A Lonnie Thompson y Ellen Mosley-Thompson los llaman los “Indiana Jones del clima”. Mezcla de científicos y aventureros, se conocieron en 1969 y siguen investigando mano a mano en la misma universidad de Ohio en la que conservan un archivo de muestras de hielo traídas de algunos de los lugares más remotos del mundo, de los Andes al Himalaya, pasando por los polos. De su estudio obtienen información sobre el calentamiento global. Su trabajo recibe ahora el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA
IKER SEISDEDOS / EPS / EL PAÍS
El pasado y el futuro del cambio climático se conservan a 34 grados bajo cero en un pabellón frigorífico de la Universidad Estatal de Ohio, en la ciudad de Columbus. El paleoclimatólogo Lonnie Thompson lleva 40 años recogiendo por todo el planeta muestras de hielo que almacena en tubos de un metro de largo que sumarían más de siete kilómetros puestos en línea recta. Ante la cara de aprensión del visitante, que ve cerrarse las puertas de las tres estancias que conducen al corazón del “archivo del hielo”, el científico explica que el sistema está diseñado para que sea imposible quedarse encerrado aquí dentro. “Además, tendríamos unos 20 minutos antes de morir congelados”. Solo han pasado 20 segundos y, francamente, cuesta creerlo.
El aspecto del matrimonio formado por Lonnie, de 73 años, y su esposa, Ellen Mosley-Thompson, de 74, también despista. Tras su pinta de venerables abuelos de la ciencia se esconden un par de aventureros. Han ascendido las montañas tropicales más altas del mundo o pasado largos meses en llanuras remotas de la Antártida para perforar glaciares y profundas extensiones de hielo, recoger muestras y traerlas a Columbus para su análisis en el Byrd Polar and Climate Research Center (Centro Byrd de Investigación Polar y del Clima), en el que ambos trabajan desde los setenta.
De su estudio obtienen datos sobre el comportamiento y las alteraciones meteorológicas del pasado que ofrecen pistas sobre el cambio climático actual. Esos trozos de hielo, que son como líneas del tiempo que registran miles de años de sequías, precipitaciones, incendios, cenizas volcánicas, gases de efecto invernadero o hasta microbios, les hablan. Y lo que les cuentan no resulta tranquilizador.
“Son los mejores testigos de la vida en nuestro planeta. Los glaciares carecen de agenda política. No presionan a nadie, pero son la prueba de que el sistema climático está cambiando por el efecto del hombre”, aclara Lonnie, a quien las malas noticias no solo le llegan a través del microscopio. Miembro de la generación de científicos que literalmente descubrió el cambio climático, también ha contemplado cómo esas masas de hielo a las que ha dedicado su vida han retrocedido en estas décadas, con registros que van desde el 56% del Quelccaya, en Perú, hasta el 93% en el Puncak Jaya, en Papúa Nueva Guinea. “En 25 o 30 años habrán desaparecido, y no volverán. Solo quedarán pruebas de su existencia en nuestro congelador”, avisa.
Ellen, por su parte, explica que en Groenlandia “también se notan los efectos del cambio climático a simple vista, sobre todo en verano, cuando se forman lagos de agua sobre la capa de hielo”. También, que en la Antártida ya se observan “alteraciones en el comportamiento de los pingüinos” a causa del calentamiento global.
Bjorn Stevens, director del Instituto Max Planck de Meteorología y presidente del jurado que les ha otorgado el Premio Fronteras del Conocimiento en cambio climático de la Fundación BBVA (que recogen el 16 de junio en Bilbao), explica en una conversación telefónica desde Hamburgo que sus colegas conocen al matrimonio Thompson como “los Indiana Jones del clima”. “Su aportación más original”, argumenta Stevens, “son los estudios de los glaciares tropicales. Ahí fueron pioneros. La exploración polar estaba muy desarrollada cuando decidieron aventurarse en otras latitudes, como los Andes, el Himalaya y el Kilimanjaro, a las que, en muchos casos, era muy difícil acceder y obtener los permisos necesarios para perforar. Y luego estaba la dificultad de subir ahí arriba, con equipos muy pequeños y a costa de correr grandes riesgos. Hicieron mediciones que nadie más hacía”.
A esa parte se ha dedicado sobre todo Lonnie, que calcula que ha pasado unos cuatro años de su vida en lugares de alturas casi incompatibles con la vida. Ellen, por su lado, ha participado en 15 expediciones a Groenlandia y la Antártida, donde en 1986 se convirtió en la primera mujer en dirigir un equipo que perforó en una llanura remota durante su tercer viaje al Polo Sur.
