El secreto de un extraordinario escritor, arqueólogo y divulgador científico
Jordi Serrallonga no necesita una tarjeta de visita, sino una pancarta. Humilde hasta el extremo de llamar maestro a personas a años luz de su talla (el cronista, ¡ay!, da fe de su generosidad), él se presenta como arqueólogo y viajero. O como “un primate nómada y domesticado por la cultura”. Humilde, no, humildísimo. Aventurero, naturalista, conferenciante y explorador, nadie luce mejor que él los sombreros fedora.
No es casual que el gran escritor y periodista mexicano Ricardo López Si, autor de El viaje romántico (UOC), bautizara a este profesor universitario (Barcelona, 1969) como un Indiana Jones de verdad. Así lo describió también Ildefons Oliveras en la dedicatoria de su cuento sobre la ELA, Mà amiga (Mano amiga). “A nuestro Indiana Jones”, escribió Fonso, paciente de la doctora Mònica Povedano, neuróloga del hospital de Bellvitge.
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Un Indiana Jones de verdad
DOMINGO MARCHENA
Autor de ensayos y libros de viajes, sus textos dejan un poso indeleble. Una lectora se puso en contacto con él recientemente para decirle que Los guardianes del lago (Mondadori), que pide a gritos una reimpresión, le cambió la vida: leyó la obra, se enamoró de Tanzania y se casó entre el pueblo masái (que Jordi prefiere escribir maasai). Allí, en el lago Natron, en el Gran Valle del Rift, tiene su segunda casa nuestro personaje.
O en las Galápagos. En una de sus últimas visitas al archipiélago se fotografió junto a un rincón que no sale en los mapas como homenaje a su amigo Polo Guerrero (1955-2021), fallecido de covid. Este guía y guardaparques bautizó una pequeña cavidad de Cerro Brujo como “la cueva de Cristina” porque una expedicionaria con este nombre la usó como refugio del sol mientras Jordi le traía un botiquín y avituallamientos.
Colaborador del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, premio de Investigación de la Sociedad Geográfica Española y socio fundador de la Nova Societat Geogràfica, alterna la docencia universitaria con el trabajo en las selvas, sabanas, desiertos y montañas de África, América, Oceanía y Asia. Su presencia también es habitual en Atapuerca, donde su sombrero rivaliza con el salacot de otro gran científico, Eudald Carbonell.
Pero hoy no traemos aquí a este autor para elogiarle. Ni a él ni a sus amigos. Otro de los más conspicuos es el escritor Gabi Martínez, con quien codirige el proyecto Animales Invisibles (así se titula el último libro que han firmado a cuatro manos, publicado por la editorial Nórdica con ilustraciones bellísimas de Joana Santamans). Traemos a Jordi a estas páginas para desenmascararle y destapar su mayor secreto.
Sí, Jordi, confiesa. ¿Qué hiciste con la olla? Durante años, en la casa de l’Hospitalet de Llobregat de los padres de un jovencísimo investigador de campo planeó un misterio insondable. ¿Dónde demonios estaba una de las cacerolas de la familia? Ahora sabemos la respuesta gracias a uno de sus mejores libros, Dioses con pies de barro: el desafío humano a las leyes de la naturaleza… y sus consecuencias (Crítica).
Los futuros estudiantes de medicina, biología, arqueología, paleontología o prehistoria deberían leer esta joya. Les dará un empujón si flaquean en el camino. Se disfruta con la amenidad de una novela o con la lucidez del diario de un trotamundos que ha recorrido el desierto de Atacama, en Chile, o el gran salar de Uyuni, en el altiplano boliviano. O la Tierra de Arnhem, en Australia. Y los bosques de Kibale y Ubongo, en Uganda. Y…
Sus páginas nos llevan de viaje por Madagascar y la Patagonia, las colinas de Tugen, los lagos Baringo y Tanganica, las montañas Mahale. “No somos el centro del universo. Somos vida y estamos sometidos a las leyes de la naturaleza”, explica Jordi. Ya lo dice el frontispicio de su libro: dioses con pies de barro. Nos creímos poderosos y la covid, concluye, ha venido a recordarnos nuestra insignificancia con un bofetón.
Jordi, aquel niño que excavaba en un parque cerca de su casa en busca de fósiles y otros tesoros, ya se había sentido una gota microscópica en el océano del universo en muchas ocasiones, sobre todo en compañía de pueblos que otros llaman primitivos o, peor aún, salvajes. Nunca, por ejemplo, reconoció más sus incapacidades que en compañía de los hadzabe, que habitan en la región del lago Eyasi, en Tanzania.
En el siglo XIX, y hasta bien entrado el XX, eran considerados bárbaros, seres inferiores. En realidad, estos recolectores y cazadores nómadas son supermujeres y superhombres, adaptados de una forma inmejorable al entorno. Su cuerpo no tolera la lactosa casi a partir del momento en que son destetados, pero en cambio pueden digerir carnes que llevarían directamente a la tumba a cualquier otro ser humano.
Tuvo ocasión de comprobarlo en una de sus expediciones. Sus amigos del pueblo del bosque encontraron el pellejo maloliente de un gato salvaje. Le dieron la vuelta, quedaba poca carne, pero hicieron una pequeña fogata, la chamuscaron un poco y aprovecharon cuanto podían aprovechar de los restos. El arqueólogo, que no salía de su asombro, recordó entonces lo que le ocurrió años atrás, cuando cogió prestada una olla de su casa.
La utilizó para hervir animales muertos y recuperar sus huesos. Los efluvios eran tan desagradables que llegó a la conclusión de que era imposible que un ser humano se alimentase de carroña. Todavía no conocía bien a los hadzabe. A la que sí conocía bien era a su madre, la señora Atset, y decidió que lo mejor sería hacer desaparecer el recipiente. “Solo esperaba que ni ella ni mi padre lo echaran en falta para el caldo de Navidad”.
El culpable ha reconocido por fin el delito. El otro día, tras una de sus muchísimas ausencias por sus viajes de trabajo, Jordi fue a visitar a su madre y quiso liberarse de la pesada carga de sus remordimientos. Después de abrazarla y besarla, le explicó el motivo de la misteriosa desaparición de la cacerola. Y ella, que nunca ha tenido una queja para él o para sus otros dos hijos, sonrió y dijo: “No me di cuenta… ¿Fue hace mucho?”.
Y para el punto final
Consejos para cambiar de sombrero
Guardamos para el final otro mérito de Jordi Serrallonga: sus artículos de opinión. Solo se les puede poner una pega: en la foto que acompaña a su firma aparece ¡sin su sombrero! Ya no sabe ni cuántos atesora. Los guarda todos, aunque tengan recuerdos: sedimentos de sabana, de barro del Ngorongoro e, incluso, excrementos y orina de babuino. “Estudiar primates bajo los árboles comporta riesgos”. Cuando lo miran mal “en el avión de regreso a la jungla de asfalto”, sabe que ya toca renovar el fedora.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/20211224/7933600/indiana-jones-busca-olla-perdida.html