«Fui violada, y mis hermanas y mi madre… Y asesinaron a mi padre y a mi hermano»… Divine y su vida en los campamentos de refugiados africanos que impiden que el drama en Melilla sea aún mayor…
MARTÍN MUCHA / Texto y Fotos / CRÓNICA / El Mundo
«Tocaron la puerta de noche. Abrió mi padre y le asesinaron. Después a mi hermano. Violaron a mi madre, a mi hermana de 20 años, a mí, a mi hermana de 12…». Varios días después de escucharla sigo recordando como si me contara su historia susurrándomela al oído. Con los iris como si tuvieran una capa de rocío. Divine está allí, en un campamento de refugiados, en Uganda. Estamos muy cerca de la explosiva frontera con el Congo y Ruanda. La guerrilla M23 ha tomado el control de Bunagana, a sólo 15 kilómetros, y han desplegado toda su muerte. Son olas de gente que llegan. Con sus dramas, sus miedos, sin nada. Los soldados están nerviosos a cada paso de los recién llegados. Los cachean. Les pasan detector de metales. Divine está en un rincón de una habitación contando lo que pasa. De lo que huyen.
Es lunes y llegó hace escasas horas. Es una adolescente que huyó de la fatalidad por la ventana. Sin dirección. Con lo puesto. «La primera vez traté de correr. Me capturaron. Lo oí todo. Tres atacaron a mi madre. Otro a mi hermana, otro a mí, otro fue a por la pequeña. Del dolor, de la impotencia, era mi primera vez, me desmayé». Al despertar lloraron juntas. Limpiaron y velaron sus muertos. Se habían quedado completamente solas.
Por si se lo preguntan, ellas tenían un destino. La hermana mayor estaba estudiando para ser doctora y trabajando. Divine quería ir a la universidad. Y está aquí, entre familias enteras, sin saber si sus hermanas y su madre están vivas. «Después, nos cambiamos de casa. Yo apenas recordaba… Era ese hombre, con su pistola en mi cabeza, diciéndome que no me mueva. Me tapó los ojos…». Pensaban seguir adelante, estaban juntas al menos. Pero… «Los escuchamos de nuevo. Borrachos, los mismos soldados…». El mismo ruido intentando forzar la puerta. Las habían encontrado y querían repetir, en el mejor de los casos. En el peor, convertirlas en esclavas. Y, quizás después matarlas para que no quedaran testigos de su horror. Temblaban. Decidieron rápido. Huyeron. En distintas direcciones, con el sonido de las botas escuchándose cerca. Divine corrió y saltó. Durante horas.
Aún Divine no sabe si las otras mujeres de su familia están vivas. Ella -con su rostro ovalado, su nariz delgada y unos ojos abiertos, brillantes como el de un cisne- es ya parte del grupo de supervivientes, de los cientos y cientos que cruzan semana a semana la frontera entre República Democrática del Congo (RDC) y Uganda. Este último es un país de acogida, el más importante de África. Tiene entre 1,5 y 2 millones de refugiados. Es el gran parapeto de las olas migratorias, el que evita que el drama sea aún mayor en Melilla y Ceuta, en Canarias, en Lampedusa…
En los campamentos donde está Divine hay un batallón de organizaciones que se juegan el tipo para mantener algo tan básico como el agua potable. Con fondos de la Unión Europea, que ha invertido más de 250 millones en Uganda para sostener la ayuda humanitaria. Ya se han aprobado 1.810 millones para la zona del Cuerno de África y colindantes (Somalia, Etiopía, Kenia, Sudán, Eritrea, Sudán del Sur, Tanzania, Uganda y Yubuti). Y es posible ver los resultados, aquí en Kisoro, a 15 kilómetros de la belleza más absoluta (el parque nacional del Gorila de Mgahinga) y el infierno, Bunagana…
Flashback. Para llegar a Kisoro hay que tomar una avioneta desde Entebbe. Desde arriba se ve el Lago Victoria, que parece abarcar el horizonte. El cielo, la muerte, el tiempo lucen detenidos ante la Perla de África. Con las turbulencias uno vuelve a la consciencia de que hay que saber vivir en África. Y hay que saber morir también… Al aterrizar, el centro de recibimiento de Nyakabande tiene el mismo movimiento que un aeropuerto. Los afortunados llegan con alguna maleta; los menos, con lo puesto. Les hacen tests Covid, les duchan, les dan la comida y el agua que muchos no han probado en días. El chillido de los lactantes retumba. Ésta es otra guerra olvidada.
