Por Ricardo Martínez Martínez
Esta semana, la segunda de noviembre, líderes mundiales se reúnen en Bakú – capital y centro comercial de Azerbaiyán- para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP29), buscando avanzar en compromisos de mitigación climática. Sin embargo, la creciente división política y el auge de los regionalismos en el mundo amenazan la cohesión de una agenda global climática real y tangible.
A medida que Asia propone alternativas propias y líderes nacionalistas reafirman su poder, el éxito de esta cumbre se enfrenta a serias dudas.
En líneas generales, La COP29 persigue, como en años anteriores, un acuerdo global que limite el aumento de la temperatura a 1.5°C, al tiempo que refuerza el compromiso de los países desarrollados para aportar $100 mil millones anuales en financiamiento climático para los países en desarrollo.
La necesidad de reducir las emisiones de carbono es urgente: ya que cada aumento de temperatura implica impactos severos, como, por ejemplo, las inundaciones recientes en la comunidad valenciana, hasta sequías masivas en diferentes partes del mundo.
La ONU ha afirmado, por enésima vez, que un cambio decisivo es ineludible para evitar que la temperatura suba hasta 4.4°C para 2100, lo cual desestabilizaría ecosistemas y economías globales.
Los organizadores de la COP ven en este evento una última oportunidad para alinear los compromisos en un esfuerzo conjunto que incluya medidas de adaptación y resiliencia climática a nivel mundial.
Sin embargo, la visión de unidad global se encuentra con una resistencia creciente. Asia, liderada por China, ha comenzado a crear sus propias instituciones climáticas, adaptando sus objetivos y enfoques al desarrollo regional.
Michel Nieva, en Ciencia ficción capitalista, nos advierte que esta tendencia puede derivar en un neo-colonialismo climático, donde las naciones más poderosas adaptan sus compromisos según sus propios intereses, ignorando la urgencia de un enfoque equitativo y global. Pareciera así que, al igual que las invasiones coloniales, este modelo extractivista sigue diezmando ecosistemas y comunidades en nombre del “progreso”, mientras se perpetúan injusticias que ya llevaron a la Tierra a una crisis. Esta fragmentación, en la que cada bloque prioriza su propia agenda, diluye los esfuerzos conjuntos y amenaza con convertir a la COP29 en una serie de compromisos simbólicos y sin sustancia real. El preludio de una desilusión mayor, rumbo a la cumbre del G20, a realizarse en Brasil, también en el mes de noviembre.
Además, el ascenso de líderes nacionalistas como Donald Trump, quien ha criticado en varias ocasiones la «carga» de los acuerdos climáticos sobre la economía de Estados Unidos, intensifica esta polarización. El economista ambiental William Nordhaus advertía hace poco que, sin un compromiso fuerte de las grandes potencias, los acuerdos climáticos se vuelven poco más que promesas vacías.
Mientras algunas regiones avanzan en energías renovables y adaptación, otras amplían su producción de combustibles fósiles, perpetuando un sistema extractivista que vulnera a las comunidades menos responsables de la crisis, y cuyas voces, como las de las comunidades indígenas del Amazonas, son ignoradas.
Se destacan a nivel mundial algunas estrategias innovadoras para enfrentar estos desafíos. Por ejemplo, La Unión Europea, aunque dividida en algunos aspectos, ha avanzado en regulaciones que imponen límites estrictos a las emisiones y promueven un mercado de carbono. Noruega, por citar un caso, ha instaurado un sistema de impuestos progresivos sobre carbono que reinvierte en innovación verde y ofrece un modelo a seguir para otros países.
Otra vía ha sido la elegida por naciones en desarrollo como Costa Rica, quien han apostado por la restauración ecológica y la protección de sus recursos naturales, promoviendo soluciones que no dependen de tecnologías caras ni de economías a gran escala.
México por su parte, como ha señalado José Luis Samaniego, encargado de Cambio Climático y Desarrollo en Semarnat, pretende aumentar la generación de energía renovable del 32% al 45% para 2030, superando obstáculos como el límite de generación distribuida, que restringe el uso de metano en rellenos sanitarios. Estas acciones buscan alinear al país con las metas del Acuerdo de París y actualizar su Contribución Nacionalmente Determinada (NDC) para 2025.
La COP29 entonces viene a ser una especia de reflejo de las contradicciones entre las promesas de acción climática y la fragmentación de los intereses nacionales. Mientras algunos buscan proteger sus recursos y desarrollo económico, otros avanzan sin una visión global que los comprometa. Lograr un equilibrio requiere que las naciones que lideran las emisiones adopten compromisos concretos y den ejemplo, financiando a las más vulnerables para que puedan adaptarse sin sacrificar sus economías. En este “teatro de sombras” de la geopolítica climática, es necesario que el peso de las acciones supere a las palabras. Solo así será posible frenar el avance de una catástrofe global, la cual todos en el mundo hemos ya padecido.
Corremos el riesgo, sin embargo, de que la Conferencia sea, cual novel de Gabriel García Márquez, una crónica de una muerte anunciada.