Por Fernando Manzanilla Prieto
Hace 20 años, los ataques terroristas del 11 de septiembre sacudieron al mundo. En una acción coordinada sin precedentes, integrantes del grupo terrorista Al Qaeda, dirigidos por Osama bin Laden, secuestraron 4 aviones comerciales y los dirigieron hacia sendos blancos concretos: la Casa Blanca, el Pentágono, El Capitolio y las Torres Gemelas. Aunque solo concretaron el ataque en dos de ellos, se perdieron 3 mil vidas. Muchos recordamos las imágenes de la tragedia, sobre todo, las del colapso de las icónicas Torres Gemelas.
Ese día, el mundo cambió y ya nada fue igual. El fantasma del terrorismo había hecho su aparición y con él, iniciaba una guerra global contra este nuevo flagelo. Para Estados Unidos y para muchos otros países del primer mundo, la agenda de seguridad nacional pasó a ser prioritaria. Resurgieron los sentimientos nacionalistas, aislacionistas y globalifóbicos entre amplios sectores de la sociedad norteamericana y el dolor, el miedo y la rabia que provocaron estos ataques se tradujo en sed de venganza.
Casi un mes después de los ataques, Estados Unidos inició la cacería contra Al Qaeda en Afganistán, con la promesa de liberar de la opresión talibán al pueblo afgano. Poco más de un año después, sin el consenso de la ONU, Bush decidió invadir Irak con la misma intención de instaurar una democracia. Y no fue sino una década más tarde, ya con Obama en la presidencia, que se logró eliminar a Bin Laden.
A 20 años de estos ataques, es claro que la estrategia norteamericana contra el terrorismo ha sido muy costosa. La idea de “crear” naciones artificialmente y de imponer el “american way of life” en contextos culturales completamente adversos ha demostrado ser un callejón sin salida. El símbolo más claro de esa “derrota” estratégica fue, sin duda, la retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán y el regreso de los talibanes al poder.
La declaración del presidente Joe Biden de que él no iba a “extender esta guerra para siempre” al tiempo que ha ordenado continuar con los ataques militares en Kabul a objetivos claves del Estado Islámico, significa el reconocimiento de que la estrategia anterior fracasó, pero que la guerra contra el terrorismo es más vigente que nunca. Así lo demuestran también los operativos militares de Estados Unidos desplegados para vigilar los movimientos de Al Qaeda y del Estado Islámico en Libia, Nigeria, Chad, Mali y Somalia.
A pesar de los fracasos estratégicos en Afganistán e Irak, hay quienes aseguran que la guerra contra el terrorismo ha sido exitosa. Y que la mejor prueba de ello es que en 20 años, Estado Unidos no ha sufrido otro ataque terrorista de grandes dimensiones. El costo de este logro, sin embargo, ha sido muy alto. En estas dos décadas han perdido la vida más de 7 mil militares estadounidenses, así como miles de civiles inocentes. Eso sin contar el gasto de cientos de miles de millones de dólares.
Al final de todo este esfuerzo, la realidad es que los grupos terroristas siguen activos y el riesgo de que Estados Unidos enfrente nuevos ataques terroristas en su propio suelo sigue vigente. Occidente perdió libertades democráticas, se violentaron los derechos humanos de manera flagrante, y el predominio geopolítico de Estados Unidos entró en decadencia.