La ambigüedad y el fetichismo caracterizan la dimensión de un escritor gigantesco cuya primera visita a Pamplona, hace casi un siglo, transformó los Sanfermines… y la literatura
RUBÉN AMÓN / EL CONFIDENCIAL
Puede que no exista mejor expresión que la ambigüedad —o la dicotomía— para definir el misterio de Hemingway. Y su condición de leyenda entre la verdad y la mentira, confundidas por él mismo en su obra y en su vida, intrincadas entre sí para la veneración de quienes lo detestan y para el desconcierto de quienes lo aman, no digamos en Pamplona, cuya sociedad tanto le agradece la universalidad de los Sanfermines como le atribuye la maldición de haberlos masificado con el texto evangélico de ‘Fiesta‘.
La traducción española trivializa el título original en inglés (‘The Sun Also Rises’), un pasaje de Eclesiastés que José Luis Cuerda recondujo en una película delirante —’Amanece que no es poco’— y cuyas resonancias bíblicas redundan en la dimensión mitológica del coloso. De otro modo, no se le hubiera construido un monumento gigantesco en el umbral de la plaza de toros. Y no cualquier monumento, sino un “mausoleo” de piedra que responde en su rocosidad a la expectativa megalómana y devocionario.
El suicidio predispuso el aura de malditismo y de autodestrucción, e introdujo un sesgo libresco que glorificó a Hemingway en la Pamplona… del franquismo. Fue en 1968 cuando se inauguró “la roca”. Y cuando se añadió una nueva contradicción a la ejecutoria y la biografía de “papá”, precisamente porque Hemingway se había significado en la causa republicana. Y había fingido dejarse la piel contra el caudillo.
El novelista vampirizó al periodista. La ficción permitió a Ernesto exagerar la realidad, desquitarse de ella y subordinarla a sus pulsiones. Todo lo que parecía mentira… era verdad. Y todo lo que resultaba verosímil se lo había inventado, de tal manera que la disquisición del caso Hemingway —su autopsia, su leyenda— se origina en las medias mentiras y verdades a medias que él mismo había engendrado en su fertilidad y en su locuacidad.
Hemingway el mujeriego. Y el antisemita. Hemingway el huraño. Y el traidor. Hemingway el volcánico. Y el vampiro. O Hemingway en su connotación ‘queer’, hasta el extremo de atribuírsele no solo una devoción más o menos homoerótica a los duelistas de ‘El verano sangriento’ —Ordóñez y Luis Miguel—, sino una relación “ambigua” con Sidney Franklin, torero gay y judío de Brooklyn cuyos vaivenes biográficos se han incorporado a las últimas novedades del expediente H. ¿Verdad o mentira? ¿Verdad y mentira?
Por eso resulta tan fascinante la leyenda del suicidio. Y no porque se inventara su propia muerte, sino porque la decisión de ejecutarse con una escopeta de dos cañones en su residencia de Ketchum (Idaho) sobrevino después de haber manoseado las entradas para los inminentes Sanfermines de 1961. ¿Cómo habían llegado hasta allí, considerando que el suicidio se produjo el 2 de julio? Es inútil contradecir la falacia, como resulta impracticable desenmascarar las leyendas que enfatizan el heroísmo del escritor, muchas de ellas elaboradas en las coberturas de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda. A caballo de ambas, Hemingway se encontró con los Sanfermines (1923) y los percibió como un trance iniciático. Era un desconocido, entonces EH. Y no lo era tanto Scott Fitzgerald, destinatario de una carta manuscrita en la que Hemingway perfila su idea definitiva de paraíso, muy lejos de las trincheras y el ‘whisky’: ver toros y pescar truchas.
Es atractivo relacionar una y otra pasión con sus novelas más célebres —’ Fiesta ‘ y ‘ El viejo y el mar ‘—, como si la experiencia en la plaza de Pamplona y en los ríos aledaños evocaran el sueño de grandeza de Nelson cuando recogía una bellota del suelo. Allí, donde otros observaban el fruto del roble, el almirante británico visualizaba el vientre de un gran barco.
Imaginación y clarividencia. Tanto valen una cualidad como la otra para identificar la envergadura de un gigantesco escritor que llegó a tiempo de recibir el Nobel y de visitar al anciano Pío Baroja para dedicárselo.
Es difícil encontrar personalidades menos afines. Baroja abjuraba de la España levítica, fiestera, taurina, hedonista e hipócrita, mientras que Hemingway se convirtió en profeta de Sodoma e Iruña o de Pamplona y Gomorra, hasta el punto de repudiar él mismo años después a todos los americanos, británicos y australianos que recalaron en San Fermín con el breviario de ‘Fiesta’ o con el correlato de ‘Muerte en la tarde’.
No le gustaban al viejo los aduladores ni los fetichistas. Tampoco le gusta a los lugareños de Iruña que los pamploneses aparezcan como figurantes de una historia o de una novela que Hemingway concibió desde la verdad para llevar a la categoría de la mentira, aunque la mayor paradoja acaso consista en que toda la popularidad y universalidad de Ernest —y toda la tradición oral— no contradicen que lo percibamos como un perfecto desconocido. Y que se hable mucho de sus libros sin haberlos leído.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2022-07-22/hemingway-impostor-genuino_3464161/