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Retrato de Thomas Mann, desde el primer amante a la última soledad | El Mundo

Colm Tóibín novela la vida del escritor alemán en ‘El mago’.

LUIS ALEMANY / EL MUNDO

Si la vida de Thomas Mann fuese una pieza de videoarte o el tráiler de una película, la obra podría empezar con una imagen casi onírica y saturada de luz, una escena de iniciación entre dos compañeros de internado en un muelle de Lübeck que se han escapado de clase para cruzar la frontera entre la amistad y la sexualidad, pero que, al final, dan un paso atrás, asustados por la transgresión. Entonces, empezaría a sonar la Octava Sinfonía de Mahler en alguno de sus tramos más perturbadores y la película se convertiría en un crescendo de imágenes en collage: Venecia, Hitler, el Nobel, Davos, Heinrich Mann, Los Ángeles, Freud, los hijos, el sexo prohibido, el suicidio, la guerra… Y al final, en ese momento en el que Mahler detiene el estruendo y retoma la melodía perdida, la imagen volvería a la dulzura de Lübeck.

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El mago, de Colm Tóibín (Lumen), es lo contrario a una pieza de videoarte o a una sinfonía de Mahler. Es un relato largo, fluido y de estilo casi invisible que relata la vida de Thomas Mann sin que una sola escena aparezca enfatizada, sin que ninguna idea se presente como un gran misterio desvelado. El misterio de Mann, el de El Mago, no fue su sexualidad, ni lo que su severidad escondía, ni su talento para la narración. El misterio de Mann es algo tan nuclear en el personaje que sería infantil desvelarlo.

«Lo que me fascina de Mann es su condición fantasmagórica. Hay relatos de muchas escenas de su vida familiar en las que el entraba en su casa y todo el mundo hacía ruido y tocaba música y bailaba, todo el mundo menos él, que permanecía silencioso y callado. Thomas observaba, era una presencia fantasmagórica. No gritaba, no discutía, no interrumpía… Y eso era contradictorio con el poder que tenía cuando escribía», explica Tóibín desde Los Ángeles, la ciudad en la que el autor de Doctor Fausto se exilió entre 1942 y 1952.

La idea de que Tóibín, el autor de Nora Webster y de Brooklyn, novele la vida de Thomas Mann es irresistible pero no insólita. Hace 16 años, Tóibin publicó en España The Master. Retrato del artista adulto (Edhasa), su relato de Henry James. «Tanto Thomas Mann como Henry James fueron escritores que se crearon una imagen con la que presentarse ante el mundo. Mann se proyectó como un académico, un intelectual alemán, una presencia sólida… Después de su muerte, el mundo descubrió que su realidad estaba llena de grietas, que fue muy inestable, que se veía a sí mismo como una presencia frágil. Su vida estaba llena de ambigüedades sexuales, políticas y respecto al sentido que tenía de sí mismo», explica Tóibín.

La tentación es empezar por la sexualidad. Primera escena, la de los muelles de Lübeck. Thomas Mann, un adolescente casi inaccesible para sus compañeros, descubre la amistad en el hijo de un molinero, idealiza ese vínculo y lo romantiza. El día de la escapada, declara su amor. no del todo claramente pero casi, y su amigo le contesta con un no pero sí pero no y un abrazo difícil de interpretar. Después llegan las vacaciones y la amistad se diluye. Segunda escena: cuando Mann estudia bachillerato y vive solo, de huésped en casa de un profesor, el hijo de este, un chico vulgar y desdeñoso, lo convierte en su amante. La relación es más bien brutal y está siempre al borde del descubrimiento y de la infamia. Si alguien fantasea con una historia que se llamase Lo que no se contó de Los Buddenbrook, aquí tiene material.

