Por Jesús Manuel Hernández

Acostumbrado a los pescados frescos y el respeto a la vigilia de cuaresma, el aventurero Zalacaín había pedido a una pescadería famosilla del Mercado 5 de Mayo en su natal Puebla de los Ángeles, unos seis robalitos, de no más de 300 gramos cada uno preparados para freír.

El recuerdo de aquellas aventuras en El Negro del Estero de Boca del Río con Isidro Uscanga al mando y toda su familia, le hizo salivar. El gusto por las picaditas de frijoles o de longaniza, el caldo de caracol, las manitas de cangrejo, el camarón para pelar, los tamales con carne de cerdo o los bollos dulces, y por supuesto lo más preciado para el paladar de Zalacaín, el pescado frito.

Tenía fama Uscanga de contar con los mejores “robalitos” del Golfo de México, presumía de sus contactos en Alvarado, donde cobran prestigio los robalitos llamados “chucumites”.

La manera de prepararlos era asunto de la cocina de Isidro donde las sartenes antiguas recibían suficiente aceite y una vez calentado se metía el robalito con algo de ajo y sal, el calor al nivel del mar hacía lo suyo y permitía obtener un pescado frito por fuera y jugoso por dentro.

La blanquísima carne del robalito se desprendía del espinazo central, se limpiaban las espinas sobrantes y en las tortillas recién hechas se colocaba algo de frijoles refritos, la carne del pescado, salsa pico de gallo y aquello era transportarse a un mar de sabores mezclados en cada mordida.

Por aquellas épocas, cuando Zalacaín descubrió El Negro del Estero, no recibía tarjetas de crédito, ni ofertaba vinos. Han pasado los años y la cocina sigue creciendo y su sabores impecables.

En todo eso pensaba Zalacaín cuando pidió los chucumites a la pescadería.

Y efectivamente le llegaron 6, a 150 pesos el kilo, bastante accesible para la calidad y frescura del “robalito de mar” le dijo el vendedor, pues hay otro, llamado “blanco” más barato, pero no es del Golfo.

Bien limpios los pescados los embarró de una pasta de ajo con aceite extra virgen y los dejó reposar en el refrigerador hasta la hora de la comida.

También le habían llevado camarones grandes, a 190 el kilo, con cabeza y todo.

En una olla amplia dejó al agua llegar al nivel de ebullición y cuando eso sucedió soltó a los camarones, grises, con el impacto del calor cambiaron rápidamente de color, se pusieron anaranjados, rojizos, algunos con la cabeza en tonos de coral, una vez aparecida la espuma en el agua, los sacó y los metió en una olla alta donde antes había dejado cubos de hielo y agua, y el frío hizo lo suyo, detenía la cocción y fijaba la consistencia de la carne del camarón, un truco aprendido en la Ría de Arousa años antes; después agregó sal de grano y revolvió un poco para dejarlos reposar hasta la hora de sentarse a la mesa.

El banquete empezó pelando los camarones mientras los robalitos estaban friéndose, una vez bien escurridos se llevaron a la mesa e intentaron los comensales repetir la experiencia con El Negro del Estero en Boca del Río.

Se hicieron los tacos de robalo con frijoles y salsa pico de gallo.

La gran diferencia, aparte de la ausencia del marisma del mar, el viento, el grupo en vivo interpretando el son de “La bruja”, fue suplido con risas, recuerdos y música de internet, pero a cambio aparecieron los vinos del Mediterráneo, gracias a la mezcla de Macabeo, Xarel-lo y Parellada se consigue uno de los más sabrosos y accesibles vinos de aguja: Blanc Pescador, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

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