Miguel Barbosa y Eduardo Rivera intercambian mensajes en aras de conseguir o conservar el poder. La tendencia de un «gobernador poblano» crece en las percepciones sociales ante la «imposición del centro».
Por Jesús Manuel Hernández
Históricamente los ciudadanos de Puebla han querido que un “poblano” los gobierne, las decisiones centralizadas en tiempos del PRI dejaban en la negociación a las cartas locales, y recompensaban el vacío cubriendo la Presidencia Municipal de la capital con los “poblanos”.
Estas anécdotas vienen a cuenta por lo visto, oído y leído en el pasado 10 de octubre cuando Eduardo Rivera rindió informe e inició precampaña.
Desde Ávila Camacho, gobernante entre 1937 y 1941, empezó una tendencia a dejar como sucesor a una carta local e identificada con el avilacamachismo. Gonzalo Bautista Castillo fue pieza clave, le siguió Carlos I. Betancourt, el ”ingeniero” venía del grupo de Manuel Ávila Camacho; apareció el hermano del Presidente Rafael Ávila Camacho como sucesor; la cargada militar impuso a Fausto M. Ortega quien entró en serios conflictos con la UAP y solo estuvo tres años, el interino fue Arturo Fernández Aguirre, abogado local en ese entonces presidente del TSJ; y los militares volvieron con Antonio Nava Castillo sin carrera política local, decisión del centro, renunció un año después y llegó otro “importado”, Aarón Merino Fernández.
El avilacamachismo sumado al diazordacismo retomó fuerzas e impuso al Dr. Rafael Moreno Valle que estuvo solo 3 años y salió en medio de conflictos con la UAP y por “problemas de salud”.
Fue en aquel momento cuando los “poblanos” quisieron apoyar al grupo local y lanzaron a Gonzalo Bautista O’Farril, quien era Presidente Municipal para conciliar a los grupos locales, como interino, pero extremó las diferencias con la UAP y solo estuvo un año abriendo paso así a otro “importado”, el entonces senador Guillermo Morales Blumenkron.
Alfredo Toxqui se encumbró por errores de Carlos Fabre del Rivero y abrió la puerta al grupo local integrado por políticos tricolores de poca influencia nacional. Surgió entonces el pensamiento entre algunos de ellos que sólo estando en la Ciudad de México se podría tener la “pátina”, el “barniz” para ser candidato a gobernador.
Guillermo Jiménez Morales lo sabía, y aunque no tenía raíces poblanas, optó por ser diputado federal por la capital y desde ahí “se construyó” una poblanidad para ser mencionado como el aspirante local, aunque quienes realmente estaban en la línea de los priistas poblanos eran Miguel Quirós Pérez, Marco Antonio Rojas Flores y Guillermo Pacheco Pulido.
La sucesión cobró importancia a tal grado que el mismísimo presidente del CEN del PRI Gustavo Carvajal consultó a los sectores empresariales sobre quién sería la carta de ellos.
Una delicada operación fue efectuada por Jiménez Morales para poner de su lado a los líderes de la Canaco y otras cámaras y hablaron a favor de él.
Nuevamente las decisiones volvieron al centralismo con Mariano Piña Olaya quien tuvo como contrincante serio a Ángel Aceves con arraigo local y apoyado por la CTM. Manuel Bartlett también llegó por decisión del centro haciendo a un lado nuevamente a Aceves y los políticos siempre mencionados bajo una premisa popular “el ya merito…”.
Melquíades Morales Flores cambió la sartén por el mango. Aliado con Gonzalo Bautista O’Farril y algunos empresarios y gente de la sociedad civil logró levantar la mano ante la opción de José Luis Flores Hernández. Bartlett abrió el juego con miras a que le abrieran a él mismo la cancha nacional, y he aquí que Melquíades sorprendió a todos con la marcha del 24 de mayo donde llegaron poblanos y poblanas de todo el Estado a darle su apoyo.
Ahí resurgió la opción de que Puebla jamás debía dejar entrar a otro candidato que no fuera de Puebla.
Lo entendió Mario Marín, que agrupó a la burocracia política y el hijo de un importante político operó a favor de él mientras sus tíos hacían los acuerdos sobre posiciones en el gabinete para algunos familiares en reuniones privadas por los rumbos del Monumento a Juárez.
Marín quiso dejar a López Zavala, el chiapaneco o guatemalteco como pensaban algunos en ese tiempo, y pese al “baño empresarial de la sociedad poblana”, no pasó la prueba.
Marín tenía cooptados a los actores de los partidos, incluidos algunos panistas en lo individual, pero la proclama de poner a un poblano retomó fuerza y Rafael Moreno Valle Rosas logró incorporar a los representantes de las organizaciones empresariales y civiles y dio el manotazo.
Su error fue imponer en la sucesión a un familiar luego de la elección de Tony Gali.
Ese espíritu, ese deseo de que un “poblano” de Puebla sea el gobernador sigue permeando entre la sociedad.
El lunes 10 de octubre los observadores de la escena política vieron el escarceo de dos fuerzas en aras de conseguir o conservar el poder, salpicado de ironía, de mensajes, de miradas y de aplausos arrebatados a la oposición y donde Miguel Barbosa dio una lección de cómo confrontar a los opositores en su propia cancha.
Eduardo Rivera, presidente municipal “libre”, como dijo el gobernador no desaprovechó el momento y en consecuencia ha dado el paso sin retorno, empezó a hacerse presente en los informes de otros presidentes, como el de Chignahuapan, desde donde se buscan alianzas con los “serranos” para tomar el poder.
Un observador preguntó al reportero ¿cómo vio usted los mensajes sicilianos?”, en alusión al juego de palabras entre Barbosa y Rivera.
Mientras tanto el candidato cómodo para el gobernador y para una parte de la 4T sigue presentando sus tesis, regalando arbolitos y divulgando su frase “Por amor a Puebla”.
Por lo pronto habrá que releer a Mario Puzzo.
O por lo menos, así me lo parece.