En medio de estrictas medidas sanitarias, el maestro Teodor Currentzis y el director italiano Romeo Castelucci sacuden el Festival con un planteamiento radical y estético de la ópera
RUBÉN AMON / Salzburgo / EL CONFIDENCIAL
No se puede acceder a los teatros del Festival de Salzburgo sin la acreditación de la vacuna o del test negativo. La formalidad se plantea al enseñar la entrada nominal. Y garantiza el control de la pandemia en los espacios lúdicos y multitudinarios, igual que sucede con la obligación de llevar puesta una mascarilla FP2. Nada de arbitrariedades estéticas.
Semejante compromiso cívico contribuye a comprender las diferencias de contagios con España. Austria expone una incidencia acumulada de 57 casos por 100.000 habitantes frente a los casi 700 que retratan la anomalía celtibérica. Y que justifican la declaración de España como territorio rojo.
Tranquilidad. En las puertas del Grosses Festspielhaus no se pide el pasaporte ni otro salvoconducto diferente al sanitario, aunque el impacto del coronavirus en un acontecimiento de tales proporciones sociales y culturales sobrentiende un ejercicio de sugestión y hasta de conmoción. Parece que estamos en unbaile de máscaras. Y que la disciplina de las medidas preventivas ha malogrado el gran sarao sociológico de los entreactos, aunque los espectadores se resarcen con champán y aperitivos en la gran avenida de asfalto que flanquea la casa madre del Festival.
Los turistas observan el espectáculo entre atónitos y entretenidos. No se acercan a las puertas del templo. Se ubican en la otra acera —en la otra orilla— de la avenida como si hubiera entre medias un río de alquitrán. Las entradas alcanzan los 445 euros, aunque el acontecimiento de ‘Don Giovanni’ los justifica en tiempo —casi cuatro horas— y en abrumadora intensidad.
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Tenía que ser Mozart el gran artífice del Festival del centenario. Porque nació en esta ambigua ciudad. Y porque el destierro forzoso a Viena no ha resuelto todavía la deuda de Salzburgo hacia el compositor. Todo lo contrario: su imagen y su marca se expolian en un aquelarre de bombones, peluches, conciertos basura y profanaciones indecorosas: la casa en que nació, la casa donde vivió, el cementerio donde yace su padre.
Es el motivo que convierte al centenario Festival de Salzburgo —la conmemoración fue el año pasado, pero no pudo consumarse en condiciones— en el depositario de las obligaciones del canon mozartiano. Aquí se fija la doctrina. Se homologan los criterios de interpretación.
En deuda con Mozart
Y no puede decirse que se haga desde posiciones conservadoras. La mera decisión de encomendar la nueva producción de ‘Don Giovanni’ al maestro griego Teodor Currentzis y al director de escena italiano Romeo Castelucci implica unos riesgos y una controversia que ambos se preocuparon de confirmar en el consenso de un montaje perturbador y conmovedor, pero también radical y extremo, tanto en las arbitrariedades musicales como en las ambiciones de una dramaturgia de poderoso estupor estético.
Castelucci convierte la forma en el fondo. Y concibe una trama teatral de acongojante belleza que transforma las arias en grandes cuadros pictóricos y que explora la plasticidad en la puerta de acceso a las angustias de la ópera de Mozart: la identidad, el erotismo como escapatoria de la muerte, la vacuidad, y la soledad a la que termina condenado el protagonista.
Es Davide Luciano quien interpreta al libertino. Y quien accede a desnudarse integralmente en la escena justiciera del último acto, por mucho que recubra su cuerpo un engrudo de color blanco que termina embadurnándolo hasta degradarlo al aspecto de una estatua de cal. Es el castigo con que expía no ya su inmoralidad y su libertinaje, sino la transgresión de las leyes superiores. Empezando por la ejecución del Comendador. Que es el homicidio a la autoridad. Y el principio del fin. Castelucci condena a Don Giovanni retorciéndolo de dolor. Y otorgándole el aspecto de los cuerpos que aparecieron en Pompeya: desgarrados en la impotencia.
Lo transforman en un espacio ambiguo e inquietante lejos de los límites de la realidad
No hay Dios en el Don Giovanni de Castelucci. Por eso la ópera comienza con la intervención de unos operarios en un templo religioso. Lo despojan del Cristo y de los ángeles y de las estatuas. Y lo transforman en un espacio ambiguo e inquietante lejos de los límites de la realidad y de la narrativa.