Tercera escena: Múnich, un concierto de Wagner. Mann, aún un aspirante a escritor, está sentado en una butaca de segunda clase del auditorio. Su mirada se dirige a la platea, a Katia y Klaus Pringsheim, los más bellos miembros de la burguesía intelectual de la ciudad: guapos, cultos, divertidos, transgresores, judíos… Mann los ve con deseo, a los dos, al mismo tiempo. Katia detecta su mirada y entiende todo, los recovecos y la soledad de Thomas. Y, entonces, empieza el cortejo que terminó en 50 años de matrimonio y seis hijos. «Mann mantuvo en secreto su sexualidad, su deseo y algunos encuentros. Pero su matrimonio no fue triste como suele ocurrir con los hombres homosexuales que viven con una mujer. Katia era una persona que estaba por delante de su tiempo. Ella era consciente de quién era su marido y lo quería así».

En realidad, la sexualidad de Mann no fue nunca tan secreta. Cuando conoció a Katia, escribió un cuento en el que explicaba muy claramente ese primer impulso de poliamor wagneriano. Y de La muerte en Venecia no hay que dar muchas explicaciones. Lo interesante es descubrir, con el relato de Tóibín, que esa sexualidad era parte de una imagen conflictiva que Mann tenía de sí mismo, la del portador de un gen maldito. Para empezar, porque su madre era una brasileña católica y expresiva, que desafiaba con su sola presencia las normas de Lübeck.

«Esa es la esencia de la novela: la imagen de Mann del escritor burgués que controla su vida no era cierta. Mann, en realidad, era un hombre sensual e inestable. Incluso en su formación intelectual había mucha inestabilidad. No fue a la universidad y no estuvo nunca en París, con lo fácil que hubiese sido. Y como intelectual, era un gran lector pero era un lector pragmático: elegía los libros que le interesaban para escribir».

El Mann de Tóibín es también un escritor de una facilidad insultante: pasa unos días en Venecia y se trae La muerte en Venecia como el que se trae un souvenir. Va a visitar a Katia a un sanatorio en los Alpes y escribe La montaña mágica porque esa era la consecuencia lógica. «Escribió Los Buddenbrook somo si hubiese visto toda la historia en una fotografía» explica su retratista.

Sin embargo, hay algo que no aparece en El mago: el retrato intelectual de Mann. No hay ni una sola línea dedicada a explicar si le gustaba más Balzac que Tolstoi, qué pensaba de Goethe o de Oscar Wilde, por ejemplo. «Esa parte la escribí pero no funcionó, me desviaba de mi interés con su vida en la familia y quedaba aburrido. Eliminé 55.000 palabras al respecto».

Una sola duda, entonces: Mann era casi contemporáneo de Marinetti, de Picasso, de Joyce y de Le Corbusier. ¿No le interesó la revolución intelectual de su generación, la de las vanguardias? «Empezó a interesarse por el modernismo muy tarde, en América, en 1940. En ese momento se enteró de lo que había conseguido James Joyce, aunque no creo que lo leyera. No hay ninguna mención en sus diarios ni en sus cartas sobre Picasso ni sobre Marinetti. Freud sí le interesó mucho. Schoenberg le fascinó intelectualmente más que como un gozo de los sentidos. Su gusto se quedó en Wagner y Mahler. En realidad, era un hombre alemán del XIX que tuvo la mala suerte de vivir en el XX».Más en El Mundo¡Señor Moreno, Juanma, di algo!El lunes de los famosos, en imágenes

La tendencia es ver en el destino de los hijos de Mann, autodestructivos, suicidas y adictos a la droga, una prueba de que esa mezcla de anacronismo, ocultamiento y severidad fue la semilla de un dolor insuperable. Tóibín no lo cree: sostiene que los hijos del novelista fueron niños felices cuyas vidas quedaron destrozadas por el trauma del III Reich. Si padre, en cambio, hizo lo correcto: «En 1914 era un monárquico, proprusiano, conservador. Después, se convirtió en un gran demócrata y se manifestó con mucho valor contra Hitler».

Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2022/06/14/62a7344cfdddffa7978b4579.html

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