Durante la Edad Media, el fervor religioso cristiano puso de moda aquello de encerrarse entre muros para el resto de los días. Fueron en su mayoría mujeres quienes permanecieron décadas recluidas por varios motivos
CARMEN MACÍAS / EL CONFIDENCIAL
Morir en vida fue, alguna vez, una especie de acto voluntario y revolucionario, un culto a la libertad personal. Libertad, pero poquita. Ocurrió durante la Edad Media, aunque el aislamiento social ya se practicaba de manera consciente como castigo o penitencia pero también como decisión propia desde siglos atrás, el fervor religioso cristiano puso de moda aquello de encerrarse entre muros para el resto de los días. Fueron en su mayoría mujeres quienes permanecieron décadas recluidas: Las llamaron emparedadas o muradas, la forma de referirse a las anacoretas.
La palabra «anacoreta» proviene del griego antiguo “ἀναχωρητής”, un derivado de “ἀναχωρεῖν”, que significa algo así como «retirarse». El estilo de vida de estas personas es una de las primeras formas de monaquismo en la tradición cristiana. Las primeras experiencias reportadas provienen de comunidades cristianas en el antiguo Egipto, apunta la historiadora del arte y arqueóloga Marie-Madeleine Renauld en ‘The Collector’: “Alrededor del año 300 d.C., algunas personas dejaron sus vidas, pueblos y familias para vivir como ermitaños en el desierto”.
Las comunidades anacoretas, es decir, aisladas, eran ya un hecho desde al menos el siglo IV cuando comenzaron a construirse celdas de aislamiento que iban un paso más allá de lo que los hombres anacoretas practicaban: lejos de la sociedad, se refugiaban en las montañas, el silencio y la oración. Este tipo de vida comenzó a extenderse durante los siglos XI y XII cuando miles de hombres, especialmente, aunque también alguna que otra mujer, siguieron el ejemplo de los santos y empezaron a predicar una especie de imitación de sus vidas a través de la penitencia.
El contexto histórico determinó esta tendencia
Desde el trabajo manual a la contemplación, la pobreza en todos los sentidos era el pilar fundamental en torno al que giraban sus vidas. Como sostiene Renauld, el contexto histórico también determinó esta tendencia. “Fue una época de crecimiento demográfico y cambios globales en la sociedad; las ciudades se expandieron y se creó una nueva división de poderes. Durante este vuelco de la sociedad, muchas personas se quedaron atrás, demasiado pobres para encajar. La vida anacoreta atrajo a muchas de estas almas perdidas”.
Así, arrastradas por una fe fuera de lo normal (y a menudo por algo más que fe), religiosas y laicas elegían el camino de, literalmente, convivir con su tumba en vida. Eremitas y anacoretas se marginaban a sí mismos con la diferencia de que los primeros, en mayor o menor medida, regresaban a la sociedad. Las emparedadas o muradas llegaron, incluso a tener prohibido mucho contacto con el exterior. En este sentido, existía la sensación extendida de que al hablar menos con otras personas habría más espacio para hablar con dios, pero para que este llegara tuvieron que darse numerosos casos cuanto menos curiosos.
Los anacoretas cristianos (hombres) y las emparedadas (mujeres), también conocidas como ancladas en la jerga inglesa, eran personas solitarias que estaban permanentemente encerradas en celdas para dedicar su vida a dios. Cuando se iniciaban en ello, se daba una especie de liturgia por la que un sacerdote leía los llamados ritos de la muerte, es decir, los salmos que se recitaban durante las misas funerarias. Algunas de las celdas, de hecho, incluían la propia tumba excavada de la reclusa, como una especie de símbolo persistente de obligación a meditar en su propia mortalidad.
Las restricciones de las mujeres
“Se alude al claustro como opción religiosa femenina prioritaria; pero esta preferencia bien puede deberse a la imposición masculina de recluir a la mujer en espacios cerrados y limitados, ya pertenezca a la vida religiosa o doméstica. Así pues, cuando en nuestra historia encontramos mujeres que destacan en espacios abiertos, generalmente se trata de singularidades que eluden el sistema imperante y se erigen en conductoras de su propia existencia. En definitiva, seres humanos defensores de su individualidad, de su exigencia radical”, señala la investigadora María Isabel B. Carneiro.
En Reino Unido, los historiadores han descubierto que hubo alrededor de 100 emparedadas en el siglo XII de las que se tiene constancia en la actualidad, pero la cifra fue aumentando, llegando a más de 200 entre los siglos XIII y XV. “Al desglosar estos números por género, vemos que las ancladas superaron en número a los anacoretas de los siglos XII al XVI: hubo alrededor del doble de mujeres reclusas en los siglos XIV y XV y alrededor de tres veces más en el siglo XIII”, apunta la investigadora Ann K. Warren en su artículo ‘Anchorites and Their Patrons in Medieval England’.
Los hombres, por tanto, también podían ser anacoretas encerrados de manera similar en una celda, “pero su vida no siempre era tan restringida como la de una mujer”. De hecho, en algunos casos podían salir para viajar, incluso había algún que otro sacerdote que optaba por estar encerrado, pero que salía de su celda cada día para celebrar la misa en la iglesia.
