Dr. Juan Pablo Aranda Vargas*

Fratelli tutti es un documento político de primer orden. Es teología política. En esto no hay noticias: Evangelii gaudium se lanzó contra un sistema financiero que ha popularizado la cultura del descarte; Laudato si’ reinsertó la ecología en el amplio paraguas del humanismo cristiano, recordando al ser humano como administrador benevolente, y a la creación como casa común y no esclava; Amoris laetitia, aunque en menor medida, tiene ecos inconfundibles del decreto del Vaticano II, Apostolicam actuositatem, así como de Christifideles laici de Juan Pablo II en cuanto a la revitalización de la familia como punto de evangelización y vida cristiana, así como de la conciencia y el discernimiento como elementos ineluctables en toda vida cristiana madura.

La última encíclica de Francisco tiene una amplitud similar a sus anteriores documentos, donde el Papa combina con una mezcla de pasión y alegría latinoamericana la pastoral, la doctrina y la crítica. La columna vertebral del documento, la parábola del buen samaritano, nos da la primera pista política. Jesús lleva a plenitud la máxima que, en la antigua alianza, era solo incipiente. El prójimo ya no es mi hermano ni mi vecino, sino aquel que está necesitado: sin nombre ni documentos, con un rostro distinto al mío, quien me interpela es el que se duele, el sufriente. El cristianismo no puede sino ver detrás de ese rostro el rostro de Dios mismo. En este pasaje cobran sentido las palabras de Pablo a los gálatas: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. El universalismo cristiano no es otra cosa que la extensión del concepto de prójimo a toda la familia humana. Sin caer en un colectivismo burdo que reduce la diversidad a la homogeneidad, el cristianismo transforma las categorías humanas, insertándolas en un mesianismo que las recodifica a partir del mensaje de una salvación que ha venido de Dios para todo el género humano.

Hoy asistimos a la trágica inversión del universalismo cristiano, ese que nutrió el proyecto Ilustrado, que sostuvo el imperativo Kantiano de tratar a todo ser humano como un fin y nunca como un medio; ese que transpira en las páginas de la declaración universal de los derechos humanos de 1948. Yascha Mounk afirma que hoy occidente debate no sobre si estamos en un momento populista, sino sobre si éste será, en efecto, sólo un momento, o se convertirá en una era. Desde la izquierda y la derecha, los fundamentalismos han salido de sus madrigueras, donde habían hibernado durante algún tiempo, y hoy caminan por las calles que otrora adornaban ciudades democráticas, arrogantes en su certeza de que su momento ha llegado. El viejo radicalismo contrajo nupcias con la era del posdeber, ésa que un teólogo alemán había denunciado desde los años setenta, sin encontrar demasiados ecos. Hoy el mundo enfrenta las consecuencias de haber cerrado el portón de la verdad, creyendo ingenuamente haber inaugurado los tiempos de la auténtica libertad. El populismo implica el abatimiento de la noción del pueblo como noción simbólica, convirtiéndola en ariete político que transforma la diversidad democrática, el reino del diálogo que apuesta por los mejores argumentos, en campo de batalla entre facciones. La facción populista se autodenomina “pueblo”, e inmediatamente convierte a los que están fuera de la órbita del líder en enemigos, en traidores, en el mal que ha de ser destruido para que el pueblo auténtico, el pueblo legítimo, pueda por fin ser feliz.

Francisco se lanza de frente contra la reciente ola populista que azota varias naciones de Occidente. El Papa alerta que:

[El servicio prestado por líderes populares] deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. Otras veces busca sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población. Esto se agrava cuando se convierte, con formas groseras o sutiles, en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad.

En Francisco se une la crítica a la instrumentalización del pueblo, táctica preferida por el populismo de izquierda, con la crítica al levantamiento de muros, que resulta del miedo racista de los populismos de derecha frente al distinto, al pobre, al tercermundista, al emigrante.

En el fondo, en Francisco trasluce la misma invitación de Jesús: oponer la fraternidad al extrañamiento, la caridad al narcisismo individualista, la subsidiaridad a la cacería desquiciada de rentas, el auténtico amor al barniz cristiano que criticaba Teresa de Ávila. Francisco exige una apertura existencial hacia el otro. Antes de cualquier juicio, de cualquier crítica, estamos obligados a “volvernos nosotros cercanos, prójimos”. La actual hipocresía de condenar las manchas del vestido ajeno sin voltear a ver la propia suciedad debe ser abandonada.

Sólo es a partir del amor que el cristianismo puede respirar y vivir. Sólo así, en el misterio de un Dios que se autorrevela como puro amor, podemos entender la misión del cristiano, nuevamente en palabras de Pablo a los gálatas: ya no yo, sino Cristo quien vive en mí. El político cristiano es el buen samaritano, es decir, aquel que sabe hacerse prójimo de los necesitados: de la viuda y el ciego, de la prostituta y el publicano, del preso, de la niña que tiene hambre, del marginado, el migrante, el apátrida.

La política se convierte así en servicio, en caridad que va al otro, que descubre en el otro el rostro de aquel que, con su vida antes que con meras palabras, nos ofreciera la gran clave para una política entre personas dignas, aquel que se abajara para lavar los pies de aquellos que se quedarían dormidos, abandonándole, aquel que con la mirada franca nos aseguró: ya no los llamo siervos, sino amigos.

*Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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