El aventurero Zalacaín repasa un menú patrio con sus amigos y sobresale la historia del Pozzolli prehispánico
Por Jesús Manuel Hernández*
Por suerte las tradiciones en torno de las llamadas Fiestas Patrias de Septiembre no se han perdido del todo, principalmente entre la sociedad de los barrios de la ciudad capital siguen haciéndose reuniones en torno a los alimentos populares.
Zalacaín había comentado con los amigos sobre cuál sería para ellos el menú ideal para festejar la Independencia de México.
Desgraciadamente los nombres de los antojos fueron repetitivos, todos citaron a las chalupas como elemento sine qua non para dar “El Grito”, un asunto bastante discutible sobre todo si se acude a la historia de la gastronomía, de la cocina poblana, las chalupas hicieron su debut décadas después, prácticamente entre finales del siglo XIX, o más bien ya entrado el XX cuando las familias ricas convirtieron el Paseo del Río de San Francisco en un sitio de recorrido dominguero y las marchantas y cocineras llevaban sus productos a vender, entre otras cosas las enchiladas, cuya receta no es precisamente a lo hoy conocido, más bien, a la sobreposición de tortillas con salsa, cebolla y carne para formar una especie de pastel y algún recetario de 1888 citaba colocar la tortilla por separado, una a un lado de otra, y no encima, y quizá así, aparecieron las chalupas con apellido poblano, a un lado del arroyo y los baños de San Juan, de don Mucio Hernández, donde los pobres se aseaban los fines de semana. Zalacaín había conocido al heredero de don Mucio con quien acostumbraba tomar café a las 10 de la mañana en la barra del Café Aguirre de la 5 de Mayo, tiempos idos.
Otro amigo habló de las “tostadas” sin duda más cercanas a lo patrio por los colores de las salsas mezclados con queso y crema.
Las tortas compuestas también recibieron espacio en el menú, lo mismo el chileatole, los pambazos de frijoles o de mole poblano con pollo, las chanclas, las pelonas, escasas hoy día por la ausencia de un buen pan y la experiencia para freír sin engrasar los panes.
La lista fue creciendo. El mole de chito, los esquites, y apareció un nombre de un antojito poco conocido hoy día “los guajolotes”, hechos con un pan muy parecido en forma al de la chancla, desmigado se freía y se rellenaba con frijoles y carne de lomo de cerdo cocida, se agregaba salsa verde, roja o de chile multado, aguacate, una vez unidas las dos mitades de bañaban a veces con más salsa y crema o simplemente se comían así. Los guajolotes fueron famosos en una antojería frente al Teatro Principal en la 8 oriente, otra por el Cine Coliseo, ya desaparecido, los de la Bola Roja, y principalmente los del Hotel Royalty, donde no hace mucho, antes de cerrar, aún formaban parte de su carta de alimentos.
Zalacaín fue cuestionado sobre su aportación para el menú patrio, prácticamente agotado por tantas citas de los amigos.
Solo faltaba un plato distinguido en la familia del aventurero para la noche del 15 de septiembre, se trataba del “Pozole blanco”, elaborado por su abuela en esas fechas para recordar su infancia en Izúcar de Matamoros. Por supuesto había otros pozoles, el rojo el verde, alguno con pollo o pescado, asuntos fuera del interés de Zalacaín, para él, el pozole debía ser de cabeza de cerdo, condimentado con un poco de lechuga cortada a lo largo, finamente, un poco de cebolla en juliana, rebanadas o pequeños trozos de rábano, polvo de orégano seco molido en el momento con los dedos, y un poco de chile rojo seco en polvo, ahí los gustos podían ser diferentes, la abuela y la madre de Zalacaín usaban el serrano seco molido en el molcajete, y las tías preferían el piquín e incluso el costeño.
El aventurero aprovechó para contar algunas anécdotas sobre el pozole. Por ejemplo hacía unos 15 años le había sorprendido leer en la carta del restaurante “Mestizo” en la Calle de Recoletos en Madrid, una colección de platillos mexicanos verdaderamente antojadizos, máxime cuando se está a 9 mil kilómetros de la tierra.
El sitio estaba abarrotado, recordaba, había un menú por 12 euros y además platos por separado, entre otros, “molcajetes de pollo o carne”, guacamole, “burritos”, “flautas”, por desgracia también aparecían los llamados “nachos”, esos totopos agringados y divulgados por todo el mundo como un auténtico plato mexicano.
Dos platillos capturaron su interés: “tamales oaxaqueños” y “pozole de cerdo o pollo”.
Históricamente los orígenes del pozole se remontan a los pueblos mesoamericanos y su posterior consumo tuvo relación con un acto de canibalismo religioso en tiempo de Hernán Cortés, quizá por ello el consumo del pozole no se registró en los recetarios del siglo XIX cuando se dió cuenta de las comidas mexicanas.
Zalacaín alguna vez escuchó a Miguel Botella, antropólogo forense de la Universidad de Granada, España, explicar las costumbres del canibalismo en los pueblos mesoamericanos tal cual ocurría en el Neolítico Europeo, 3000 años antes de Cristo, «de aquí lo habrán llevado los hombres que cruzaron el estrecho de Bering», decía Botella.
Durante la charla hizo referencia a la “Historia General de las Cosas de la Nueva España” de Fray Bernardino de Sahagún, quien relataba la forma de cocinar el maíz también llamado «reventón» y cómo se usaba en ceremonias religiosas para producir el «pozzolli«.
Zalacaín había mantenido la tesis al respecto, pues Sahagún relató el banquete en honor del dios Xipe Totec, el dios de la primavera, donde los esclavos eran desollados en la fiesta llamada Tlacaxipehualiztli, los cuerpos de los sacrificados eran descuartizados, la cabeza y el corazón se los quedaban los sacerdotes, y todos se cocían por varias horas con maíz cacahuatzintli. Moctezuma recibía un enorme plato con ese cocido coronado con la carne del sacrificado.
Pero este cocido era exclusivo de sacerdotes y principales, no del pueblo, los demás lo comían con la carne del perro xoloitzcuincle.
A la llegada de los españoles, el pozole se transformó, primero por la desaparición de los sacrificios humanos y, segundo, por la llegada del cerdo, cuya carne, decían los sacerdotes adictos al canibalismo religioso, ero la más parecida en su sabor; luego entonces, el pozole constituía uno de los platillos más antiguos de la cocina mesoamericana prehispánica, con sus variantes y fusiones a la modernidad y la supervivencia.
Hoy día son famosos los pozoles de Guerrero, Michoacán, Jalisco, con sus variables en colores, rojo, verde, blanco, de cabeza de cerdo, de maciza, de pollo o de pescado e incluso los hay de camarón.
A él, le movía el recuerdo de aquellas visitas al mercado de Atlixco a comer pozole las tardes de los sábados o domingos, y mejor aún cuando el viaje se prolongaba a Izúcar de Matamoros, el pozole blanco de esa zona, influenciada por Guerrero sin duda. Vaya recuerdos.
La abuela lo hacía siguiendo los cánones, compraba los granos de maíz cacahuatzintle los remojaba toda la noche, al día siguiente los ponía a cocer con un poco de cal, luego los enjuagaba y pelaba, es decir desprendía el pellejo de cada grano y el punto más importante, debía arrancarles la “cabeza” del maíz, el pequeño grano oscuro de donde saldría la raíz en caso de ser sembrado, de lo contrario el grano jamás “reventaría”… Lo demas era el trabajo de preparación de la carne de la cabeza del cerdo y el caldo donde se cocía para lograr el mejor sabor, pero esa, esa es otra historia.
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.