Entre 3 y 4 metros cuadrados
Para convertirse en una emparedada, indica Maria Wallesley en un artículo para la British Library, una mujer tendría que presentar una solicitud al obispo local y “tendría que proporcionar evidencia de que tenía los medios económicos para mantenerse a sí misma mientras estuvo encerrada”. Se conservan varios textos medievales que en su momento funcionaron como guías prácticas para estas mujeres, pero solo uno escrito por una emparedada donde relata su vida, el libro de ‘Revelaciones de Julian de Norwich’. Cada uno de los manuales incluye aspectos diferentes entre ellos, detalles que describen cómo era la forma de vida encerrada, lo que deja claro que, desde el estricto sistema, no había un solo camino para la penitencia.
Como lugares sagrados, las celdas eran construidas en base a unas reglas que regulaban la vida en su interior de un modo u otro. Los textos, entre ellos uno del siglo XII, informa que la celda debía tener entre 2 y 4 metros cuadrados aproximadamente. Estos habitáculos distanciaban su interior del exterior al estar tapiados. Solo incluían un par de ventanas, a veces tres: una a través de la cual recibían la comida, otra ubicada hacia el altar para escuchar la misa y otra por la que se comunicaban con visitantes y quienes pasaran por allí.
“Los anacoretas necesitaban la ayuda de miembros del clero y devotos para llevarles comida y remedios y eliminar sus desechos. Dependían enteramente de la caridad pública. Si la población se olvidaba de ellos, morían”, recuerda Renault. Pero las celdas no siempre se construyeron contiguas a las paredes de las iglesias, también en cementerios o
Una prisión, una penitencia
Como añade Carneiro, en el interior de estos diminutos lugares, la vida de un anacoreta medieval se caracterizó por seis ideales diferentes pero interrelacionados: clausura, castidad, ortodoxia, ascetismo, experiencia contemplativa y soledad. En su guía del siglo XII, ‘De Institutione Inclusarum’, Aelred de Rievaulx describe dos razones principales para elegir esta forma de vida: en primer lugar, para evitar los peligros espirituales del mundo exterior, y en segundo lugar, para ‘suspirar y sollozar más libremente después la muerte de Jesús’”.
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Aunque comparte muy ppoco sobre su experiencia con el encierro, Juliana de Norwich revela algo muy distinto a la devoción ciega que acunaba a estar figuras. En su texto afirma que “este lugar es prisión, esta vida es penitencia”, aunque no puede decirse con toda certeza, en palabras de Alexandra Barratt en su obra ‘Women’s Writing in Middle English’, que esta monja se refería a su vida terrenal en general o a las circunstancias específicas de esta en el interior de su celda.
El relato de Margery Kempe, por su parte, muestra que las reclusas recibían visitas frecuentes, pero en realidad esto iba en contra de los ideales del propio estilo de vida que seguían. Entonces, la iglesia decidió limitar los encuentros. Escrito en el siglo XIII, el ‘Ancrene Wisse’ o ‘Ancrene Riwle’, en inglés moderno ‘Guide for Anchoresses’ (manual para religiosas) les recordaba que no debían pasar mucho rato con personas del exterior, mucho menos comer con ellas: “Esto es mostrar demasiada entrega a la socialización, y va en contra de la naturaleza de cualquier forma de vida religiosa y, sobre todo, de una anacoreta que está completamente muerta para el mundo. A menudo se ha oído hablar de los muertos hablando con los vivos, pero nunca se les ha visto comer con ellos”.
Mascotas sí, personas no
No obstante, otra regla recogida por este texto permitía tener un gato, pero advertía que no se podía tener otros animales como una vaca, muchos menos comerciar con ella. Como sostiene la escritora e investigadora Robyn Cadwallader, autora de ‘The Anchoress’, el hecho de que las reglas desaconsejaran tales cosas sugiere que ocurrieron con la frecuencia suficiente como para ser motivo de preocupación para los superiores eclesiásticos.
Por otro lado, hubo anacoretas que directamente fueron amuralladas vivas al principio. El acto de taparse simbolizaba su muerte para el mundo. La Iglesia no estaba en contra de estas prácticas, de hecho las supervisaban con lupa. Debido a que se entendía que las personas ermitañas eran personas desviadas de la lógica social de la época, herejes y peligrosas para la moral, la iglesia se aseguró de que el aislamiento esta vez sería bajo absoluta vigilancia de toda la sociedad.
Pese a todo ello, las emparedadas eran muy apreciadas dentro y fuera de la institución. Su carácter cercano a la idea de santidad, su sabiduría y sus poderes curativos las mantenían respetadas en aquel abandono.
Según recoge Carneiro, abundan las referencias de estas mujeres por toda la Península. La celda de las emparedadas o muradas de Astorga es una verdadera reliquia, la única en España que se conserva original, de este radical modus vivendi. Además de Astorga la tradición se recuerda con fuerza en Madrid, Roncesvalles, Burgos, Sevilla, Artajona, Jaén o Valencia. Con todo, como se ha comentado, se extendía por toda España y el cristianismo.
Tras un estudio, el investigador Francisco Justo Pérez de Urbel llegó a la conclusión de que “el emparedamiento parece haber sido una penitencia favorita de las mujeres”. Entiendo, dice Carneiro, que este favoritismo no ha de interpretarse como un fenómeno extraño ya que el aislamiento y la reclusión se estimaban convenientes para la naturaleza femenina. Sin restar mérito a un tipo de penitencia tan rigurosa, sostiene, diríase que en las emparedadas subyace el sometimiento al beneplácito social.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2021-11-28/anacoretas-mujeres-edad-media_3330965/