Además de por los diferentes intereses de la pareja, la división del trabajo también obedeció a razones prácticas. “Las expediciones al trópico se organizan en verano y a la Antártida se va en invierno [para coincidir con el estío austral]; de esa manera, siempre había alguien para cuidar de nuestra hija”, dice ella. Aparentemente, en eso también hicieron un buen tándem: hoy aquella niña vive a las afueras de Washington y es un alto cargo del FBI, donde se encarga de la asistencia a las víctimas.
Ambos se conocieron en 1969 en “una fiesta de Navidad de la Universidad Marshall”, en Huntington (Virginia Occidental). Él estudiaba Geología. Ella, Física. Llevaban tres años y medio matriculados allí, pero nunca se habían cruzado. “A los geólogos les gusta mucho la cerveza, así que nosotros dos éramos los únicos sobrios”, recuerda Lonnie. Ellen apunta divertida que fue a aquella reunión “con otra persona”. Más de medio siglo después, siguen juntos. Trabajan en dos despachos contiguos abarrotados de recuerdos al final de un pasillo del Byrd Polar and Climate Research Center y sí, les resulta difícil no llevarse el trabajo a casa.
El lugar se fundó en 1960, y tiempo después se asoció a la memoria del explorador Richard Byrd, que se aventuró en los confines Sur y Norte del planeta. Añadieron a su denominación la palabra “climate” en 2015 , según recuerda Ellen, mientras ella era la directora y se dieron cuenta de que casi todos sus investigadores estaban volcados de un modo u otro en el estudio de las alteraciones del clima.
En el centro trabajan unas sesenta personas. “Muchos de ellos nos han acompañado toda la vida”, dice Lonnie, justo antes de que entre en escena Henry Brecher, que ha ido “32 veces al Polo Sur” y va a cumplir 90 años en agosto. Obviamente, está retirado, pero se presenta “virtualmente cada día” a trabajar en una de esas oficinas sin ventanas de cuyas puertas cuelgan chistes de paleoclimatólogo como este: “Estoy en la Antártida. ¡Enseguida vuelvo!”.
Los pasillos y despachos del centro están llenos de recuerdos de aventuras por el mundo, de fotos de grupos de sonrientes mujeres científicas en mitad del hielo, siluetas de montañas de sobrecogedora belleza y mulas o yaks tibetanos cargados de material rumbo a sus inhóspitas cumbres. En una habitación, aguarda el primer mapa digital de alta resolución de la Antártida, hecho con la participación del centro a partir de 187.585 imágenes por satélite. Y en una estancia enorme bañada por la luz natural, está el Depósito Estadounidense de Rocas Polares, donde Anne Grunow vela por un archivo de 59.000 piezas. “Ellas también nos dicen cosas sobre el clima en tiempos remotos”, advierte la investigadora.
En el instituto hay almacenes en los que guardan el equipo para las expediciones, como un globo aerostático “único en el mundo”, diseñado ex profeso y estrenado en 1997 en el Nevado Sajama, en Bolivia, así como varios laboratorios. En el de isótopos estables, los aparatos de medición nuevos conviven con los viejos (y siempre a pares, para evitar que una avería paralice el trabajo durante meses). Allí estaba la mañana de nuestra visita Ping Nan-Lin, examinando información sobre la concentración de metano extraída del hielo. Después, vestido como un esquimal, se aventuró en la cámara frigorífica en busca de más muestras que analizar.
Lonnie Thompson, entonces un joven que quería ser científico, pero “no sabía aún de qué tipo”, llegó a esta universidad en 1971 para dedicarse a la geología del carbón. Dos años después aterrizó ella. Cuando una década más tarde les alcanzó el éxito, empezaron a recibir ofertas de otros centros educativos de mayor prestigio en Estados Unidos, pero ellos han preferido mantenerse fieles a Ohio: “Siempre que llegaba una propuesta, nos hacíamos la misma pregunta: ¿Tendrían las otras universidades algo distinto que ofrecernos? Y la respuesta siempre era ‘no”, cuenta ella.
