En la cuidadosa estrategia política impulsada por el presidente, hay una variable que ha comenzado a salirse de control: el crimen organizado

Este miércoles, un soldado afuera de la iglesia en de Cerocahui, Chihuahua, en la que fueron asesinados los padres jesuitas. CHRISTIAN CHAVEZ (AP)

JORGE ZEPEDA PATTERSON / Pensándolo Bien / Opinión / EL PAÍS

El infame asesinato de dos jesuitas misioneros en la sierra Tarahumara, de manera gratuita y salvaje, ha indignado a la opinión pública con sobrada razón. Una cuenta más de un largo rosario de incidentes que muestra que la población en amplios territorios se encuentra indefensa ante la barbarie de estos poderes salvajes. Cabría preguntarse en qué momento esta percepción podría tener un costo político para el gobierno federal, responsable de la seguridad en última instancia.

El obradorismo ha copado de tal manera los espacios políticos que parecería que los partidos de oposición han dejado de ser, al menos por el momento, una amenaza para su hegemonía. Los niveles de aprobación de Andrés Manuel López Obrador, el dominio del partido oficial, Morena, en las elecciones locales, el control de dos tercios del territorio y el desdibujamiento de otros factores de poder frente al presidencialismo, hacen suponer que este movimiento llegó para quedarse en Palacio Nacional. Sin embargo, en la cuidadosa estrategia política impulsada por el presidente, hay una variable que ha comenzado a salirse de control: el crimen organizado.

A primera vista, parecería que incluso este factor no operaría en contra del obradorismo. La estrategia de “abrazos no balazos” impulsada por AMLO, sus reiteradas consideraciones a los cárteles menos salvajes como el de Sinaloa, la renuencia a la confrontación directa por parte del ejército y la Guardia Nacional, han llevado incluso a acusar, sin pruebas, de una especie de pacto entre el gobierno y los cárteles.

Como lo han señalado expertos independientes, los datos no avalan la noción de un supuesto pacto, por más que el morbo político y mediático lo sugiera. El ejército sigue incautando cargamentos, reventando laboratorios clandestinos, deteniendo narcomenudistas y erradicando cultivos en magnitudes incluso mayores que en el pasado. Lo que no está haciendo es enfrentar de manera directa a las numerosas milicias que han brotado de las bandas criminales. Una y otra vez nos enteramos de casos en los que los efectivos de la Guardia Nacional o del Ejército optaron por no intervenir en el acoso contra un poblado perpetrado por varias decenas de sicarios, pese a la presencia de un cuartel cercano a los hechos. Son tolerados los retenes ilegales perfectamente detectados por la autoridad.

¿Por qué esta pasividad? ¿Por qué la estrategia de abrazos no balazos? A mi juicio, obedece a dos razonamientos mutuamente reforzantes en la mente del presidente. Primero, la idea de que, frente al enorme desafío de remontar la pobreza y la desigualdad social, el gobierno carecía de los recursos para afrontar simultáneamente la batalla contra el crimen organizado. Y habría que partir del hecho de que López Obrador, quien preside una reunión sobre seguridad todos los días, es quizá el presidente mejor informado sobre este tema en muchos sexenios. Sabiendo lo que sabe, determinó que el Estado mexicano no estaba en condiciones de ganar ese enfrentamiento.

Segundo, la noción de que había narcos salvajes y narcos “institucionales”, por así decirlo. Estos últimos serían los cárteles tradicionales, dedicados al trasiego de la droga y no tanto a las actividades delincuenciales y de expoliación contra la sociedad. Si no había condiciones para abatirlos, el escenario menos malo consistía en que esos cárteles de antaño controlaran su territorio. Es decir, se partía de la base de que, si no hay manera de abatir al crimen, es preferible el crimen organizado que el crimen desorganizado. El número de asesinatos disminuye cuando una sola fuerza domina la plaza, dijo el presidente hace poco.

Con estas dos premisas se desarrolló una estrategia a dos tiempos. En lo inmediato, pasar el mensaje de suspensión de la guerra, con la esperanza de que constituyese una especie de tregua mientras el Estado preparaba al mediano plazo: una reforma judicial, por un lado, y el desarrollo de una fuerza territorial capaz de, en su momento, enfrentar con éxito al adversario. Con sus más de 200 cuarteles y más de 100 mil efectivos, la Guardia Nacional está intentando la recuperación del territorio. Pero es un proceso en marcha. Por ahora, de manera pasiva y solo presencial y, se asume que, cuando el despliegue sea completo pase a modo activo.

Se puede estar en desacuerdo con la militarización, pero tiene una lógica interna. Iniciar la batalla cuando se pueda tener éxito y mientras tanto buscar ganar tiempo.

Tengo la impresión de que López Obrador había calculado que con esta lógica podría terminar su sexenio sin que el problema de la inseguridad se saliera de las manos. Había la expectativa, incluso, de reducir las estadísticas delincuenciales gracias a la presencia de la GN, y, al mismo tiempo, estar en condiciones de entregar a su sucesor la fuerza física instalada y las mejoras judiciales para, ahora sí, emprender una confrontación con mayores posibilidades de éxito. Basta decir que el número de elementos de seguridad pública se ha quintuplicado con respecto al sexenio pasado.

El problema es que las dos premisas sobre la que se basa esta estrategia fueron desbordadas. Lejos de aceptar una tregua, las bandas asumieron la pasividad de las fuerzas federales como temporada de caza para expandirse y aumentar las formas de ordeña en contra de la población. El aumento del delito de extorsión ejemplifica el creciente control territorial por parte de la delincuencia.

Y, por otro lado, resultó equívoca la tesis del narco malo y el narco menos malo o la capacidad de los cárteles grandes para abatir a las bandas salvajes. Los cárteles han incorporado a su agenda otros rubros, además de la droga. Por otro lado, lejos de disminuir, ya hay cientos de bandas en el país, muchas de ellas producto de la propia fragmentación y rivalidad al interior de esos cárteles.

El hecho es que el acoso en contra de la población ha comenzado a resultar insoportable en muchas regiones. Si hoy fueran las elecciones presidenciales, AMLO habría logrado su objetivo. Pero la aceleración en la presencia del crimen organizado y desorganizado, y los dos años que faltan, introducen la duda de si esto terminará por impactar el aparente blindaje político que hoy posee el obradorismo.

Pero incluso si lo hace, no está claro que la oposición esté en condiciones de cosechar; PRI, PAN o Movimiento Ciudadano no se han caracterizado por una estrategia eficaz en contra de la inseguridad. El riesgo es que esto haga un vacío que se preste al surgimiento de candidatos tipo el brasileño Bolsonaro, el húngaro Viktor Orban o el salvadoreño Bukele, aupados por un discurso autoritario y fascista.

Frente a esto, me parece que el obradorismo tiene mejores argumentos, pero tendría que empezar a usarlos. Tras el crimen infame de los jesuitas, uno pensaría que ya no sirve la explicación de López Obrador, de que el problema remite a la gestión de Felipe Calderón, quien dejó el poder hace diez años.

@jorgezepedap

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Fuente: https://elpais.com/mexico/opinion/2022-06-23/tendra-la-inseguridad-un-costo-politico-para-lopez-obrador.html

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