Carnes, canelones, huevos y un sinfín de recetas honran a este compositor
DOMINGO MARCHENA / EN SU TINTA / COMER / LA VANGUARDIA
Del italiano Gioacchino Rossini, posiblemente el compositor más glotón de la historia de la música, se cuentan mil historias suculentas. Una de las mejores sostiene que, precozmente retirado de la composición, asistió a un concierto en París (Francia fue su segunda patria) y una dama muy hiperbólica se le acercó para elogiar sus obras, que “solo podían haber surgido de una frente tan prominente como la vuestra, maestro”.
“¿Prominente mi frente y qué decís de esto?”, replicó dándose palmetazos en la barriga. “No se engañe: lo más prominente que tengo es el apetito”. Como diría un personaje de sus óperas bufas, “se non è vero, è ben trovato”. Rossini (1792-1868) es un caso insólito. Niño prodigio, a los 7 años ingresó en el Conservatorio. A los 12 componía sonatas. A los 14 recibió el encargo de la ópera Demetrio e Polibio. Y a los 37 se retiró.
A una edad en la que lo mejor de otros está por llegar, él puso fin a su ingenio para las voces del bel canto, aunque aún verían la luz, entre otras obras suyas, las composiciones litúrgicas Stabat Mater o Pequeña misa solemne. Sus pasos fueron fulgurantes, aunque se interrumpieron bruscamente para que su autor se dedicara a disfrutar de la vida, y en especial de la buena mesa. Dejó atrás, eso sí, piezas convertidas en auténticos himnos.
Hasta los oídos más insensibles ante la música clásica se sentirán acunados por las arias o las introducciones de sus casi 40 óperas, sobre todo, por las de Otello, Guillermo Tell y El barbero de Sevilla, quizá su pieza más famosa (“Fígaro, Fígaro…”). E incluso quienes ni siquiera hayan oído hablar jamás de Rossini pueden haber compartido manteles con él en más de una ocasión… Su apellido da nombre a numerosos platos.Lee también
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Solomillo o turnedó a la Rossini, macarrones a la Rossini, canelones a la Rossini, huevos a la Rossini, pularda a la Rossini, tallarines a la Rossini… Y un sinfín de preparaciones: salsas, consomés, lasañas, arroces, pescados y carnes. Además de bautizar numerosas recetas, se hicieron en su honor el pastel Fígaro y la tarta Guillermo Tell. Es evidente por qué. “El apetito es la batuta que dirige nuestras pasiones”, decía.
Si la imagen del escritor Juan Carlos Onetti estará unida para siempre a una cama (vivía y escribía en la cama: “No es hogareño, es perezoso”, afirmaba su cuarta mujer), la de Rossini es indisoluble de los fogones. Era un bon vivant y , como el autor de El astillero y Juntacadáveres, también muy poco partidario de los esfuerzos físicos. Se cuenta que se le cayó debajo de la cama una partitura y la reescribió para no agacharse a recogerla.Lee también
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Era glotón e indolente, sí, pero también buena persona. Amasó una gran fortuna y se permitió una vida a todo trapo, con homenajes por la mañana y banquetes por la noche, pero nunca se olvidó de otros menos afortunados. En 1822 viajó a Viena y visitó a su admirado Beethoven, ya completamente sordo y que vivía con muchas estrecheces. A su regreso a Italia, encabezó una colecta pública para ayudar al padre de La heroica.
En 1824 aceptó una oferta para dirigir el Teatro Italiano de París. Nunca ocultó por qué la propuesta resultó tan tentadora: París era la capital mundial de la gastronomía. Napoleón fue derrotado definitivamente en los campos de batalla en 1815, pero si los soldados de la Grande Armée se batieron en retirada, otros que marcharon junto a ellos siguieron adelante y conquistaron las cocinas de medio mundo: los cocineros franceses.
Uno de los axiomas de la cocina es que nada se desaprovecha: las sobras de hoy son las croquetas de mañana. No es casual que un músico tan cocinero hiciera suya esta máxima. Sin ocultarse de nadie, antes al contrario, Rossini hizo muchas croquetas y compaginó guisos dignos de estrellas Michelin, como La Cenerentola (una actualización de la Cenicienta) con otros que reutilizaron fragmentos enteros de creaciones anteriores.
Incluso la obertura de su obra maestra, El barbero de Sevilla, no es original, sino la que ya utilizó para Aureliano in Palmira y Elisabetta, regina d’Inghilterra. Llama la atención esta falta de originalidad en alguien tan original como él. Así lo retratan sus innumerables ocurrencias, apócrifas unas, confirmadas otras. Un día, le regalaron un hermoso racimo de uvas y él respondió: “Muchas gracias, pero no me gusta el vino en pastillas”.
Nuestro personaje es uno de los compositores más biografiados del mundo. Stendhal publicó una historia de su vida en 1824, cuando el compositor tenía solo ¡32 años! Poco después, a los 37, en la cima de su carrera, estrenó Guillermo Tell. Fue su última ópera. Dijo que no haría ninguna más. Le quedaban por vivir casi 40 años, pero cumplió su palabra: adiós al bel canto. Su desconcertante decisión sigue siendo todavía hoy un enigma.
Él se limitó a decir: “Después de Guillermo Tell, un éxito más no agrandaría mi carrera y un fracaso la menoscabaría. No quiero ampliar la fama, pero tampoco arriesgarme a perderla”. Vivió holgadamente el resto de su vida, a caballo entre Italia y Francia, donde murió y fue enterrado aunque sus restos fueron repatriados años después. Hedonista y genial, su desternillante ingenio no desentonaría en una película de los hermanos Marx.
Se cuenta que cierta dama muy avara le invitó a almorzar y se despidió de él con estas palabras: “Espero que volvamos a comer pronto”. “Por favor, que sea ahora mismo”, respondió, hambriento. En otra ocasión un aspirante a pianista que había creado dos melodías se atrevió a preguntarle cuál era mejor. Interpretó la primera y antes de ejecutar la segunda (en sentido literal), Rossini le dijo: “¡La segunda! ¡La segunda, pero no siga!”.
Le encantaban las trufas, “el Mozart de los champiñones”. En una cena en un restaurante pidió pavo trufado y ante la excusa del maître, que le dijo que aún no era la temporada de las trufas, contestó: “Eso son infundios que propalan los pavos para evitar acabar en el horno con tan exquisito relleno”. Cuando no le gustaba cómo interpretaban sus obras felicitaba a los cantantes a su manera: “Maravilloso, pero ¿de quién es la partitura?”.Lee también
Los expertos no se ponen de acuerdo a la hora de establecer la paternidad una de las recetas más famosas con su nombre, el turnedó a la Rossini. Unos creen que fue obra del cocinero Adolphe Dugléré. Otros se la atribuyen a Auguste Escoffier. El Larousse Gastronomique de 1964 asegura que la denominación del plato se debe a una sugerencia del propio compositor en una de sus habituales visitas al Café Anglais de París.
Según esta anécdota, que muchos dan por cierta, Rossini le pidió al chef que preparase ante él un solomillo con foie y trufa. Su interlocutor se hizo de rogar y se negó alegando su timidez, a lo que el músico repuso: “Alors, tournez-moi le dos!” (“Entonces, ¡deme la espalda!”). De ahí que esta carne se llame turnedó (tournedos, en francés). Cierto o no, algo parecido fue lo que tan peculiar gastrónomo hizo con la ópera. Le dio la espalda.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/20220610/8202153/rossini-compositor-genial-gloton.html