La primera inclinación profesional de Lonnie tenía sentido para alguien nacido en Gassaway (Virginia Occidental), un pueblo situado en una región de la América profunda dedicada al carbón. Pero después le surgió la oportunidad de introducirse en los estudios polares. Así descubrió, en una caja de fotografías aéreas, la existencia del Quelccaya, un hermoso glaciar en el sudeste de Perú. “Todos los investigadores estaban volcados en Groenlandia y en la Antártida, pero a mí se me ocurrió mirar a otro lado porque, después de todo, la civilización no nació en las regiones polares”, recuerda. “Un 70% de la población mundial vive en los trópicos, que además registran los fenómenos meteorológicos que más afectan a los humanos, como El Niño o los monzones”. Pidió financiación y se la denegaron. “Durante aquella campaña, la de 1973-1974, fui al Polo Sur, donde recibí un télex”. En él, el tipo que manejaba el dinero le dijo que, “tras financiar los proyectos científicos ‘de verdad’, aún quedaban 7.000 dólares” para Thompson. Los aceptó y al verano siguiente puso rumbo a Perú.
El éxito no fue inmediato. En un par de intentos se topó con la imposibilidad de desplazar el pesado combustible y la incapacidad de que los helicópteros de volar tan alto. Lonnie no tenía en aquella época más experiencia en la aventura que la de haber crecido como “un muchacho al que le gustaba el aire libre”.
El primer triunfo en el Quelccaya llegó cuando estaba a punto de tirar la toalla y pasarse a la economía. Fue en 1983, en una expedición en la que empleó por primera vez máquinas perforadoras que funcionaban con energía solar. “Eso nos permitió reducir el peso de los equipos. Pasamos tres meses ahí arriba. En aquella época no nos alcanzaba la financiación para porteadores, así que tuvimos que subir el material entre los seis que fuimos, con la ayuda de los caballos. No había GPS ni móviles, no había nada. Pero tuvimos suerte, aquel año se dio el fenómeno de El Niño y el sol salió todos los días”.
Para ser científico, Lonnie confía mucho en la “serendipia”, una de las palabras que más empleó en la conversación de tres horas con el matrimonio en el despacho de él. “Escogimos Quelccaya [adonde ha vuelto en 25 ocasiones] sin saber que era la mejor elección posible: resultó ser la capa de hielo tropical más grande del mundo, y se encuentra sobre el Amazonas. Ese lugar es como un libro”, dice. Volvieron con 6.000 muestras. Desde entonces, han perforado en 16 países.
Durante la charla, la pareja repasó algunas de sus más lacerantes aventuras con el frío. Como cuando Ellen pasó 21 días trabajando en la meseta antártica oriental (en un lugar cuyo topónimo lo dice todo: Polo Sur de Inaccesibilidad) y un día el avión con los suministros tuvo dificultades para encontrarlos: “Al regresar, había bajado nueve kilos, porque es imposible comer tanto para producir las calorías suficientes y no perder masa corporal”, recuerda. Lonnie, por su parte, aclara que “el frío se vuelve peor con la edad, aunque, por suerte, la ropa ha mejorado mucho”. También dice que en su caso, el de un hombre que superó a los 64 años un trasplante de corazón, hay que añadir el efecto de la falta de oxígeno propio de lugares de alta montaña.
Aunque casi prefiere esas tribulaciones a la logística de enviar a Columbus las muestras desde lugares remotos sin que se derritan por el camino (una vez estuvieron a punto de perderle en el aeropuerto de Pekín todo un cargamento, después de haber logrado que atravesara con éxito el desierto del Gobi). O los muchos obstáculos de la burocracia: “Cuando te presentas en un país y le explicas al agregado científico de la Embajada lo que piensas hacer, te mira con los ojos como platos, y te dice: ‘Sabes que si te pasa algo ahí arriba, no puedes contar con que te ayudemos, ¿verdad?”.
Lonnie recuerda que al principio de sus viajes se topaba además con la incomprensión local: “No podían creer que fuéramos a por hielo; sospechaban que buscábamos oro y plata”. Y ha tenido que lidiar con el hecho de que los habitantes de esas regiones consideran los glaciares lugares sagrados, donde habitan “sus dioses o sus ancestros”. “Siempre digo a mis equipos que hay que ser muy respetuosos, que nosotros solo somos los invitados. Cuando los lugareños comprenden lo que hacemos, acaban por respetarnos”. Aunque no siempre ha sido fácil. Recuerda un viaje a Papúa Nueva Guinea durante el que los atacaron los miembros de una tribu local. Con la protección de las autoridades, los convocó a una charla de alta tensión en la que le echaron en cara que estaba tratando de robar los recuerdos de sus dioses. A lo que el científico respondió: “Eso es precisamente lo que estamos haciendo”. “Les hice ver”, añade, “que pronto solo quedaría rastro de esas memorias en un congelador en Ohio. Y entonces nos dejaron continuar con nuestra labor”.
