Por Jesús Manuel Hernández

A últimas fechas el aventurero Zalacaín se ha aficionado al pan de “La Bolera”, un horno aparecido en Puebla de los Ángeles con un toque a la antigua usanza, el pan casero, hecho con masa madre, cuidado personal y entrega a domicilio, como se usaba a mediados del siglo pasado.

La tradición de la panadería poblana está prácticamente relacionada con su fundación, junto a la cría de cerdo y elaboración de productos de sus carnes y tripas, estuvo la siembra del trigo y con ello la elaboración de los panes con estilo europeo, español para ser preciso,  si bien hubo una influencia francesa cuando en 1862 dejaron huella con su “birote”, antecedente del bolillo asentado en Ciudad de México, no en Puebla, donde la torta de agua y una enorme variedad de pan salado no se dejó influenciar por la invasión francesa, al menos en cuanto a la panadería.

Acostumbrado a buscar siempre la panadería y no el expendio de pan, Zalacaín se había convertido en cliente de La Bolera, donde la hogaza de masa madre es de sus preferidas junto al pan de centeno y el multigrano.

Pero la hogaza es de un tamaño enorme, no siempre se consume toda, la masa madre permite comer el pan de dos, tres y hasta cuatro días después sin alterar su consistencia, pero después de eso, los sobrantes son guardados por el aventurero para preparar otros platillos, dentro de la práctica de la cocina reciclada.

En tiempos de cuaresma las torrijas por ejemplo son populares para Zalacaín, o la sopa de migas con algunos dientes de ajo y chilpotle frito, pero el último fin de semana la cocinera Rosa le sorprendió con un “budín” casero, al estilo de la abuela, preparado con las “sobras de La Bolera”, la masa madre hace lo suyo, trasciende a otro platillo tan socorrido en las cocinas de antes y por suerte puesto en valor ante la pandemia.

Años atrás Zalacaín había discutido sobre los enredos del budín, pudín o el pudding como le llaman los ingleses.

Antiguas recetas de principios del siglo XVIII registraban ya el uso de la harina de maíz y la manteca de cerdo para preparar el pudding, o el arroz resquebrajado con mantequilla y almíbar, otro con rebanadas de manzana, o leche y huevos.

Las recetas mexicanas son variadas y también provienen de esas fechas cuando se recomendaba revolver yemas de huevo con azúcar unidas a un marquesote de pasas, almendras, piñones y canela. El marquesote se hacía sin agua por tanto al quedar seco y frágil, era ideal para el budín.

Una receta había sido guardada por la abuela herencia de su abuela materna, quien seguramente había vivido a finales del XVII o principios del XVIII.

Zalacaín recordaba algo de ella: Se mezclaban, decía la abuela, “cuatro cuartillos de leche endulzada con tres tortas de a dos de pan de sopa, frío”, o sea de un día antes, “medio bizcocho ordinario, un requesón de a real, mantequilla, yemas de huevo…” Todo se remojaba en leche y se aplastaba con una cuchara, la masa resultante se vertía en los moldes rectangulares embarrados de mantequilla y se metían al horno.

Rosa también había heredado algunas recetas para el “budín”. Usaba los panes duros bien remojados en leche, le ponía azúcar morena o miel, a veces canela molida, frutos secos o escarchados. Al servirlo bañaba el budín con alguna bebida alcohólica, anís, brandy…

Pero Zalacaín tenía un gusto especial en una receta muy simple, una vez lograda la masa de pan duro con leche y yemas de huevo, agregaba uvas pasas, pasitas, remojadas en Pedro Ximenez por al menos 12 horas; el resultado era magnífico, las pasitas adquirían el sabor del vino y el sobrante se usaba para bañar el budín horneado, con ello los sabores eran espectaculares.

Y también había otras recetas, el budín negro y el blanco, donde las carnes o los pescados daban el color al budín, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

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