Mientras escribo el reportaje, los M23 mataron a 17 personas a machetazos, cuatro de ellos niños inocentes. En esta triple frontera, hay intereses de la guerrilla, y los gobierno de RDC, Uganda y de Ruanda. Un equilibrio que se antoja imposible. Se repiten nombres de clanes: tutsis, hutus… Algunos recién llegados se rebelan, lanzan piedras a la carretera, los AK-47 se rastrillan. La policía militar los arroja al suelo. Les apunta con sus armas. Llegan autobuses con más refugiados. Los niños dicen hola con las manos.
«Es impredecible la situación en la frontera», dicen las autoridades locales y coinciden con los representantes de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). Eso mientras por doquier hay letreros orientativos previniendo de la malaria y el ébola. En el campamento, se amontonan ante la llamada para la comida. Las ollas llegan a medir metro y medio de diámetro.
La familia de Noa y Esperanza, 40 y 38 años, están bajo un toldo. Ellos escaparon de las balas. «Nuestra aldea fue incendiada». Aderina, Ester, Janet, sus pequeñas, «se libraron de ser violadas». Tumushime, Mos, Yosua, de ser niños soldados. De eso huyeron. Aún tienen cicatrices sin sanar. A una de las chiquillas le atropelló una motocicleta. Eran agricultores y tuvieron que abandonar a sus cabras. «Han destruido todo». Aún así quieren volver. Es su esperanza. Su tierra, aunque esté quemada.
Dushime, 19 años, un jovenzuelo con iris marrones grandes, de metro setenta y cinco, luce una camiseta que dice África. El viene de cerca, de Jamba. Le venían a reclutar. «Durante la noche llegaron. Sonaron las balas». Vinieron por comida y por él… «Si me hubieran atrapado no estaría vivo». Lo único que se llevó fueron sus notas del colegio. Nos las enseña. Es buen alumno. «Quiero terminar y sacarme el diploma. Trabajar. Trabajar. Esa es mi oportunidad». No tiene a nadie más en el campamento de refugiados.
Rebecca, 48 años, está aquí, en cambio, con ocho de los suyos. Recuerda dos cosas de su escapada: «La sangre» y cómo cogió a sus pequeños sin dudar. Hubo una intensa pelea. Rememora a los muertos del camino, a los que cayeron por la metralla y las granadas. «A un vecino con todo el rostro partido. Quemado. Es horrible». Va a su carpa con paso raudo. Su nuevo hogar se sostiene con sogas y grandes clavos hundidos en las piedras volcánicas.
Martes. Viaje por medio país en una van que tiene protecciones de metal hasta en las luces traseras. El viaje de Kisoro a Nakivale es más largo de lo que pensaban los fixers. Comenzamos a las 7:45 y llegamos a las 14 horas. Un viaje entre volcanes y mutilados. Nos cruzamos con una grulla coronada, el pájaro nacional. Parte del paisaje son las vacas de grandes cuernos. El conductor tiene que parar para refrescar los frenos con agua. Huele a plástico quemado.
Hay infames obstáculos a lo largo de la carretera. Más mutilados, niños que caminan sin rumbo, motos sobrecargadas. Tres volcanes alineados, una nube en la cima de la más alta, como copo de algodón o nieve fake. Llegamos a Nakivale, aquí los refugiados son 129.386, sobre una población de 138.380. De ellos, 75.148 provenientes de la RDC. El 78%, mujeres y niños.
Vuelven a comenzar en un nuevo país y les dan lo básico. Un palo largo para sostener la tienda de campaña, la lona, una lampara solar, un bidón para recolectar agua, kit de limpieza… Ropa, una prenda superior e inferior. Sonríen sorprendidos al ver que son de Zara, colaborador para vestirlos. Solomon selecciona una chaqueta azul y un pantalón a juego. Luce elegante en medio del campo de cultivo donde levantará su casa.