Su trabajo le ha llevado también a otros hábitats hostiles, como el Senado de Estados Unidos, donde compareció invitado por un tal Al Gore, que luego sería vicepresidente y más tarde candidato a presidente del Gobierno. Fue en 1992, más o menos en la época en la que lo que hacían pasó de ser un “estudio boutique”, según Ellen, a convertirse en el centro de una de las agendas más importantes para el futuro de la humanidad: el cambio climático.
Lonnie testificó tras constatar sobre el terreno en Quelccaya que el calentamiento era una tozuda realidad. “Presenté pruebas que me parecían tan concluyentes que pensé que harían algo. Fui demasiado ingenuo”. Diez años después, volvió a comparecer, y “entonces todo eran dudas sobre esas evidencias y justificaciones de porqué los combustibles fósiles eran esenciales para nuestra economía”. “Para los estándares de la mayoría, hemos tenido una gran carrera”, añade señalando una vitrina en su despacho con todos los premios obtenidos a lo largo de los años. “Pero yo los miro y solo veo la evidencia de un fracaso; no fuimos capaces de cambiar nada. Seguimos igual. O peor: el CO2 está aumentando más que nunca, y el clima muta más rápido de lo que creíamos. Parecía que había llegado el momento decisivo en 2019, con todas aquellas esperanzadoras protestas juveniles, pero luego vino la pandemia y las prioridades cambiaron. Y después, la guerra de Ucrania, que ha demostrado lo vulnerables que somos a la energía”.
Pese a todo, el matrimonio es optimista. “Si me hubieras preguntado hace 15 o 18 años”, aclara Ellen, “te habría dicho que no tenía esperanza. Los estudiantes de entonces pertenecían a lo que llamo la generación Yo. No les preocupaba otra cosa que ellos mismos. Los de ahora están mucho más comprometidos”. Lonnie, por su parte, cree que “la solución llegará cuando las compañías de combustibles fósiles se conviertan en empresas de energía, eólica o solar. Es un cambio de modelo, y les costará, pero no les queda otra. Yo lo he comprobado en mi pueblo; el carbón no va a estar allí para siempre, y la gente lo tiene asumido. El problema es cuánto tiempo pasará, y cuánto sufrirá la humanidad por el camino”.
Estos días, la pareja está culminando otro proyecto: un documental titulado Canary (por los canarios que avisan en la mina de un peligro originado por los gases tóxicos). Está centrado sobre todo en él, y la idea surgió de su hija, que le dijo hace una década: “Papá, que recojas otra muestra más de hielo no cambiará nada, tienes que esforzarte en que el mundo conozca tu mensaje”. Tanto efecto surtió aquella regañina, que hasta accedió a dar una charla TED el año pasado. “La película”, afirma su protagonista, “es una historia de superación: de cómo un chico que nació en Gassaway en el lado equivocado de las vías se convirtió en un científico que ha podido vivir aventuras por todo el mundo”. También se detiene en la superación en 2012 del trasplante de corazón. “Hace poco, fui a la revisión de los 10 primeros años y me va perfecto, acaba de cumplir 32, según me dijo el médico: es un motor joven en un coche viejo”.
Después de la operación, Lonnie fue noticia por volver a ascender al poco tiempo a las cumbres del Himalaya o de los Andes. Su última expedición la hizo en 2019 al Huascarán, un macizo peruano de 6.757 metros, desde donde fue testigo a vista de pájaro de la pavorosa ola de incendios que asoló el Amazonas aquel agosto. “Y menos mal”, explica Ellen, que se despidió del trabajo de campo en 2010. “En ese viaje recogieron muestras para tener entretenido a todo el equipo en la pandemia”. Durante ese paréntesis, se han dedicado a publicar valiosos estudios científicos, como el primero en el que se detienen en los microbios: tras seis años de análisis identificaron 32 virus diferentes congelados desde hace 15.000 años, 28 de los cuales no se conocían. El hecho de que el hielo proviniese de perforaciones hechas en la capa de Gulya, en China, añadió picante a la cosa en los tiempos del coronavirus.
A la pregunta sobre sus planes de futuro, ella responde que seguirá trabajando, escudriñando los secretos del pasado del clima. Lonnie, por su parte, está deseando volver al terreno. Irá al Quelccaya, si es posible, en el verano de 2023. Y si tuviese más tiempo por delante, no duda: viajaría a Marte. Obviamente iría directo a los polos, porque, lo tiene claro, no hay mejor registro posible que el hielo para entender ese y cualquier otro planeta.
Fuente: https://elpais.com/eps/2022-06-12/los-indiana-jones-del-clima.html