cascotes del vecindario. En relación con su población, acoge más refugiados sirios que nadie –que se suman a los palestinos– y el papel de Hizbulah en el gobierno le ha pasado factura, durante estos años de máxima presión contra Irán. Un final abrupto de la adolescencia.
Del edén financiero al corralito
Emmanuel Macron anunció ayer su tercera visita a Líbano en pocos meses para defender su plan “contra la corrupción y la intimidación” y sacar al país del marasmo político y económico. En agosto el presidente francés calificó de “estafa de Ponzi” la fórmula de retribución de capital que había funcionado en Líbano durante décadas, hasta su reciente hundimiento. Riad Salamé, escogido varias veces desde 1993 como “mejor gobernador de un banco central”, está ahora en la picota. Un juez libanés le investiga por “negligencia” después de que dólares destinados a la importación de alimentos, medicinas y combustible terminaran en agencias de cambio. Hace una semana, Salamé declaró a instancias de Suiza, que investiga “un posible desfalco” de 400 millones de dólares, por transferencias en pleno corralito por parte suya, de su hermano y un asistente.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/internacional/20210130/6209837/libano-rojo-vivo.html