Por Jesús Manuel Hernández
Quizá una de las formas más sencillas y eficaces para guardar la dieta sea el consumo de verduras simplemente crudas o hervidas y a veces salteadas en aceite de oliva para proceder luego al sazón de cada cocinero.
La mezcla de las verduras quizá surge como acompañamiento de los potajes, muchos de ellos preparados en conjunto, carnes y verduras dentro de la llamada “olla podrida”, la forma más antigua de cocer carne.
Pero hubo momentos importantes donde la llamada “minestra” o sopa de verduras para los italianos constituyó un alimento cotidiano; caldosa aliviaba el frio y un poco seca era agradable al estómago, ayudaba a la digestión.
Se sabe de la presencia de la “minestra” desde el siglo XI en la cocina conventual, pero cinco siglos antes la Regla de San Benito de Nursia citaba como uno de los platos fuertes a consumir en la “hora sexta”, al medio día, un ligero almuerzo de menestra o un potaje de legumbres del huerto, habas principalmente, seguidos de frutas.
Se desprende de esa recomendación, decía Zalacaín a un amigo por la vía telefónica, la preparación de las menestras conventuales con base en los productos cultivados en los huertos de los frailes.
La costumbre pasó a España, en Palencia se conoció de la mezcla de la menestra con carne de cordero y alcanzó niveles gourmet a principios del siglo XIX.
De hecho las primeras recetas en español apenas aparecen en la Real Academia en 1837 y estaba citada como parte de un potaje, como guarnición o simplemente como un plato caliente ligero con base en verduras del tiempo.
A México la menestra llegó de la mano de los españoles, principalmente de los frailes quienes cultivaban en sus huertos varias verduras importadas y las mezclaron con las originales de Mesoamérica, obteniendo así un potaje diferente, con sello propio.
A los chícharos, cebollas, ajos, zanahorias, alcachofas, cardos y otras, se unieron los frijoles, granos de maíz, chiles, chayotes, jitomates y demás.
La receta original es un mito, cada convento, cada familia, cada región usa las verduras y hortalizas regionales y le va dando un toque especial, una cosa es cierta, el caldo de cordero y algún trozo de su carne le da un sabor diferente, muy agradable.
Zalacaín había probado menestras palentinas varias veces, otras de Navarra donde los espárragos y los cardos, ayudados de un poco de jamón serrano le dan un toque muy especial y se llevan bien con los vinos navarros blancos secos o tintos.
La menestra riojana es quizá la de más dificultad en su preparación. Los riojanos utilizan judías verdes y tiernas, chícharos en vaina, tiernos, habas frescas, acelgas también frescas, alcachofas, zanahorias, brócoli, espárragos blancos de Navarra, aceite de oliva, jamón ibérico y huevos duros.
El agua donde han cocido las alcachofas servirán para hacer el fondo de la menestra. Los brócolis y los corazones de alcachofa, bien cocidos y escurridos se pasan por harina y se rebozan en huevo, con lo cual el platillo adquiere un valor superlativo.
La abuela de Zalacaín preparaba una menestra con verduras del tiempo, los garbanzos aparecían de vez en cuando, junto a las calabacitas tiernas, los chícharos, algo de chile poblano en rajas, zanahoria, alcachofas, habas tiernas, acelgas y además del huevo duro, le agregaba unos trozos de longaniza bien frita, con lo cual la menestra dejaba de ser dietética, pero era muy sabrosa.
Esa menestra casera se adelantaba o acompañaba casi siempre a un plato de cecina de Atlixco a la parrilla, pero esa, esa es otra historia.
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