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El Rebozo

#ElRincondeZalacain | De cuando “jala más un rebozo que un caballo brioso”. El rebozo ya era citado por Fray Diego Durán, historiador dominico en 1572

Por Jesús Manuel Hernández*

Llegado el mes de septiembre las calles de la ciudad, incluso algunos comercios, presumen de los colores patrios en iluminaciones, bandas largas con los colores “verde, blanco y colorado”, quizá una de las tradiciones más populares rodeada de eventos callejeros, fiestas, ferias y por supuesto la llamada noche de “El Grito”.

La fecha es aprovechada por vendedores y comerciantes para proponer los “antojitos mexicanos” donde los colores patrios sirven como elemento decorativo de la comida.

Quién no recuerda, decía Zalacaín al grupo en la mesa aquella tarde mientras saboreaban un “Chileatole” cuyo consumo era característico en días lluviosos, la caminata al zócalo para escuchar El Grito de Independencia y el posterior consumo de tacos dorados con salsas verde o roja y crema, blanca, el pozole, las chalupas o las “pelonas” rellenas de carne deshebrada y completadas con las salsas y la crema y algunas veces la lechuga, las tostadas y el chileatole.

Varios amigos saborearon y aportaron recuerdos de esos zaguanes en el Centro Histórico o en la entrada de los atrios de las iglesias donde se ponían las vendedoras de los llamados antojitos mexicanos.

Pero esta costumbre nos viene, dijo el aventurero, de los tiempos de don Porfirio, no tanto de las fechas cuando el cura Hidalgo y Costilla se levantó en armas en el pueblo de Dolores la madrugada del 16 de septiembre.

Zalacaín trajo a la mesa una cita de la historiadora especializada en gaastronomía, Guadalupe Pérez San Vicente quien escribió:

“Con Iturbide se consuma la Independencia. La comida sazona en efímera calma, se disfruta sobre albos manteles deshilados. La cristalería imperial aparece grabada en oro, el derroche en las mesas se agudiza. Predomina la cocina española y fugazmente la michoacana. Puebla agasaja a Iturbide con su cumbre novohispana, el mole poblano y con una nueva creación a la gloria de San Agustín: ¡los chiles en nogada! Ellos retratan la bandera mexicana. Esmaltado con granos rubí, traslúcidos y brillantes, un albo manto de nuez, casi armiño, cubre apenas el verde intenso de los chiles. Al morderlos surge toda la esplendidez barroca del picadillo, envuelta en la pulpa carnosa de los chiles, el perfume suave de la nuez y el sabor agridulce que encierra como una cápsula intacta, cada grano de granada”.

Curiosa descripción de doña Guadalupe quien deja en evidencia la receta conocida en la Ciudad de México donde el chile no era rebozado. Pero no deja de ser atractiva la descripción.

Pero la fiesta de El Grito es más popular, es derivada sin duda del movimiento de la Revolución Mexicana.

Paco Ignacio Taibo I, el padre, dio cuenta de algunos hechos gastronómicos en su libro “Encuentro de dos fogones”:

“La fidelidad de la mujer mexicana a su hombre, aún más que a sus principios, fue esencial en el mantenimiento de las fuerzas revolucionarias en su mayor parte sin un sistema eficaz de distribución de alimentos a las tropas.

“Las soldaderas avanzaban o retrocedían según la suerte de los combates y apenas llegaba la tarde y una cierta paz interrumpía la lucha, organizaba su fuego y ponía a cocer los frijoles y palmeaba afanosamente las tortillas procurándose agua en donde la encontrara…”

Una de las amigas describió la escena de la soldadera envuelta en su “rebozo” cargando el chiquihuite. Y no solo eso, atajó el aventurero Zalacaín, el rebozo lo mismo vestía, cubría, ayudaba a cargar alimentos y a los chamacos recién nacidos.

Y entonces la cháchara tomó otro rumbo, de dónde salió el rebozo, preguntaron.

Fray Diego Durán, historiador dominico cita al rebozo en 1572 en su “Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme” y se refiere a él como una prenda usada por las mujeres mestizas para cubrirse al entrar al templo, de donde se relaciona su origen con los mantones y mantillas. Algunos autores identifican al rebozo como una adaptación de la toca corta de las mujeres andaluzas, llamada mantilla, y otros a una copia de los chales hindúes o persas llegados a la Nueva España con el comercio del Galeón de Manila.

Pero hay un autor, visitante por cierto de Puebla en el siglo XVII, Thomas Gage, quien escribió “Un nuevo estudio de las Indias Occidentales”, en 1648, y al hablar de la forma como vestían las damas de esa época, escribe:

“Cúbrense el pecho con una pañoleta muy fina que se prenden en lo alto del cuello a guisa de rebocillo, y cuando salen de casa añaden a su atavío una mantilla de linón o de cambrai, orlada por una randa muy ancha de encajes: algunas las llevan en los hombros, otras en la cabeza; pero todas cuidan de que no se les pase de la cintura y les impida lucir el talle y la cadera”.