Miércoles. Nzanuhabwa y Zawadi viven junto con sus tres hijos en una vivienda de adobe de 1.80 metros de altura y no más de 35 metros cuadrados de superficie. Tienen sólo una frase en la mente: «Nos mataban».
Ruhemura, 52 años, ha tenido que reaprender todo. Hasta a cuidar a sus tres nietos, huérfanos. Analfabeta, firma su documentación con huella dactilar, pero ha aprendido a manejar sus finanzas con tarjeta de crédito. Para recibir la pequeña ayuda económica que brinda DG-ECHO (Protección Civil y Operaciones de Ayuda Humanitaria Europeas).
-¿Cómo murieron los padres de sus nietos?
-Sólo sé que a él le obligaron a cargar pesadas cargas para la guerrilla. Cuando estaba por acabar, le dispararon por la espalda.
EFECTO VALLA: 7.137 KM. HASTA MELILLA
Es parte de la red de protección que hace que aquí todo tenga un orden tras el caos de la guerra. Es el efecto valla, a 7.137 km hasta Melilla. Esa pequeña inyección económica impide un éxodo mayor… No más de 30 euros mensuales. La abuela observa a los pequeñajos juguetear alrededor. Los patos graznan. El cielo de Uganda es azul verdoso.
A 100 metros está Matanda. Tenía 16 años cuando huyó de los disparos y la violencia. Pero a veces lo peor es lo que pasa en la ruta. «En el camino quedé embarazada». Abusaron de ella. Y aquí está. Ha construido su casa, trabaja y quiere seguir estudiando cuando pueda enviarla a la escuela. Aquel lugar donde ella era de las mejores de su clase…
-¿Qué te gustaba del cole?
-Álgebra. Pero quiero ser enfermera. Puedo serlo. Lo sé.
Lo dice mientras sostiene a su hija, que mira a la cámara con una intensidad inusitada. Como pidiéndole respuestas por estar dónde está. Hay una belleza inusitada en su manera de hacerlo. Tan emocional como triste. Tan auténtica como sentimental.
Jueves. Gabriel Chimogomogo Balangaliza, 61 años, es cristiano pentecostal. Se sienta con nosotros para contar el gran drama de sus fieles. «Vengo a denunciar los abusos sexuales entre los refugiados», dice para que se sepa. Que es un gravísimo problema denunciado por Amnístia Internacional. «No se puede negar». Basta ver alrededor: adolescentes embarazadas, madres niñas. «Siento miedo». Reza su salmo favorito, por ellas: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena…».
Esta historia de abusos en Uganda tiene raíces desde las atrocidades del Ejército de Resistencia del Señor, del señor de la guerra Joseph Kony, el terrorista sin piedad responsable del secuestro de más de 30.000 niños y niñas. Ellos, soldados. Ellas, esclavas y prostituidas. Tan atroz como el carnicero Idi Amín…
Otra visita, más límpida. El lugar del agua, una planta depuradora que funciona con energía solar en Nakivale. Todo realizado con fondos europeos. Antes, 20.000 personas alrededor bebían un líquido amarillo repleto de minerales, que enfermaba. Nsenga Charles, 37 años: «Gracias por darnos agua, sin sabor a hierro»…
Viernes. Fin de la travesía. Vuelta a Entebbe y a Kampala. El caos perenne. Los funcionarios de la UE que desde allí piden que «Uganda vuelva al mapa». Ya desde el vuelo de vuelta, sigo recordando los ojos de Divine. Buscamos a Kritsa, su hermana mayor, por Facebook, sin éxito. La soledad es la mirada de ella. Contándome su violación para que no se olvide. «Fui violada y mis hermanas y mi madre… y asesinaron a mi padre y mi hermano». Esos ojos marrones apagados no se van. Ella prueba que la vida está por encima de todo. Y como esa soledad de estar sin absolutamente nadie tiene nombre, Divine.
Fuente: https://www.elmundo.es/cronica/2022/07/04/62c31c63e4d4d8dc1b8b45ac.html