Por Jesús Manuel Hernández

La noticia era esperada desde hacía algunos meses, los expertos en restauración habían pronosticado la desaparición del emblemático templo de la gastronomía madrileña desde cuando pasó a otras manos y perdió su última estrella Michelin en 2015.

Pero, siempre había existido una esperanza de volver a ver en su máximo esplendor al exclusivo restaurante de Álvarez de Baena 4, barrio de Chamartin en Madrid.

Su nombre fue herencia de la obra literaria de Pío Baroja y se convirtió desde 1973 en el ícono de la alta cocina española en franca competencia con Jockey y Horcher, el primero desaparecido en 2012.

El restaurante Zalacaín tuvo la suerte de recibir el padrinazgo de Jesús Oyarbide y Consuelo Apalategui, quienes marcaron la diferencia con el mercado de la época. Benjamín Urdiain en la cocina, José Jiménez Blas en la sala y el gran Custodio López Zamarra en la bodega formaron un equipo insuperable premiado con las 3 estrellas Michelin en 1987.

La cubertería de plata, los manteles y servilletas de lino, las vajillas inglesas, el protocolo, el infaltable protocolo de la clase “pija” madrileña, la corbata y la chaqueta, la reserva indispensable, y la cartera con pesetas, dólares y después euros, hacían la vida placentera en Zalacaín.

Cuantas aventuras en aquel espacio, redecorado en 2017 luego de un primer e inesperado cierre y la pérdida de la ultima Michelin.

Cuántas comidas y cenas con amigos y amigas elegantes, conocedoras, con “don” y buenos modales.

Después de 44 años Zalacaín tuvo un relevo bajo la dirección de Carmen González y en la cocina Julio Miralles, con buenas y notables aportaciones, los salones fueron redecorados, cambiaron los colores, pero nunca el protocolo y la calidad de la comida y la bebida.

Pero toda la experiencia, toda la fama y buena alta cocina no resistieron a la pandemia del coronavirus. Zalacaín recibió la puntilla de una agonía anunciada.

Aquella tarde Zalacaín había recibido la llamada de sus amigos madrileños comentando el tema “ha cerrado Zalacaín”, casi un minuto de silencio al otro lado de la línea interrumpido por los recuerdos de tantas comidas.

Algunas veces el aventurero había convidado a sus amigos a la degustación de los “Clásicos de Zalacaín”. Ese bloque de 6 platillos catalogados de lo mejor entre los mejores: la Menestra de Verduras de temporada, la Ensalada de Langostino con aguacate y variado de lechugas; la Lasagna gratinada de hongos e hígado de oca; el Bacalao “Tellagorri”; la Manita de Cerdo rellena de setas y cordero a la provenzal con crujiente de calabacín; y el Steak Tartar de solomillo de buey con patatas soufflés, una de las mejores guarniciones conocida por el aventurero.

La carta de Zalacaín no era barata, tampoco cara, tenía una congruencia entre los precios y la oferta de menajes y alimentos y no se diga de la atención.

Un breve repaso por los recursos de las últimas cenas llevó a Zalacaín y sus amigos al otro lado de la línea y a 9 mil kilómetros de distancia a recordar uno de los platos más excelsos, el “Pequeño búcaro ‘Don Pío’, huevos de codorniz, salmón ahumado y caviar Beluga, cuyo precio era de 49.50 euros, un clásico derivado del uso de un pequeño recipiente, llamado en la antigüedad “búcaro” a manera de florero, dentro se contenían huevos de codorniz cocinados con salmón, crema y caviar.

Muchos platos pasaron lista en la charla: la Terrina de Foie de Oca, el Gazpacho de la casa; los huevos escalfados sobre gamba gratinada y patata confitada; el Bonito a la plancha o los Filetes de Lenguado al vapor; la Merluza el horno o el Tartar de Bonito con hueva de trucha.

Espectacular era, cuando lo había en carta el Pichón asado al vino de moscatel o el Pato Asado en su jugo… Sugerencias de quien fue por varios años el director de la sala, el gran Carmelo Pérez.

Muchos recuerdos, muchas pesetas y euros invertidos en el aprendizaje ante uno de los mejores equipos de restauración de Europa.

Pero como decía la abuela “lo viajado, lo bailado, lo bebido y lo comido, nadie te lo quita”.

Descanse en paz Zalacaín.

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