Ya en el siglo XVIII el virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo dejó a su sucesor el marqués de Branciforte una instrucción:

“En Puebla hay más de doscientos talleres de paños de rebozo, cotonías, mantos y otros tejidos finos de algodón y de seda…”

El mensaje estaba relacionado con el interés de la corona española de prohibir la producción de este tipo de prendas para privilegiar las importaciones ibéricas.

En 1851 el industrial productor de rebozos Vicente Murguía escribe esto:

“Desde las más infelices leperitas, que recogen donde pueden hallarlos los desechos de sus amas, o prefieren cobijarse con paños de a dos reales, hasta las más nobles y encumbradas señoras, sobre cuyos delicados hombros demasiado áspero y pesado pareciera cualquier rebozo… éste ha venido a ser parte integrante de la mujer.

“A cualquiera hora del día o de la noche, rara vez el abrigo o adorno de que se trata, se despega de su cabeza o de sus brazos.

“La criada barre o guisa con él; en la cama le sirve de sábana y cobertor; en las calles y en las iglesias le envuelve la cabeza y le tapa parte de la cara.

“La pobre que vive en su casa, trae del mercado las provisiones en uno de los extremos de su rebozo, y cobija al mismo tiempo con el otro al indócil lactante.

“La muchacha que trabaja en los talleres, la mujer del artesano acomodado, la niña voladora que a modo de mariposa anda buscando en mil flores de plata las dulzuras de la vida, nunca deponen en las varias escenas en que son destinadas a figurar, el suave y elegante paño que las viste, y cuando alegre sarao las convida el domingo con sus resueltos adoradores, a son de harpa y vihuela, a dar las cien vueltas que marca el dulce y cosquilloso jarabe que es la gloria de Jalisco con el rebozo anudado en la cintura, o caído con gracia del cuello sobre los brazos, se presentan al compañero que las saluda; y entre los pliegues de aquél van desenvolviendo y llevan casi a un término completo y feliz el ardiente y sencillo deseo que las anima.

“En cuanto a las señoras para ellas también es una pieza el rebozo que ni en el baile se separa de sus hombros. En los templos les sirve como de manto, parecido al traje de las limeñas, que apenas, queriéndolo ellas así, les deja la libertad de dirigirse por una línea visual al sacerdote que celebra.

“En las tertulias y en los encuentros de más secreta y confiada amistad, acompaña, como un instrumento a la voz, con sus múltiples y variados movimientos, las ideas y los afectos de que se haya agitada la imaginación que lo domina, o siéntese conmovido el pecho que late debajo de sus pliegues; y ¡dichoso de aquel que sabe aprovecharse sin delinquir de su completo abandono! En los brillantes espectáculos y paseos en que se digne a lucirse, apartada de la plebe, la gente de alta alcurnia, guarda sin embargo el rebozo toda su dignidad, y mantiene un puesto de honor al lado de la moda de París, recientemente introducida.

“El cómodo y lindo traje de que nos estamos ocupando, sobre los brazos de una señora de Guadalajara, es casi siempre, en una palabra, un abrigo, un adorno, una fuente de gracias, un símbolo de paz; y puede también suceder, tal como lo hemos observado, que encierre y haga brotar en sus dobleces alguna seria declaración de enojo, contra el miserable que la hubiese provocado”.

Vaya descripción dijo una de las amigas a la mesa, parece como poesía.

Y entonces Zalacaín pasó a describir los nombres de las clases de rebozos: Los hay azules pringados de blanco y les dicen “palomos”; otros negros, rayados con azul, rojo o café y les dicen “listados”; y a los azules con puntos blancos grandes les dicen “granizos”; a los negros con cenefas de varios colores les nombran “masones”; a los de color púrpura pálido, “jamoncillos”; los de tono ocre se llaman “calandrias”; otros de colores morado y razgos café les dicen “cuapaxtle”; los cafés con notas blancas se llaman “garrapatos”; unos más finos de seda con coloraciones les dicen “tornasoles”; y a los muy finos, de cien hilos, un tejido muy delicado, capaces de hacerlos pasar por un anillo se llaman “de bolita”.

Una de las tías abuelas del aventurero tenía fama por la amplia colección de rebozos, su paradero es desconocido y tenía una frase “jala más un rebozo que un caballo brioso”.

Otra de las amigas preguntó si habría alguna poesía sobre el rebozo, por supuesto dijo Zalacaín, pero esa, esa es otra historia.

* Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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