Desconozco en qué medida el presidente López Obrador es consciente del papel que juega o pretende jugar respecto de la impunidad

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante una conferencia de prensa matutina el 20 de junio de 2022. EDGARD GARRIDO (REUTERS)

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ / Opinión / EL PAÍS

La impunidad es un concepto de difícil comprensión para el presidente López Obrador. Esto tiene su origen en suponer que el derecho y sus procesos de creación se limitan a expresar la ilegítima dominación que los más poderosos ejercen sobre quienes no lo son. Con base en esta suposición asume que el derecho no debe aplicarse o, de manera más específica, que solo debe hacerse valer el marco jurídico donde él lo decida. Por ello no puede aceptar que mediante el derecho se castigue sin más a quien lo contravenga. Si por definición el derecho le resulta ilegítimo, necesariamente lo son sus condiciones y efectos. Entre ellos las sanciones que conforme a las normas jurídicas deben aplicarse.

El tema de las condiciones de producción del derecho y su vinculación con la dominación política es importante y conocido. No es posible desconocer su existencia ni su profundidad. Sin embargo, el derecho no puede ser tratado con la generalidad con la que López Obrador lo hace ni, mucho menos, desde la función que desempeña. Lo primero, porque analíticamente es equivocado definir al todo por uno de sus elementos. Lo segundo, porque él mismo se comprometió a jugar con las reglas institucionalizadas del derecho, inclusive –y como dice pretenderlo— para modificar su actual estructura de dominación. Con independencia de la falacia en que se incurre al confundir los planos de la crítica, así como de la deslealtad constitucional con que actúa, el tratamiento que el presidente de la República le da a la impunidad tiene importantes implicaciones prácticas.

López Obrador habla de la impunidad en un amplio enfoque que, en un extremo, tiene la más dura aplicación y, en el otro, la más relajada de las implementaciones. En efecto, en casos como Ayotzinapa o García Luna, el Presidente exige con razón que las sanciones se apliquen pronto y bien. Sin embargo, en el caso de sus familiares o colaboradores señalados por corrupción, se alude a excluyentes para evitarlas. En algún punto, entre ambos límites de su narrativa está el muy delicado asunto de la delincuencia organizada. El no comprometerse a la imposición de sanciones a quienes considera que actúan para satisfacer necesidades derivadas de una pobreza histórica o, simplemente, son “gente buena y trabajadora”.

La inconsistencia del entendimiento y de la operación que de la impunidad hace el presidente de la República, es más que evidente. En su prédica matutina no queda claro quiénes deben ser castigados y por qué. Tampoco, y como contrapartida, quiénes deben ser absueltos y por qué. Los efectos funcionales de este tan errático proceder son evidentes y lastimosos. Quienes suponen que están actuando conforme a las normas jurídicas se ven atacados, y quienes saben que las están violando reciben, si no perdón, sí, al menos respaldo. Para la población en general el asunto es intrascendente. Para quienes comulgan con López Obrador, sus juicios son infalibles. Para los delincuentes, hay esperanza, cuando no respaldo. Para las autoridades, confusiones y, por ellas, parálisis.

El errático proceder presidencial manda las señales más confusas. Los múltiples destinatarios están haciendo sus ajustes sobre la marcha en aquello para lo que, en un estado de cosas tan fragmentado, siga siendo importante la determinación de la punibilidad o la impunidad marcada desde el púlpito presidencial. Sin embargo, de entre todo el ruido de las señales, pareciera que hay una constante. El posicionamiento dentro de uno u otro segmento depende del compromiso con el designio presidencial. La impunidad se dará para aquellos que estén cerca; las sanciones, para quienes no lo estén.

Es evidente que, entre la significación mediante la palabra presidencial y la realización de la conducta sancionatoria, hay un amplio espacio. Que no todo lo que el Presidente quiere que sea sancionado lo será, ni que todo lo que él perdona tendrá ese efecto. Lo que, sin embargo, es de la mayor importancia, es comprender que en uno u otro caso existe un intento por definir los ámbitos, los márgenes de la aplicación normativa y sus sanciones. Un intento por sustituirse, así sea mediante la palabra en la institucionalidad del derecho, a fin de constituirse, a su vez, en señor del mismo.

Desconozco en qué medida el presidente López Obrador es consciente del papel que juega o pretende jugar respecto de la impunidad. En ocasiones da la impresión de que actúa como mera extensión de las comprensiones que sobre el derecho y sus funciones antes relaté. En otros momentos, pareciera que tiene plena comprensión de lo que hace y que ello tiene –como casi todo en él— una intencionalidad política. En esta posibilidad, me inclino a pensar que la respuesta está en la segunda condición.

William Sheridan Allen escribió hace algunos años un excelente libro sobre la manera como la población de un pequeño pueblo alemán (Northeim) terminó adoptando al nazismo. Una de sus reflexiones más importantes tiene que ver con el carácter del autócrata y el modo como la población lo asimila. Señala que, en el fondo, este tipo de personalidades se caracteriza por ser policías. Por su necesidad de imponerle a los demás sus conductas. Modos de vestir o de comer. Las palabras que pueden ser utilizadas y las que están prohibidas. Los modos legítimos de ser ciudadanos y tantas otras cosas más. López Obrador ha dado cuenta de manera reiterada de estas pretensiones. Ha identificado palabras neoliberales, derechos espurios, comidas adecuadas y otras tantas intervenciones en nuestra realidad cotidiana.

Creo que los elementos anteriores explican, al menos en parte, su relación con la impunidad. Me parece que estamos frente a la pretensión de construir un ámbito de discrecionalidad en la que él, finalmente, se constituya como el determinador del derecho en su conjunto. En especial, en la muy crítica fase de la asignación de responsabilidades y sus correspondientes sanciones. Administrar la impunidad significa, finalmente, controlar el derecho mismo. Implica mantener abierto un punto de fuga, dado que la institucionalidad completa no acaba de cerrar. El administrador del proceso que comienza con la palabra termina por ser, ya lo dije, el señor del derecho. De sus beneficios, de sus horcas y de sus cuchillos.

@JRCossio

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Fuente: https://elpais.com/mexico/2022-06-21/la-impunidad-en-lopez-obrador.html

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