Es el 100º aniversario de la muerte del novelista Marcel Proust y del nacimiento del periodista y gastrónomo Néstor Luján, fundador de la Acadèmia Catalana de Gastronomia
CONDE DE SERT DE LA ACADÈMIA CATALANA DE GASTRONOMIA / COMER / LA VANGUARDIA
Se cumplen ahora cien años de la muerte de Marcel Proust, de ahí el título en su memoria, y al tiempo del nacimiento de Néstor Luján, el primer gastrónomo de Catalunya y quizás del resto de España. Enemigo acérrimo de la Nouvelle Cuisine, al respecto argumentaba: “El fuego y por consiguiente la cocción de los alimentos fue el principio de la civilización occidental”. El punto de cocción, su caballo de batalla, decía, era una regresión de la cocina que obviando el Siglo de Oro francés nos remitía al inicio de los tiempos.
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Recuerdo una cena en el restaurante Neichel, entonces adalid de la Nueva Cocina en la ciudad, al presentarle a Luján la terrina de foie, y solo probarla, la dejó en el plato porque estaba cruda y ponía como ejemplo del buen hacer la terrina de los tres emperadores que venía de degustar en la Tour d’Argent de París (receta del Segundo Imperio).
Con Néstor nos veíamos muchas veces, pues Barcelona era una sociedad cerrada y reducida y su personal iba siempre a los mismos sitios. Nos encontrábamos en la barra de Bocaccio una vez a la semana y hablábamos de cocina y de restaurantes. Compartíamos el principio de “El placer es el objeto, el deber y el fin de toda buena cocina”. Una vez que extrañamente no nos vimos en varios meses, y como yo había engordado lo mío por mis debilidades gastronómicas, me espetó al verme llegar a la barra: “la calavera aristocrática se ha convertido en un búfalo”.
Algunas veces coincidíamos en el restaurante Reno, donde Néstor instauró su tertulia llamada ‘Els Porcus’, compuesta por Paco Noy, Luis Bettonica, y otros, que a parte de comer más que bien, bebían las mejores añadas de burdeos y borgoña, y la perla del Sauternes, Château d´Yquem, a precio regalado, ya que la burguesía barcelonesa, ya sea por ignorancia o por recato, no lo consumía. Donde nos veíamos con más calma era en casa de su gran amigo Xavier Montsalvatge, músico, compositor y contrapariente mío. Acudían también a la cena-tertulia el profesor Vilanova y el matrimonio Ortega-Spottorno. La reunión era animada y Néstor aprovechaba para escandalizar al personal con boutades al decir que Roma era una ciudad sin ningún interés, para luego hacer un panegírico de Nápoles por su decadencia y desgobierno.
Marcel Proust y Néstor Luján evidentemente no se conocieron, pero sí estuvieron con treinta años de diferencia en el restaurante Larue, el más exclusivo y exquisito del París de la Belle Époque con la excelente cocina del genio Édouard Nignon. Del Larue proustiano, Luján conoció sus postrimerías, en los primeros años cincuenta. Y lo describe: “su encanto más que pasado de moda, su decoración de castigados oros y profundos granates y su servicio de camareros centenarios y venerables”. Te hallabas en un templo de la gastronomía y el servicio oficiaba: la historia subyugaba.
Néstor Luján fue el fundador de nuestra Academia de Gastronomía y su primer presidente. La dirigía con mano de hierro. Una vez que un académico defendió en un almuerzo de la entidad los postulados de la Nouvelle Cuisine, le echó de la mesa de malas maneras. Culto, divertido, ocurrente, de lengua viperina y prontos feroces, era de una personalidad irrepetible, goloso y glotón, teórico de la cocina, escritor y periodista, el Curnonsky catalán, y como él, príncipe de los gastrónomos. Y muchas cosas más.
Añorando los últimos estertores de la gran cocina francesa -Raymond Oliver del Grand Vefour, Claude Terraille de La Tour d’Argent, los Thuilier de l’Hosteau de Baumanière, o los Haberlin de l’Auberge de l’Ill, que mantienen hasta hoy su cocina clásica y las tres estrellas Michelin-, un grupo familiar nos dirigimos a El Racó d’En Binu, restaurante que no ha variado sus postulados gastronómicos ni sustancialmente su carta en estos últimos cincuenta años. A finales de los años setenta habíamos sido clientes habituales de esa cocina de autor afrancesada, con toques catalanes, que cumplía nuestras expectativas. El chef Francesc Fortí era de formación escofferiana, tanto por su paso en el restaurante del Hotel Colón de Barcelona como en el Jockey de Madrid.
Recuerdo los huevos escalfados con salsa de trufas, el hojaldre de rodaballo y bogavante, el hígado de oca Racó d’En Binu, el conejo de bosque con moras de zarzal y el râble de liebre, bautizado con mi nombre por ser uno de mis platos predilectos. Fui un enamorado de esta cocina que pronto alcanzó dos estrellas Michelín. Y fue entonces cuando le propusimos instalar el restaurante en las cocheras de nuestra casa.
Francesc Fortí nos había preparado un menú para celebrar nuestra vuelta a casa y el aniversario de nuestro hijo. El interiorismo apenas había cambiado. Allí seguían las intervenciones de los arquitectos Moragas y Gallissà y las de Garcés y Soria. Tampoco había cambiado nuestro menú, que bien podría remitirnos a la gran cocina clásica de otros tiempos: espárragos trigueros envueltos en hojaldre, erizos glaseados y langosta a la cardina con trufa acompañados de Champagne Bollinger; becada en salmis acompañada de un Rioja Alta gran reserva 904, soufflé de naranja y soufflé de piñones helados, y café, armañac y calvados.
Todo un festín que nos hizo gozar de la table retrouvée.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/al-dia/20220407/8183897/busca-mesa-perdida.html