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MUERTE A LA PUNTILLA: POR QUÉ EL HUEVO FRITO ESTÁ MEJOR SIN ELLA | El Comidista

Manjar de dioses para algunos, textura de plástico incomestible para otros: el huevo frito canónico no deja indiferente a nadie, y hoy hemos decidido salir del armario y gritar al viento que somos antipuntillistas.

Unos ven placer, otros plastiquete. RAQUEL BERNÁCER

MÓNICA ESCUDERO / EL COMIDISTA

Decir en este país que no te gustan los huevos fritos con puntilla viene a ser como hacerle a la vez una peineta a la paella valenciana, la ensaladilla rusa, la fabada y la tortilla de patatas, pero con una vuelta de tuerca emocional relacionada con el amor de una abuela. Lo tengo todo para convertirme en una paria gastronómica, pero he decidido no esconderme más: odio la puntilla. Esa textura que parece crujiente pero al momento se revela chiclosa, ese mordisco plagado de esperanzas que se esfuman en cuanto juntas los dientes y descubres que lo que estás masticando se parece más a una red de guardar naranjas que al etéreo bocado con el que soñabas: no puedo contigo, puntilla.

En el mundo se comen huevos fritos desde que se domesticó a las gallinas, se empezó a extraer aceite de los olivos, ambas cosas coincidieron en el espacio y a alguien le entró hambre (como casi todo lo que comemos, diría: fruto de una combinación de gazuza, disponibilidad, curiosidad y casualidad). En este caso parece que los fenicios fueron los que sacaron el genoma creativo a pasear y allá por el año 1000 a.C. perpetraron el primer huevo frito. La primera referencia escrita que aparece al respecto fue de Averroes, un filósofo árabe que ahora mismo también sería mandado de paseo a la hoguera por los devotos del virgen extra, ya que recomendaba “usar mucho aceite de oliva de poca acidez”.

Tan populares son en nuestro imaginario que incluso Velázquez en su etapa sevillana -concretamente en 1.618- pintó a su famosa Vieja friendo huevos, que actualmente se puede visitar en la Galería Nacional de Escocia (y en cuyos huevos no se aprecia ni rastro de puntilla, por cierto). Por aquella época otra cabeza pensante debió sumar dos más dos y añadir a la ecuación otro elemento recién llegado de América, la patata también frita: así aparecieron los huevos rotos; aunque sus antecesores sin tubérculos implicados, los duelos y quebrantos, ya aparecen en el primer capítulo de El Quijote.

La costumbre de los restaurantes que los sirven de que sea el camarero quien los rompa -robándote ese placer extremo que se siente reventar una yema- no sé de qué año viene, pero sí que necesito que se termine ya, por favor y gracias. En 1846 el hispanista Richard Ford escribió en el capítulo sobre gastronomía de su ensayo Gatherings from Spain que esta preparación era un básico de las clases humildes españolas, y que solía acompañarse con jamón o tocineta.

No veo puntilla por ningún sitio. DIEGO VELÁZQUEZ / WIKIPEDIA

“A esta mujer no le gustan los huevos”, debéis estar pensando a estas alturas. Nada más lejos de la realidad: los disfruto muchísimo a la plancha, pasados por agua o mollet -cocidos cinco minutos y medio-, duros y rellenos, a baja temperatura, en tortilla, escalfados, revueltos o a la cazuela. Simplemente acompañados de un buen pan me parecen un manjar, o sobre un arroz cocido con salsa de tomate, en bocadillo o coronando una crema de verduras o cualquier plato con legumbres. Sostengo ante quien haga falta que su yema en estado líquido o semi es la mejor salsa que nos ha dado la naturaleza -y sus derivadas, benditas carbonara y mayonesa-, así que alejad de mí esa sospecha.

Vamos a por el siguiente sambenito, que debe ser: “Esta mujer no ha probado una puntilla bien hecha en la vida”. Empecemos por el principio, y asumo que esto va a doler: renunciar a la puntilla es como hacerle un feo a esa abuela que siempre se ofrece a freírte un huevo “por si te has quedado con hambre”. Dinero no tenían mucho más que los veinte duros que te deslizaban en la mano «para que te tomes algo» -pensiones no contributivas y economía sumergida mediante-, pero huevos y cariño no faltaban nunca. Así que renegar de eso es como decir que mi infancia fue una mentira, un engaño, un fraude, que soy indigna de todo el cariño chisporroteante y aceitoso que había en cada una de aquellas sartenes (muestras de amor que me comía sin decir ni mú, porque una tiene sus filias pero también, y sobre todo, educación). ¿Estoy segura de que la puntilla de mi abuela era perfecta? No, claro; aunque he comido muchos huevos fritos más después, con idéntico resultado.

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En busca de inspiración para el cambio le confieso mis carencias a Pablo Albuerne, más conocido como Gipsy Chef -excelso cocinero y fanático del huevo frito- para ver si me lleva por el buen camino. “Vivir sin puntilla es como pasar por la vida de puntillas: donde hay crujiente hay alegría, esto es así. El huevo que a ti te gusta es como un huevo pasado por agua aplastado: te estás equivocando y lo sabes. Como además me digas que te gusta la yema dura…”. Aquí cortamos, porque una cosa es dejar que me acristianen en el puntillismo y otra que me falten al respeto; pero me ha picado y voy a intentarlo de nuevo.

