La inteligencia artificial, GNH-2 podría ahorrar muchísimo tiempo y reducir varios miles de veces el gasto energético (y por lo tanto la contaminación) que implica entrenar una IA.
IGNACIO CRESPO / LA RAZÓN
Los nombres de los periodos históricos suelen ponerse a toro pasado, es lo que se denomina “retrónimos”. Resulta difícil saber cómo llamarán a nuestra época en un futuro, porque hablar de la era de la informática es, tal vez, demasiado genérico. Sin embargo, es menos incierto cómo llamarán al futuro reciente. Muy posiblemente tenga que ver conlas inteligencias artificiales, esos códigos informáticos capaces de adaptarse, de aprender y optimizar su funcionamiento hasta que se vuelven expertas en una tarea, emulando lo que, en un ser vivo, consideraríamos un comportamiento inteligente. Ya estamos viviendo sus logros y su impacto escapa de la investigación, la industria y los gadgets para anclar sus raíces en el sustrato socioeconómico. Igual que la estética y la política sufrieron un viraje ético durante el siglo pasado (viraje analizado por Jacques Rancier), algo parecido está sucediendo con la tecnología, que ya no podemos admirar sin analizar también sus implicaciones éticas.
Sabemos que la inteligencia artificial, mal empleada, puede interferir en algunos derechos individuales, en la privacidad, los deepfakes puede difuminar la frontera entre realidad y ficción e incluso atentar contra los derechos de imagen. Tenemos claro que, sin la debida regulación, la inteligencia artificial puede sacudir los cimientos de numerosas profesiones, incluidas las más creativas y, por desgracia, controlar todo esto requerirá buena voluntad y muchísima legislación. Sin embargo, hay otro aspecto igual de conflictivo que podría abordarse de un modo completamente distinto. Para resolverlo no solo no tendríamos que dejar de usar estas herramientas, sino todo lo contrario, tendríamos que seguir invirtiendo hasta hacerlas incluso más eficientes. Se trata del cambio climático y un equipo de investigadores acaban de arrojar un rayo de esperanza sobre este problema.
El peligro de la IA
La relación entre el cambio climático y la inteligencia artificial es algo que, por desgracia, se trata menos de lo que deberíamos. Hemos de aclarar que, por supuesto, el cambio climático está altamente influido por la actividad humana y que, en él, la inteligencia artificial es solo uno de los problemas, pero si sigue desarrollándose y creciendo como hasta ahora, podría volverse muchísimo más determinante en unos años. El problema es que, para crear estas redes neuronales hace falta entrenarlas, si queremos que aprendan a distinguir caras en una fotografía tendremos que enseñarles antes millones de caras, para que “encuentren” tendencias, rasgos propios de aquello que deben hallar y los generalicen para reconocerlos desde cualquier perspectiva y sin importar cuánto varíen. Ahora bien, entrenar una red neuronal es energéticamente carísimo.
Pero pongámoslo en números. Hay inteligencias artificiales cuya programación consume energía por un valor de 284 toneladas emitidas de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero. Dicho en términos más mundanos y asimilables, estas emisiones equivalen a las de un vuelo cruzando Estados Unidos. Y si en lugar de una IA estándar hablamos de una más sofisticada, sus emisiones estarían al nivel de las de 5 coches durante toda su vida útil. Y ahora que entendemos el problema valoraremos mucho más la solución propuesta por un equipo de Boris Knyazev, de la Universidad de Guelph (Ontario).
Redes que entrenan redes
Ahora mismo, la mejor forma de optimizar una red neurona (concretamente una profunda), es mediante el descenso de gradiente estocástico, lo cual viene a significar (simplificándolo muchísimo) algo así como ir probando qué cambios minimizan los errores hasta que estos se vuelven tan pequeños como sea posible. Ya en 2018, Mengye Reny otro equipo habían creado una alternativa llamada hipe red de grafo (GHN) capaz de predecir la mejor arquitectura para diseñar una inteligencia artificial capaz de resolver una serie de problemas. Dicho de otro modo: no todas las inteligencias artificiales son iguales y hemos de afinar sus características (sus conexiones, su estructura, etc.) para que puedan enfrentarse a una u otra situación.
Ahora, tomando aquella idea, Boris Knyazev y otros investigadores han desarrollado GHN-2, que no ha mejorado los resultados de GHN, sino que puede predecir (por decirlo así) en qué características y cuánto ha de fijarse la inteligencia artificial para que pueda reconocer los patrones que le hemos pedido (caras de personas, ruido de fondo, estructuras gramaticales…) Su funcionamiento no es perfecto, por supuesto, pero los resultados son muy prometedores para algunos tipos de inteligencia artificial, tanto que su récord está en haber optimizado una inteligencia artificial en menos de 1 segundo cuando, por entrenamiento, habría necesitado 10.000 veces más tiempo y, por lo tanto, muchísimos más recursos.
Con la velocidad a la que avanza esta disciplina, pronto descubriremos si GHN-2 cumple sus promesas, si se queda corto y se reorienta a otros propósitos o si, por el contrario, se convierte en un callejón sin salida más. Porque a pesar de que hemos empezado exponiendo los problemas socioeconómicos de la inteligencia artificial, lo cierto es que también viene con una plétora de maravillas que podrían mejorar desde nuestro sistema sanitario hasta nuestra gestión económica y, por suerte, ha llegado para quedarse.
Fuente: https://www.larazon.es/ciencia/20220131/couoyzr4ovedlgqgizvefabcba.html