Conviene tenerlo en cuenta porque la creación de un territorio fuera del espacio y del tiempo tanto permite tutear las claves metafísicas de la ópera de Mozartcomo predisponen una atmósfera de fantasía y de ensoñaciones. Se percibe la raigambre grecolatina de la cultura de Castelucci. Y se multiplican las escenas alegóricas. Todo el segundo acto transcurre en un escenario vaporoso y onírico que parece el subconsciente de Don Giovanni. Y que traslada el dolor de sus víctimas femeninas. Cientos de ellas aparecen sobre el escenario, como si dieran cuerpo y cara al famoso catálogo de conquistas. Y como si predispusieran el camino a la condena del libertino.
¿Quién es Don Giovanni?
La pregunta es el gran misterio de la ópera. Nada dice el «matador» de sí mismo. Nunca. Lo conocemos desde el trastorno de los demás y desde la sumisión oportunista de su escudero, Leporello.
La incógnita permite a Castelucci un planteamiento dramatúrgico radical y audaz. O sea, confundirlo Don Giovanni con Leporello mismo. No hay manera de distinguirlos formalmente en escena. Visten igual. Tienen la misma barba, la misma altura. Y hasta parece haberse escogido un timbre de voz similar, de tal manera que la mistificación del amo y el criado tanto concierne a la cuestión identitaria del depredador como sacude el suelo de todos los demás personajes. ¿Quiénes son realmente unos y otros?
Las reflexiones filosóficas de Castelucci no contradicen el predominio de la estética, el pasmo de la plasticidad. El ‘regista’ italiano es un esteta. No desde la superficialidad, sino desde la armonía y desde la sinestesia. Pocas escenas más bellas hemos visto en un teatro que el duo de ‘La ci darem la mano’ o que el aria final de Donna Anna, aunque la versión teatral de Castelucci también tiene en cuenta los pasajes cómicos, muchos de ellos depositados en la grotesca pusilanimidad de Don Ottavio, un impostor al que disfraza de dictador bananero y al que provee de un caniche gigante como metáfora de un poder amanerado, decadente y fútil.
Las reflexiones filosóficas de Castelucci no contradicen el predominio de la estética, el pasmo de la plasticidad
Se antoja muy exigente el montaje de Castelucci. Caro, costosísimo. Acaso el principal defecto de su ‘Don Giovanni’ consista en la distracción de la música a propósito de tantas subtramas y elementos perturbadores —llueven objetos del cielo como un cuadro de Dalí en movimiento—, pero es cierto que Teodor Currentzis mantiene el foso en permanente estado de incandescencia. Compareció el maestro griego con su propia orquesta —’musicaAeterna’—, una especie de prolongación orgánica y musical que le consiente ‘tocar’ la música como si realmente discurriera entre sus manos.
Recurre Currentzis a los instrumentos de época —maderas, viento, percusión…—, pero no tanto por razones filológicas como por las facultades cromáticas que conlleva la experiencia. Su ‘Don Giovanni’ es arrebatador, voluptuoso, pero también extremadamente sensible y emotivo. Acompaña a los cantantes como si respirara con ellos. Y concibe en el foso un fabuloso ejercicio de intensidad y de emociones. Parece un chamán. Un personaje de ultratumba. Un director arbitrario, pero no caprichoso si superficial. Currentzis nos traslada la luz y la oscuridad, el estupor y la penumbra. Y consuma un prodigio artístico y mistérico al que respondieron con clamor los espectadores salzburgueses.
Era la manera de homologar una nueva frontera en la travesía de Mozart. De reconocerle y de identificarlo como el nuevo hechicero de la tribu, aunque las ovaciones también premiaron la cualificación de los cantantes. Porque fue imponente la Donna Anna de Nadezhda Pavlova. Porque Michael Spyres aportó valentía y refinamiento al papel de Don Ottavio. Porque Federica Lombardiinterpretó con gran personalidad el personaje de Donna Elvira. Y porque Davide Luciano y Vito Priante fueron capaces de confundirnos sobre la identidad de Don Giovanni. «¿Quién soy yo?», se pregunta en alto el personaje de Mozart. Nunca lo sabremos.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2021-07-31/perturbador-don-giovanni-centenario-salzburgo_3210176/