La quinta ola anima a cada vez más países a ‘vetar’ del espacio público a quienes no se quieren someter al pinchazo. «Esta vez usted se queda en casa, no nosotros», ha dicho el presidente Macron
JOSÉ MARÍA ROBLES / RICARDO MARTÍNEZ (Viñetas) / PAPEL / EL MUNDO
«Esta vez se queda usted en casa, no nosotros». Pocos mensajes han sonado tan contundentes en el último año y medio como el que dirigió Emmanuel Macron esta semana a quienes siguen rechazando pasar por el trance del pinchazo y el algodoncito en el bíceps. Apoyado simbólicamente en la Torre Eiffel durante su intervención televisada, y con la tasa de incidencia en niveles estratosféricos por culpa de la variante delta, el presidente francés dejó claro que nadie que no haya probado la aguja podrá (volver a) hacer vida normal.
Así, en el país vecino es necesario desde el pasado miércoles un pasaporte sanitario (certificado de vacunación de pauta completa o test negativo) para acceder a parques de atracciones y salas de conciertos, ya sea como usuario o como empleado. El mismo documento que a partir del 1 de agosto será imprescindible también para entrar en cafeterías, restaurantes, centros comerciales, residencias, hospitales, clínicas, trenes, autobuses y aviones de larga distancia.
«Prohibida la entrada a los perros y a los negacionistas», podría haber resumido el dirigente galo, entre el chiste fácil y la advertencia distópica a la puerta de la brasserie. El cerco parece estrecharse cada vez más en torno a los escépticos de ahora con Pfizer y demás -una macromanifestación contra la «dictadura sanitaria» tuvo lugar el pasado fin de semana- o los antis de siempre: una encuesta de Gallup de hace dos años coronó a Francia como el más reacio a las vacunas de casi 150 países.
La fórmula Macron, es decir, restricciones para unos pocos en lugar de ajo y agua para todos, desplaza la presión social y sanitaria y convierte a los más recalcitrantes en los nuevos leprosos de estos tiempos coronavíricos. Esos que durante meses han estado defendiendo con orgullo y atrevimiento sus posiciones se enfrentan ahora a la marginación física y a la muerte civil si no se avienen a hacer lo que el Gobierno les exige. Que es lo mismo que al resto.
«La medida de Macron fue excelente. El día siguiente a su anuncio más de cuatro millones de franceses recurrieron a la autocita para vacunarse», observa el psicólogo Sergio García Soriano, que recuerda que en la Inglaterra del siglo XIX fue el ejército el que se encargó de que los tuberculosos siguiesen tratamiento en sus casas.
«Al negacionista nunca se le va a poder convencer porque no defiende argumentos científicos, sino pasionales», añade García Soriano. «Se han descrito casos de personas en el hospital muriéndose por este virus y que, sin embargo, lo negaban. O terraplanistas muriendo en un cohete casero para demostrar sus falacias. El convencimiento es mínimo para sus inferencias, de tal manera que hay que actualizar normas que les obliguen a que no contagien y a que no sean ellos contagiadores».
Es cierto que Francia encabeza la imposición de límites a los negacionistas, incluso con medidas indirectas como es el fin de la gratuidad de las pruebas PCR y de antígenos después del verano, pero adoptar acciones punitivas para discriminar a los no vacunados empieza a ser tendencia mundial.
Italia ha seguido la estela de su vecino y ha impuesto directamente el certificado Covid europeo para entrar en cualquier recinto de la hostelería y participar en actividades de ocio y cultura desde el 6 de agosto.
Es como si estoy con amigos en el bar, todo el mundo paga una ronda y cuando me toca a mí, me voy. No estaría asumiendo mi compromiso
CRISTINA MONGE, PROFESORA DE SOCIOLOGÍA EN LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
Boris Johnson, sí, creáselo, el mismo que proclamó el pasado lunes como Día de la libertad frente al coronavirus -con los contagios disparados y él mismo confinado-, anunció al día siguiente que las discotecas inglesas exigirán un pasaporte similar al francés a partir de finales de septiembre.
«Es probable que algunos de los placeres y oportunidades más importantes de la vida dependan cada vez más de la vacunación», avisó el primer ministro, que de momento declinó extender la medida a pubs y estadios de fútbol. Su anuncio soliviantó a ministros y diputados tories, convencidos de que el pasaporte de marras generará dos castas sociales: los inmuno-privilegiados y los inmunoparias o apestados.
Sin llamarlo así, el pasaporte sanitario ha llegado incluso a España, donde los disidentes apenas representan el 4% de la población, según la última encuesta de la Fundación Española para la Ciencia y Tecnología (FECYT). Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta, ha confirmado que para entrar en los bares gallegos también va a hacer falta un certificado de vacunación o una PCR negativa. La medida se va a aplicar en las zonas con mayor incidencia del virus, en principio para mantener alejados a los jóvenes, pero podría extenderse al resto de la comunidad. En cualquier caso, igual que en Francia, Italia o Reino Unido, la prohibición obliga a elegir: o la cañita, o el ostracismo. Es decir, la leprosería.
