Por Jesús Manuel Hernández

Si algo se considera comida típica de México es el “chicharrón”, palabra no precisamente prehispánica y utilizada para definir a los residuos de la pella del cerdo una vez derretida la manteca o como dice la RAE: “piel del cerdo joven, oreada y frita”.

Para los poblanos el chicharrón constituye uno de los ingredientes de la cocina tradicional heredada del obraje de tocinerías cuya fama nace junto con la ciudad en el siglo XVI.

Sin embargo las recetas para elaborar el chicharrón no son muy claras hasta 1881, antes no aparecen en los compendios gastronómicos.

Quizá el antecedente impreso más antiguo sea el aparecido en “El Cocinero Mexicano” en 1831 bajo el rubro de “Torreznos”: “Se fríen en manteca, echándose en una cazuela rebanadas menudas de jamón gordo y magro, y luego que estén achicharronados se sacan y se sirven, o adorna con ellos la sopa o guisado para que se hicieron”.

La receta sin duda está relacionada con la práctica española de elaborar “torreznos del alma del cerdo”, la parte mas suave del vientre del animal de donde se sacan unas tiras gordas, con grase y carne, a manera de tocino, fritas dos veces para conseguir su dureza.

Pero distan de los chicharrones poblanos tradicionales, bueno, de los más conocidos; se salvaría una receta, comentaba el aventurero Zalacaín con el carnicero de “La Teziuteca”, famoso establecimiento fundado por don Crispín Sánchez en Chula Vista donde se pueden conseguir excelentes chicharrones extendidos, longaniza muy buena, tacos de sesos y un curioso y sabroso queso fresco de cabra pasado por la manteca del chicharrón. Todo en “La Teziuteca” es bueno salvo una cosa: sólo abre el fin de semana, pero fuera de eso el sitio era altamente recomendado por Zalacaín.

En 1881 “El Nuevo Cocinero Mexicano” aporta la primera entrada del “chicharrón” en su diccionario, más o menos Zalacaín la recordaba así: se llama así al pellejo del puerco después que limpio de la cerda y echado en la fritura para extraer la manteca, se saca y se le escurre la grasa, los hay de dos clases de carne y esponjado.

Y efectivamente esas dos formas se volvieron populares, en la ciudad de Puebla, más la primera, por ser usada como entrada en las comidas o para acompañar un tequila.

Los carniceros de antes guardaban secretos sobre los trucos para conseguir un buen chicharrón. La piel oreada del cerdo por más de un día, el corte fino para desprender la carne, el sancocho donde algunos agregaban cáscaras de naranja, el aumento de la flama para conseguir la aparición de las burbujas, y no dejar de usar la enorme cuchara de madera para evitar se enrollaran, etcétera.

Zalacaín prefería los chicharrones menos delgados, buscaba siempre los carnosos, esos donde la carne no había sido desprendida y mostraban por tanto un alto grado de dificultad para sacar el chicharrón entero, como una zalea, lo cual los hacía vistosos y fáciles de “tronar”.

El aventurero había experimentado comer los chicharrones con carne, enrollados, gruesos, medio negros y con un dureza tal, para ser remojados en la salsa verde o en cualquier clemole, de los de antes.

A esos chicharrones algunos les llamaban “rancheros”, se hacían casi iguales a los esponjados, pero las cáscaras de naranja no aparecían entre los trucos.

Un carnicero de Tepeaca le contó alguna vez el secreto, según él, se conseguía el chicharrón enrollado, duro y carnoso, gracias a una líquido agregado al momento del sancocho… “leche condensada”, le dijo el individuo aquél.

¿Cómo? se preguntó, si la leche condensada es un invento moderno y los chicharrones existen desde hace siglos… Pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

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