Poniéndome empírica, calculadora, fría y simulando un desapego emocional del que carezco respecto a los antecedentes familiares, me pongo manos a la obra en busca de la puntilla perfecta. Lo primero que veo es que en el universo huevofritista también hay tendencias, y lo que se lleva ahora no es el clásico con la yema hacia arriba -lo que los angloparlantes llaman “sunny side up”, una expresión que siempre me ha parecido muy gráfica y bonita- sino que quede recogida, como envuelta por todas partes (nueva pesadilla desbloqueada, un huevo frito sin yema).

Así me gusta a mí (hu-há). MÒNICA ESCUDERO

Para eso hace falta más profundidad que la que me da ninguna de mis sartenes, así que decido usar un cazo. Aceite de oliva virgen extra abundante -lo siento Averroes, los tiempos cambian, supéralo- y bien caliente, huevos frescos de Calaf rotos previamente en un bol para evitar que caiga algún trocito de cáscara y al jacuzzi infernal de cabeza. Espero hasta que tiene pinta de dorado y crujiente -mientras me pregunto por qué me hago esto- bañándolo en aceite como una posesa aunque esté sumergido (porque se sale antes de Ikea o de las drogas que de las costumbres arraigadas).

Escurro bien, paso a un plato e inicio un el examen visual en el que mi Biblia es la cuenta de Instagram de nuestro compañero José Carlos Capel, experto en puntillismo -huevero- donde los haya. El aspecto es el correcto: bordes ligeramente tostados, color caramelo en algunas zonas un poco más oscuro, burbujas de diferentes tamaños y un volumen que alguien un poco -solo un poco- más cursi que yo podría definir como el de una ola del mar cuando rompe. Añado un poco de sal, me armo con una rebanada de pan y procedo con ganas, pero sin ningún resultado novedoso: cuando se acaba la yema, se acaba la fiesta. Como necesito una opinión externa más desprejuiciada que la mía -y porque a mi familia le ha entrado hambre y me ponen ojitos- preparo huevos para todos, y ellos se los comen con absoluta satisfacción mientras yo le canto para mis adentros a mi obra “no eres tú, soy yo” (aunque bastante peor que María Becerra).

No tengo pensado rendirme tan fácilmente -y menos ahora que ya tengo los fogones hechos un ecce homo– y voy a probar una segunda versión: la del visionario de la cocina tecnoemocional Ferran Adrià, que él llama “el huevo frito soñado” y va así. “A uno de los huevos le quito la yema y frío solo la clara en una sartén con el suficiente aceite de oliva como para que no toque el fondo y se pegue. La dejo que fría bien hasta que queden puntillitas”. “La pongo sobre un plato y ahora hago lo contrario con el otro huevo: le quito la clara y frío solo la yema, pero muy poquito, solo lo justo para que coja color. Esta yema la coloco sobre la clara anterior y así consigo el huevo frito soñado por muchos”. Ejecuto mientras intento entender por qué estoy usando dos huevos en lugar de uno con la clara y la yema separadas, pero sin pensarlo mucho porque definitivamente no estoy en posición de toserle al maestro.

Un poco de sal y a probar de nuevo: en este caso decido innovar y sorber directamente de encima de la clara la deliciosa yema que acabo de depositar encima con mucho cuidado. Explota en mi boca y decido que es el huevo frito más rico que he probado nunca, así que me dedico a freír igual la otra yema mientras doy el experimento por terminado (y fantaseo con zamparme una docena). Llegado este momento, no puedo evitar preguntarme si estoy sola en esta tesitura, y le pregunto a Mikel López Iturriaga, el jefe de todo esto, si merezco comprensión o por el contrario un despido fulminante que ponga en mi lugar. Su respuesta me reconforta más que un festivo en mayo: “A mí me ha costado salir del armario como antipuntillista, porque veía a todo el mundo gastronómico entusiasmado con la puntilla y dándole mil vueltas a la fritura de los huevos para conseguir que tuvieran más encaje que el corpiño de Madonna en Like a virgin”.

Ese bordecito ligeramente dorado es lo máximo que vamos a aceptar. RAQUEL BERNÁCER

Veo su símil y lo subo a masticar los plásticos y redes de pescar que arrasan el fondo marino en los anuncios de GreenPeace o aquel fascinante anuncio de tangas para melocotones -literal- que apareció durante años como patrocinado de Aliexpress en Instagram: un sinsentido en el que la puntilla es completamente superflua, innecesaria, poco comestible y menos apetecible. Así que después de conocer a gente como yo y ver que no estoy sola en esto, me ratifico en dar el paso y gritar a los cuatro vientos que la odio. Supongo que ya podéis crucificarnos y echarnos de España, cosernos al corpiño la letra escarlata o tirarnos huevos (fritos o no): por el antipuntillismo sangramos, luchamos y pervivimos.

Fuente: https://elcomidista.elpais.com/elcomidista/2022/04/21/articulo/1650554902_781248.html

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