Cristina Monge, profesora de Sociología en la Universidad de Zaragoza, subraya que la cuestión de fondo es de qué forma la decisión de un negacionista puede afectar a terceras personas. Y advierte que en el caso del Covid, y en el del cambio climático, entra en juego la paradoja del gorrón.
«Es un concepto que se maneja mucho en la teoría de juegos y se refiere a aquel que no quiere asumir riesgos para mejorar una situación, pero se beneficia del hecho de que otros sí lo hagan», comenta a propósito de los que no quieren vacunarse y lo mismo alegan miedo a una reacción adversa que desconfianza institucional. «Es como si estoy con amigos en el bar, todo el mundo paga una ronda de copas y cuando me toca a mí, cojo y me voy. No estaría asumiendo mi responsabilidad, mi compromiso con el grupo», explica Monge de forma aún más gráfica.
Y ahí reaparece la inmunidad de rebaño, a la que antivacunas de todo el planeta se habían aferrado para no dejarse pinchar. El virólogo alemán Christian Drosten, que desempeña para el Gobierno de su país el mismo papel que Fernando Simón para el español, admitía hace unas semanas en la revista onlineRepublik que muchas personas han interpretado mal en qué consiste eso de la inmunidad colectiva. A su juicio, han deducido que si la mayoría de la población ya estaba vacunada, el resto obtendría la misma protección por defecto.
Drosten aclaraba que eso se cumple con los virus que tienen origen y efectos sólo sobre los animales, como la peste bovina, pero no en el caso del Covid, porque el ser humano se relaciona y se mueve de forma distinta al resto de seres vivos. «En unos años, el 100% de la población habrá sido vacunada o infectada. Incluso después de eso, el coronavirus seguirá infectando a las personas, pero estas ya no serán infecciones graves», validaba el experto la tesis de que el virus se volverá al final como un resfriado común. Y en dicho escenario es mejor estar vacunado y disponer de anticuerpos que exponerse a un contagio sin defensas y, en consecuencia, a un impacto más severo.
En Occidente, sólo Australia se planteó -y finalmente descartó- la obligatoriedad de la vacuna para sus 25 millones de habitantes. Los países europeos han optado por ir arrinconando el negacionismo, alternativa jurídicamente menos espinosa que el popular artículo 33. «El problema de estas políticas es hasta dónde se extienden. Por ejemplo, ¿te van a dejar ir al colegio recoger a tu niño si no te vacunas?», reflexiona la profesora Monge.
Ignorarles les envalentona. Creen entender que se les tiene miedo. Y, al no replicarles, ganan adeptos para la causa JOAN CARLES MARCH, DIRECTOR DE LA ESCUELA ANDALUZA DE SALUD PÚBLICA
Estados Unidos, por su parte, presenta una honda división entre los estados de tradición progresista y conservadora, brecha política que claramente tiene su reflejo en el rechazo o adhesión a la vacuna y, por ende, en el número de contagios.
Una reciente encuesta de The Washington Post y ABC News indicaba que el 47% de republicanos consultados no tenía intención de vacunarse, frente a sólo un 6% de los demócratas. Y ello a pesar de que las autoridades están intentando seducirles con estímulos de todo tipo, en plan tómbola: becas universitarias, carreras de Uber gratis para llegar a la farmacia, cerveza, donuts y marihuana de regalo…
«Es normal que estén buscando maneras de incentivar a los indecisos, sobre todo aquellas que contribuyen a salvar barreras, como es el caso del transporte. Otra cosa es ofrecer premios que fomentan las adicciones, como dulces o drogas. Ahí sí vemos un límite ético», apuntan las investigadoras Nuria E. Campillo, Mercedes Jiménez (ambas del CIB-CSIC) y Matilde Cañelles (IFS-CSIC), autoras de la tribuna El bueno, el feo y el malo del Covid-19, en la que retratan al colectivo anticiencia.
A Rochelle Walensky, directora de los Centros de Prevención y Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), no le ha quedado otra que reconocer que EEUU sufre «la pandemia de los no vacunados». Y un frustrado presidente Joe Biden ha demandado a las redes sociales que frenen los bulos de los antivacunas: «Están matando gente».
Lejos queda ya 1956, cuando Elvis Presley y su aparición estelar junto al comisionado de Salud de Nueva York antes del show de Ed Sullivan logró lo que no estaba logrando la campaña de vacunación contra la polio: que millones de estadounidenses acudieran voluntariamente a su cita con la aguja.
Joan Carles March, director de la Escuela Andaluza de Salud Pública, ve contraproducente reforzar la idea de brecha social y excluir siquiera nominalmente a los negacionistas, aunque es consciente de que «ignorarles les envalentona». «Creen entender que se les tiene miedo. Y, al no replicarles, ganan adeptos para la causa entre los indecisos y los que tienen dudas», especifica.
Con todo, los nuevos leprosos deben saber que ya hay quien compara su actitud con la de los montañeros que salen con mal tiempo y al final tienen que ser rescatados con un helicóptero. Y no sólo para hablar de negligencia, sino para plantearse si deberían pagar los gastos en caso de acabar en una UCI.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2021/07/24/60fafd8cfdddfff6228b45a7.html