LUIS FERNANDO ROMO / EL MUNDO

En plena Ley Seca, el contrabando de alcohol y la proliferación de mafiosos estuvieron a la orden del día. En Nueva York, el famoso Club 21 escondía sus licores tras una puerta falsa de dos toneladas de ladrillos que jamás encontró la policía. Los fundadores, Jack Kriendler y Charlie Berns, se salieron con la suya con la creación de este bar clandestino.

En la actualidad aún se pueden encontrar hasta 2.000 botellas de la época. El 1 de enero de 1930 se inauguró su emblemático local ubicado en el número 21 de la calle 52 oeste, y en dos meses sus 148 empleados se irán a la calle por culpa de la pandemia.

Por su puerta enrejada flanqueada por 35 jinetes pasaron los nombres más distinguidos del siglo XX. Y también ocurrieron las excentricidades más inverosímiles, como cuando Salvador Dalí se paseaba por las diferentes salas moviendo su característico bigote acompañado por un ocelote (de la familia de los felinos) aparentemente domesticado llamado Babou que permanecía atado para salvaguardar la seguridad del resto de comensales.

En la ciudad de los rascacielos también había otros clubs distinguidos como El Stork, el Colony o el Pavillion, pero sin duda, el 21 tenía una atmósfera especial. Las celebridades se sentían tranquilas porque nadie les molestaba para hacerse fotos con ellas o pedirles autógrafos.

Aristóteles Onassis, con su traje tres piezas y sus impolutas gafas de pasta gruesa, siempre pedía la 21 burger, se mezclaba él mismo el Bloody Mary y se fumaba tranquilamente uno de sus famosos puros. Y si cenaba con su esposa, Jacqueline Kennedy, los empleados se las ingeniaban para que la pareja charlara sin miedo a ser oídos porque jamás sentaban a nadie alrededor. Cuando la doblemente viuda de Kennedy y Onassis aceptó trabajar para la editorial Doubleday, solía acudir tres veces por semana con algunos autores para firmar los contratos. En alguna ocasión también pasó veladas desenfrenadas junto a su íntimo amigo Frank Sinatra y su guardaespaldas.

En el ámbito literario destacaron Truman Capote, acompañado por sus icónicos cisnes Babe Paley y Slim Keith o Hemingway, a quien le encantaba el alcohol y robar las novias a los chicos malos del hampa. El autor de El viejo y el mar no dudó en hacerle el amor a la chica del gánster Jack Legs Diamond en las escaleras de la cocina.

El glamour del cine también dejó su impronta. Cuando Humphrey Bogart dejó a su mujer tras conocer a la novel Lauren Bacall en el rodaje de Tener o no tener, el actor se declaró a la joven intérprete en la mesa número 30, tal y como atestigua una de las placas. La malhumorada Joan Crawford solía beber vodka Smirnoff con su comida favorita, hígado de ternera y beicon con ensalada de espinacas.

El galán Errol Flynn, de quien se decía que tocaba el piano con el pene, solía cenar a las cuatro de la tarde y se iba una hora y media más tarde. Y Marilyn Monroe se soltó la melena para celebrar el estreno de La tentación vive arriba (1954), en una de cuyas escenas se ve que su falda va a lo loco mientras permanece quieta sobre una de las rejillas del metro neoyorquino. En el terreno político, al ex presidente de Estados Unidos Gerald Ford le gustaba saborear uno de los platos del menú fijo de 19,94 dólares (ensalada de pollo).

Otros nombres póstumos que acudieron a este selecto y discreto club fueron George Vanderbilt, Greta Garbo, Elizabeth Arden, Eisenhower, Dinah Shore, Richard Nixon, John Huston o los Clinton, que dejaron como recuerdo botellas de champán de la celebración del vigésimo primer cumpleaños de su hija Chelsea.

A lo largo de su azarosa historia, varios millonarios intentaron comprar el club, pero no se salieron con la suya. Entre ellos, Marshall Cogan (también fracasó en su intento por comprar la mayoría de las acciones de Sotheby’s) y el mismísimo Donald Trump, adicto a las hamburguesas con patatas fritas.

Fuente: https://www.elmundo.es/loc/celebrities/2021/01/11/5ff8461cfc6c8359428b4584.html

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