Por Fernando Manzanilla Prieto

Desde enero pasado he venido insistiendo en la necesidad de prepararnos como país ante la posibilidad de tener que posponer las elecciones intermedias debido a la emergencia sanitaria. Desde entonces advertí que lo mejor para la democracia era que estuviéramos listos para el peor de los escenarios y que fuéramos pavimentando desde ahora la ruta jurídica y los acuerdos políticos necesarios, para que en caso de que las cosas no evolucionaran favorablemente, la pandemia no nos agarrara con los dedos en la puerta y tuviéramos que andar tomando decisiones al cuarto para las doce.

Con ese propósito, presenté un punto de acuerdo en la Cámara de Diputados, exhortando a las juntas de Coordinación Política de ambas cámaras a que, de manera coordinada, diseñaran una ruta institucional para evaluar los factores determinantes de la viabilidad de la jornada electoral durante un periodo de contingencia sanitaria.

Asimismo, convoqué a las secretarías de Salud y Gobernación, al Instituto Nacional Electoral, así como a las instituciones académicas y expertos en salud, derecho electoral y constitucional, a que participaran en esta discusión con el propósito de ir delineando y construyendo los acuerdos necesarios en caso de que nos viéramos obligados a posponer la elección por motivos sanitarios.

Pues bien. La mayoría de los actores políticos desecharon la propuesta y han decidido realizar la elección pase lo que pase. Aún a pesar de que, como lo advertí en su momento, es un hecho que en los próximos días el país será golpeado por una tercera oleada de contagios que seguramente se extenderá hasta finales del verano.

Una vez más, decidimos hacer caso omiso a la amplia, amplísima, evidencia internacional que demuestra que la única forma de garantizar la legitimidad de una decisión de último momento es contando con el mayor consenso previo posible —tanto político como institucional— sobre la ruta constitucional y legal para una posible modificación de las fechas de realización del proceso electoral.

Así lo acaba de hacer Chile ante la inusitada aceleración de contagios de esta nueva oleada que ha elevado nuevamente el número de casos diarios a niveles de 7 mil llevando nuevamente a todo su sistema de salud al punto del colapso. Y así lo han hecho algunos de los 18 países de América Latina y el Caribe que celebraron elecciones (nacionales o subnacionales) durante el periodo Covid.

En la mayoría de los casos hubo un proceso previo de discusión y preparación en caso de tener que posponer la elección. Obviamente, se tuvieron que aplicar estrictas medidas de seguridad epidemiológica como las que aquí ha previsto el INE. Pero en los casos donde se decidió postergar la jornada electoral fue gracias al consenso previo alcanzado entre las principales fuerzas políticas que la decisión no derivó en una crisis política y constitucional.

Como lo advertí desde enero, todo parece indicar que el proceso electoral se realizará en medio de una tercera oleada de contagios que muy probablemente ocurrirá entre mediados de abril y mediados de agosto de este año. De acuerdo con diversas proyecciones, es casi seguro que, hacia finales de mayo, nos encontremos en el momento más álgido de contagios derivado de la presencia generalizada de las nuevas variantes del virus. Es decir, estaríamos en un escenario probablemente peor al de enero pasado en el que la segunda oleada alcanzó su pico.

Así como me lo pregunté en enero, me pregunto hoy: ¿estamos realmente preparados para realizar una elección en medio de una emergencia sanitaria de esa magnitud? La verdad es que no. La elección se va a llevar a cabo independientemente del grado de emergencia sanitaria que prevalezca en ese momento. Lo que, sin duda, tendrá un impacto devastador si se cumple el escenario descrito, ya no digamos sobre la salud de las personas, sino sobre la legitimidad del proceso mismo, ya que tendremos la menor participación ciudadana en una elección intermedia en décadas.

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