Cada septiembre, aunque el nombre indique lo contrario, los bávaros (originales e importados) se atan sus vestidos y sus pantalones cortos de cuero y celebran ‘a jarras’ un matrimonio de hace 200 años
ÁLVARO HERMIDA / ALIMENTE+
Imaginemos, aunque solo sea por un momento, las fiestas de un pueblo de tamaño medio, o tal vez de un barrio, como Barajas, en Madrid (aunque nos vale cualquiera). Allí podremos encontrar tómbolas, ollas mecánicas (y sus correspondientes adolescentes lanzados al vacío y carencia de permisos municipales y licencias), puestos de salchipapas (solo Dios sabe el porqué de esa aberración) y, dependiendo del tamaño del pueblo en cuestión, una banda de música tocando todo tipo de hits (desde Like a Prayer de Madonna al eterno Paquito el Chocolatero) o un cantante/grupo español cuyo tiempo de gloria ya pasó, pero que, a pesar de eso, sigue sacando una tajada considerable (y, en ocasiones, difícilmente justificable) de dinero público.
Suena terrible, ¿verdad? Entonces… ¿por qué nos gusta tanto? Muy sencillo: las fiestas tradicionales tienen encanto. Las tradiciones en sí tienen encanto. Y, menos para algunos anclados en prácticas cuestionables, las tradiciones que son al mismo tiempo divertidas tienen una magia casi inigualable. Ahora, imaginemos que el reclamo principal es la comida; cantar Sweet Caroline y Angels a coro, junto con 10.000 personas, un porrón de veces y, sobre todo, la cerveza. Sí, eso es el Oktoberfest (con omisiones mayúsculas que incluiremos más tarde, por supuesto). Además, la entrada es gratuita, lo que es un plus.
Solo las cervezas muniquesas que cumplen con la Ley de la Pureza pueden servirse en el Oktoberfest
Empecemos por lo básico: ¿qué es el Oktoberfest? Para empezar, no tiene absolutamente nada que ver con ser un festival de la cosecha ni nada por el estilo. Es una tradición que se originó el 12 de octubre de 1810, cuando el rey bávaro Luis I se casó con Teresa de Sajonia y, encantado con el enlace matrimonial, invitó (al más puro estilo de los hermanos Marx) a los muniqueses -y otros bávaros- a un día en las carreras. Allá donde hay carreras de caballos, suele haber alcohol (cada año, Ascot en el Reino Unido da fe de ello) y en las bodas pasa tres cuartas partes de lo mismo. A lo largo de los años se popularizó la fiesta, las 6 grandes cervecerías de Múnich cobraron especial relevancia, y los caballos dejaron paso a un parque de atracciones repleto de montañas rusas, pulpos, ollas, lanzaderas y las terroríficas sillas voladoras.
Por último, se decidió que en Múnich, el 12 de octubre, suele hacer un frío que pela, por lo que el festival, que dura dos semanas (este año se ha alargado un poquito por la fiesta de la reunificación alemana), se adelantó. A fin de cuentas, es mejor el sol que celebrar el aniversario de unos señores que llevan casi 200 años muertos. Ahora comienza a mediados de septiembre. Su principal parecido con la fiesta original es que se sigue celebrando en el mismo espacio, el Theresienwiese (Prado de Teresa, en honor a la reina consorte). Pero, como todas las buenas tradiciones, ha variado y se ha convertido en un festival al que cada año asisten muchos millones de personas (el último prepandemia, el de 2019, tuvo una asistencia de 6,3 millones, según fuentes oficiales).
A pesar de esa magnitud, como nos explica el director financiero de Paulaner, una de las 6 puras de Múnich, Sebastian Strobl, «el 80% del público viene de Múnich». La inmensa mayor parte de ese 20% restante es alemán y luego hay italianos, estadounidenses, británicos… y algún español. Al contrario de lo que pasa con otros festivales típicos alemanes, como puede ser la Love Parade (renombrado ahora como Rave the Planet) en Berlín, no acabaremos dándonos de bruces contra múltiples y orgullosos portadores de la bandera de Asturias (en serio, en cualquier festival de música en el continente europeo hay un asturiano en primera fila).
Tal vez esa falta de popularidad se deba a diversos factores, como una visión de los muniqueses como rancios. Aunque, como nos explica nuestra guía, Bárbara, no solo son los «más ricos de los alemanes, sino también los más divertidos y cantarines». Otra posibilidad es que la visión que tenemos en nuestro país de esta fiesta, aunque no inexacta, es incompleta. Al igual que ocurre con el Sónar de Barcelona, existe (de forma extraoficial) un Oktoberfest by Day y un Oktoberfest by Night. El que tenemos en nuestra mente es el segundo (a pesar de que comience de buena mañana).
En el primero, el de día, lo que más veremos son familias, con niños pidiendo subirse a atracciones para las que, claramente, no son lo suficientemente altos; parejas con algodón de azúcar intentando conseguir un peluche lanzando bolas contra unas latas apiladas y grupos de adultos (serios, a fin de cuentas son muniqueses) buscando un buen sitio donde comerse un codillo.
Oligopolio histórico
Pero el Oktoberfest de noche, el que nos suena, es un mundo aparte. Para empezar, tiene lugar (sobre todo si la climatología no deja opción a otra cosa) en interiores, en una de las grandes carpas. Cuando usamos la palabra grande, no nos referimos a algo módico, no. Grande, en este caso, significa 10.000 personas dentro de una sola de esas carpas (al menos, esa es la capacidad de la de Paulaner). Cada uno de esos grandes espacios que rozan la veintena (luego hay muchos más pequeños) está patrocinado por una de las 6 grandes cervecerías muniquesas, las que cumplen con la Ley de la Pureza.
Las elegidas son Augustiner, Hacker-Pschorr, Hofbräu, Löwenbräu, Paulaner y Spaten. Todas ellas tienen una historia que se remonta siglos y siglos. De hecho, la mencionada Ley de la Pureza, data de 1487. Para que una cerveza se considere pura debe cumplir una serie de requisitos esenciales. Para empezar, debe estar producida dentro de los confines de la ciudad de Múnich, ni siquiera el resto de Bavaria es aceptable. Para continuar, el agua con la que se realiza debe obtenerse de un pozo subterráneo (situado a 200 metros de profundidad), detrítico terciario, en el subsuelo muniqués. Además de esto, aunque no es obligatorio, el cereal con el que se elabora suele estar (según apuntan desde Paulaner, <90%) producido en Bavaria y lo mismo ocurre con el lúpulo. Esto último no es especial, dado que los campos al norte del aeropuerto de esta ciudad alemana son la mayor fuente de esta flor de toda Europa.
Cada año, esas marcas montan (y luego desmontan) las mencionadas carpas (que, más bien, son completos edificios), donde solo sirven su cerveza. Pero esta no es la que podemos encontrar en cualquier tienda, sino que solo se destila para este evento en particular. La cerveza del Oktoberfest solo es del Oktoberfest.
Junto al ayuntamiento de Múnich, las 6 grandes han formado un oligopolio que se remonta siglos atrás. Juntas, cada año, pactan los precios de las jarras (madre mía si viera eso la CNMC), que este 2023 se han situado entre los 14,50€ y los 14,80€. Cada una de esas jarras (solo se sirven jarras) contiene un litro de líquido, por lo que haciendo unos más que rápidos y pobres cálculos, si asumimos que en algunos establecimientos españoles podemos pagar hasta 4€ (o más) por un tercio de cerveza, la diferencia de precio tampoco es absurda.
Como decíamos más arriba, la entrada a las carpas es libre. Nadie te cobra nada. Lo que sí que hay es una gran competencia por hacerse con una de esas mesas en las que, tradicionalmente, caben hasta 10 personas. Esta competición por el espacio se ve reducida en los días laborables y exacerbada los findes, al igual que pasa en nuestro país con los asadores de pueblo y con las terrazas en los parques los domingos.
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La popularidad de este evento es tal que el ayuntamiento de la ciudad bávara se vio obligado (a pesar de que todo se desmonta cuando acaba el festival, hasta el año siguiente) a construir un centro de salud, un parque de bomberos y una comisaría permanentes para proporcionar los servicios adecuados durante el evento. En todo momento hasta 600 policías recorren los terrenos, y en la sala de urgencias del centro de salud han instalado una máquina de resonancias magnéticas, para poder diagnosticar el traumatismo más común durante los festejos: los golpes en la cabeza con jarras de cerveza.
El éxito de este festival se ha expandido por nuestro país (y por el resto del mundo) como la pólvora. A pesar de que creamos que celebramos San Patricio, la realidad es que la única fiesta cervecil importada es el Oktoberfest: Madrid (múltiples veces, ocupando incluso el WiZink), Málaga, Barcelona, Valencia… Con esta progresión, solo es lógico pensar que en los años venideros más y más celebraciones tendrán lugar, aunque nada como el original.